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Cultura y farándula | 24/09/2025   08:20

|CRÍTICA|Blues que reaniman nuestro cine|Alfonso Gumucio Dagron|

El último blues del croata de Alejandro Suarez.
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Desde su título, esto no es lo que el espectador espera, sino todo lo contrario. 


Lejos de los patrones archiconocidos a que estamos acostumbrados en el cine boliviano (en todas sus gamas: propuestas patrióticas o retratos de resiliencia social), aquí aparece El último blues del croata (2025, 80 minutos) de Alejandro Suarez, una película bien hecha en todo sentido, que rompe con algunas tradiciones: el cine indigenista o minero, el cine histórico, la comedia chabacana o de conventillo, el cine experimental, el cine exótico for export, etc. 


¿Es una película intimista? Sí y no. ¿Es una comedia de equivocaciones? Sí y no. ¿Es un drama? Sí y no. El último blues del croata es eso y más, muchas cosas a la vez, pero no se inscribe en aquello que es predecible en el cine boliviano. El espectador no deja de sorprenderse, sin que eso signifique que es manipulado con escenas rebuscadas. 


No es la primera película con esta tónica, por supuesto. Hemos visto otras en años recientes, de realizadores nuevos que nos han sorprendido con propuestas que hablan de las relaciones humanas sin derivar en relatos forzadamente nacionalistas. Pero la primera obra de Alejandro Suarez (de quien he leído que es cubano-boliviano), me ha dejado un sabor a fruta fresca, a ratos ácida y a ratos dulce, como un achachairú. 


Para empezar, es atractivo un relato en el que el personaje principal nunca aparece en escena, en este caso, porque ya está muerto cuando comienza la película. Todo lo que vemos es un bulto “pesado como un muerto”. No es una idea inédita, pero está llevada adelante con mucha habilidad y fino humor. Sin ánimo de “spoiler”: nada más sensorial para el espectador, que aquel olor a cadáver en las primeras escenas, que parece desprenderse de la pantalla. Instintivamente, tendemos a cubrirnos la nariz o sostener la respiración. Nada truculento, por si acaso, pero parte esencial en esta historia que transcurre en unos pocos días, pero que dice mucho de la amistad recobrada, de la solidaridad inclaudicable entre pares (los músicos), de las relaciones con personajes representativos de la sociedad, aunque algo caricaturales, hay que decirlo (los policías, el médico forense, los burócratas locales, el joven del crematorio de animales, la vendedora de lotes de lujo en un cementerio arbolado, el dueño del crematorio clandestino, el marginal del canal de desagüe, etc.) que hacen de este drama-comedia una obra fresca y renovada. 


Además de la excelente dirección, guion, diálogos, estupenda fotografía (Eduardo Osorio) y edición (André Blondel), El último blues del croata se sostiene en las actuaciones de Mariana Bredow y de Pedro Grossman, ambas excepcionales. Es lo que más me ha gustado, más allá del argumento picaresco y nostálgico. Pocas veces he visto en el cine de Bolivia interpretaciones tan justas, que evitan caer en la hipérbole o en el otro extremo, la solemnidad. La relación entre ambos actores fluye con una naturalidad que subyuga al espectador. Entre Willy y Perla no solamente hay buenos intercambios de palabras, sino una gama notable de lenguaje corporal, de grandes gestos dramáticos (la canción de Perla: “Hay un gran monstruo entre los dos…”), pero también pequeñas señales de complicidad que no necesitan palabras, que se transmiten con una discreta sonrisa, con un leve movimiento de cabeza o en una mirada que lo dice todo (eso que llaman “química”). 


La música incidental de Alejandro Rivas y Gonzalo Pardo se convierte en un hilo conductor fundamental. Está todo el tiempo allí pero no invade, no busca protagonismo, no nos saca de la pantalla. Unos suaves acordes solitarios de guitarra, piano, batería o el eco de una armónica actúan en el subconsciente recordando que es la argamasa que aglutina a los personajes y evoca tiempos mejores. Todo ello adquiere sentido en la medida en que no solamente es un homenaje al compañero desaparecido (en la vida real Drago Dogan, y Drazen Novak en la película), sino porque su muerte y a la vez su recobrada presencia, permite a los personajes darse una nueva oportunidad (“Estoy viva”, le dice Mariana a su hija por teléfono), recuperar lo que perdieron como artistas o incluso como seres humanos. No es menos importante la recuperación que hace Ivana, la hija de Drazen, de un mundo que su padre le negó porque engañaba a todos como se engañaba a sí mismo. 


Además de todo lo anterior, valoro mucho el hecho de que no es una película pretenciosa. No pretende ser “fundacional” de una nueva corriente del cine boliviano, ni “matar al padre” pionero, ni mostrar rasgos de una supuesta “genialidad” expresiva que desconcierte a los espectadores de festivales. Simplemente pretende narrar bien una historia, y lo logra. 


Para quienes no han visto todavía la obra, este comentario puede parecer críptico. Es a propósito. Vayan a verla. 


@AlfonsoGumucio es escritor y cineasta





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