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Cultura y farándula | 21/09/2025   02:00

El extremo minimalismo de “El último blues del croata”

La fotografía, el montaje y la banda sonora son excelentes. Bredow y Grossman tienen carisma y naturalidad. ¿El gran error de la obra? La falta de preparación del desenlace en lo que se refiere a la hija de Drazen.

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Brújula Digital|21|09|25|

Fernando Molina|Tres Tristes Críticos|

Uno de los posibles espectáculos programados en el legendario boliche paceño El Socavón era el de la Drago Blues Band, el marbete que usaba el músico Drago Dogan para presentar sus poderosas interpretaciones de blues.

Yo lo escuché muchas veces en los primeros años 90, siempre impactado por su presencia sobre el escenario (no sé por qué, pero lo veía gigantesco, como si fuera una especie de vikingo y no un simple gringo flaco; ¿fallas de la memoria o efectos del té con té?) y por su virtuosismo con la armónica. Drago no componía, hacía “covers”, pero interpretaba como si no estuviéramos en La Paz sino en New Orleans y fuera afroamericano en lugar de “croata”. 

Luego el músico y su armónica desaparecieron. Como después me retiré irrevocablemente de la farra, la verdad es que no lo eché de menos. No éramos amigos ni mucho menos, solo transeúntes con direcciones disímiles que se cruzaron, por un tiempo, en una esquina llamada “Soca”. 

Sin embargo, me entristeció saber —por un post de Facebook, me parece— que había terminado sus días en Santa Cruz estragado por las adicciones y, como dicen los trabajadores sociales, en “situación de calle”. Lo recordaba en su momento de pleno poder vital (aunque era mayor que yo, estaría entonces por los 30) y, como no lo había visto languidecer, no pude hacerme la imagen de su final, que se me antojó posible pero improbable. Aún ahora lo sigo recordando como detenido en una eterna juventud. También por el hecho de que todos pensamos que los hombres talentosos no fracasan en la vida, cuando lo cierto es totalmente lo contrario. 

Drago, su vida trepidante (la que me imagino que tuvo) y su final sórdido daban sin duda para una película. Un biopic de un perdedor radical, a la Bukowski. Esta película ha llegado, se llama “El último blues del croata” y acaba de estrenarse en los cines del país. Pero el director y guionista de la misma, Alejandro Suárez, ha optado por una aproximación a Drago de un extremo minimalismo. Casi que podría decir que el filme toca a este personaje (al que llama Drazen) solo tangencialmente. 

Hace poco leí la biografía de Alberto Villalpando que escribió Cergio Prudencio. En ella se cuenta que el biografiado, uno de nuestros más importantes compositores, tuvo que adaptar la música que escribía a las posibilidades interpretativas que había en Bolivia, ya que aquí era donde quería vivir y crear. 

Supongo que algo parecido pasó por la cabeza de Suárez, pues allí donde claramente había un drama, pero quizá imposible de realizar adecuadamente en Bolivia, decidió filmar una comedia. Por eso, la historia comienza con “Drazen” ya muerto en las condiciones que sabemos y consiste en la búsqueda, entre cómica y nostálgica, por parte de su ex chica Perla (Mariana Bredow) y de su excolega de banda Willy (Pedro Grossman), de un medio para cremar su cuerpo y honrar su memoria. 

La opción fue minimalista no solo por el género elegido, sino también porque Suárez trabaja el humor sin demasiadas exageraciones (hay algunas), lo que es raro en un ambiente, el boliviano, en el que el humor debe subrayarse o no se entiende. También es minimalista el guion, despojado casi de acontecimientos, sin giros argumentales, que se consagra a presentar a los dos personajes principales (y lo logra), y a hablar un poco de refilón y sin muchos cuestionamientos de “Drazen”. 

Digo sin muchos cuestionamientos porque, por ejemplo, describe al músico como alguien que “nunca se rindió”, a diferencia de sus amigos, que renunciaron a la música para hacer una vida de pequeños burgueses aburridos (pero vivos). Aquí despunta una ideología algo adolescente y, sobre todo, temerosa de asomarse al abismo por miedo a que el abismo se asome a ella, como Nietzsche advirtió que podía pasar. Mostrar la derrota como victoria no es la forma más profunda que hay de homenajear a los derrotados. 

Así que la peli se mantiene ligerita, familiar, con dos personajes guapos y entrañables moviéndose en medio de una decena de comparsas más o menos divertidos.

Hay un solo momento en que intenta hurgar en las profundidades de la auto degradación y es el encuentro entre Willy y un “polilla” morador de alguno de los canales de Santa Cruz. Este encuentro es tan extraño, está actuado de forma tan rara por quien hace del “homeless” (no he podido encontrar el nombre del actor), que se produce cierta revelación de eso inefable que la sociedad llama “locura” para explicar rápidamente el destino de los Dragos, perdón, de los Drazen del mundo. Pero la cinta no profundiza en este hallazgo. Hace lo que todos nosotros hacemos con los encuentros con los locos, lo convierte en una anécdota o incluso en un chiste. 

¿Qué se puede decir, en suma? Que es una película de tono menor, muy escueta, que posiblemente hubiera terminado en cortometraje de no mediar el apoyo del Programa Intervenciones Urbanas del Ministerio de Planificación del Desarrollo y de la plata de la nacionalización. A diferencia de la mayoría de los otros filmes bolivianos, este ha sido escrito por un escritor (Suárez es autor de una novela que tiene buena fama, pero que no he leído porque no la he podido encontrar en ninguna parte). Que el guionista sea un escritor se nota mucho, porque el filme está bien narrado y tiene diálogos convincentes. La fotografía, el montaje y la banda sonora son excelentes. Bredow y Grossman tienen carisma y naturalidad. ¿El gran error de la obra? La falta de preparación del desenlace en lo que se refiere a la hija de Drazen, que no detallo aquí para no espoilearlos. Y fin. El espectador que quiera ir a pasar un rato agradable, desestresante, no se verá decepcionado.

Que Drago descanse en paz. Todos estamos locos, la única cuestión es saber cuál es nuestro delirio (Lacan).  



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