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Cultura | 23/08/2020   04:00

Casablanca y Gilda: clásicos imperfectos

Brújula Digital |22|8|20|

Rodrigo Ayala Bluske, Tres Tristes Críticos

No queda otra que tratar de encontrar algo bueno dentro de la crisis que le ha caído encima a la humanidad, y con especial virulencia al cine, sector que ha suspendido no solo sus labores de exhibición sino también las de la producción, lo cual nos augura una larga temporada de sequía.

Las salas de exhibición están vacías, el streaming y la televisión están llenos de repeticiones y mediocridad con alguna contada excepción. Es el momento para retornar a los clásicos; de volver a ver, o ver por primera vez todas esas películas que “están ahí”, pero que, en tiempos de normalidad se invisibilizan devoradas por las urgencias de la vida cotidiana. Youtube es la opción más a mano. Allí podemos encontrar el grueso de la filmografía de la mayor parte de los países latinoamericanos. En estas circunstancias, revisar lo mejor del cine argentino por ejemplo (sobre lo que probablemente escribiremos en las próximas columnas), es una auténtica delicia. En el caso de los clásicos del cine norteamericano la cosa es un poco más complicada (ahí este el tema de los derechos, que no significa otra cosa que una mayor posibilidad de monetización en el mercado). Pero recurriendo a cualquier puesto de venta de películas relativamente grande, el problema se soluciona fácilmente; también hay opciones de streaming.

Volver a los clásicos del cine estadounidense significa reencontrarnos con la cámara invisible, perfectamente funcional a la historia, en la que esta “prohibido” cualquier plano o movimiento hecho para el lucimiento del realizador y donde la trascendencia no se encuentra en la intencionalidad sino más bien en la maestría narrativa. Ahí están las cintas de John Ford (My Darling Clementine, 1946, El Hombre Tranquilo, 1952, The Searchers, 1956), impecables en su construcción e hipnóticas en el desarrollo de sus argumentos. Por otra parte, revisar las películas de Howard Hawks significa, sin demagogia ni lugares comunes, hacer un recorrido por el cine como sinónimo de buen gusto; “agradable” es un epíteto que sin ningún temor puede aplicarse a su amplia filmografía, que cruza todos los géneros y que muy pocas veces decepciona (La Fiera de mi Niña, 1938, El Sueño Eterno, 1946, Río Bravo, 1959, ente muchas otras). Incluso en las cintas de Otto Preminger, como Anatomía de un Asesinato (1959), más solemnes y un tanto sosas, podemos encontrar construcciones narrativas impecables.

Sin embargo, el caso de Casablanca (1942), de Michael Curtiz, y Gilda (1946), de Charles Vidor, es distinto, se trata de lo que podríamos llamar “clásicos imperfectos”. Son películas que han quedado inscritas en la historia del cine a pesar de sus diversas falencias. Podríamos decir que ambas son cintas “de personaje”, es decir que la fuerza en la construcción de estos es tal que logra que se pasen por alto diversos problemas argumentales y de narrativa. Pero además los personajes han sido encarnados por actores que representan exactamente su “tipo”; “Gilda” es Rita Hayworth, el modelo de mujer sexy y fatal de mediados de siglo pasado y “Rick”, el protagonista de Casa Blanca, es Humphrey Bogart, encarnación del antihéroe taciturno, bohemio, duro, pero a pesar de todo ello buena gente, simpático.

Tanto Casablanca como Gilda están ambientadas en lugares “exóticos” para el cine norteamericano. La segunda en una Buenos Aires que más parece un México deslavado y Casablanca en la ciudad norafricana del mismo nombre. Me imagino que los marroquíes o argelinos que la vieron sintieron la misma sensación de desconcierto que nos acomete a los bolivianos cuando degustamos algún clásico como Butch Cassidy y Sundance Kid, película ambientada en la Bolivia de principios del siglo XX en la que otra vez nos encontramos con una versión algo alterada del México con el que los norteamericanos identifican todo lo que parece latino. Por otra parte, ambos filmes tienen “boliches” como locación central, Casablanca, un café y Gilda, un casino.

Pero, sobre todo, tanto Gilda como Casablanca, a pesar de tener elementos de cine negro, pecan por ubicarse en lo que podríamos denominar un modelo de melodrama de prolongación exagerada (de estupidez prolongada en algún caso). Nos explicamos: en Casablanca, Rick ama a Ilsa (Ingrid Bergman) y en Gilda, la protagonista ama a Johnny (Glenn Ford), pero todo el nudo argumental se basa en la imposibilidad que tienen estos personajes por comunicárselo al otro, una especie de masoquismo que no tiene una explicación muy clara si observamos de manera racional los argumentos.

Tanto Gilda como Ilse han reaparecido de repente en el presente de los personajes masculinos. Ambos están resentidos y ambos de una manera u otra van demostrando su hostilidad a las mujeres de las que están enamorados, mientras por la periferia pasan diversos peligros que los amenazan (nazis, en Casablanca, mafiosos vinculados con los nazis, en Gilda). Hay que reconocer que la ilación en Casablanca es claramente superior a la de Gilda, pero salvando distancias de matiz, ambas manejan el mismo principio.

Casablanca y Gilda nos recuerdan que las cintas también valen por la significación que alcanzan en sus respectivos contextos; la expresión de una determinada idea, una visión del mundo representativa del momento en que se filman. Por otra parte, una película es buena o mala de acuerdo al resultado que logre sobre la promesa que ella misma ha hecho. En este caso los momentos intensos del melodrama se cumplen, y como hemos dicho, la construcción de los personajes es magnífica. En el momento en que vemos a Rick irse con su amigo francés luego de haber salvado a su amada (y al marido de ésta), o en que observas el célebre striptease de Gilda, todas las observaciones lingüísticas y narrativas quedan en segundo plano.

Una anécdota; al comenzar a ver Gilda les dije a mis hijos que iban a presenciar una de las escenas eróticas más famosas de la historia. Cuando terminó la cinta me preguntaron que había pasado, “¿habían cortado la escena?”. Jamás se hubieran imaginado que me refería al “streaptease del guante” que capturó la atención de millones de varones en varias generaciones. Una constatación del cambio de valoraciones sobre la sexualidad que hemos sufrido en los últimos 70 años.





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