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Sociedad | 15/02/2021

Los rostros danzantes del Carnaval de Oruro y la pandemia

Los rostros danzantes del Carnaval de Oruro y la pandemia

Caporales en Oruro. Fotos: Claudia Escóbar

Brújula Digital |15|02|21|

Claudia Escobar

Lentejuelas multicolor, cintas abrazando las trenzas, pestañas de esquina a esquina para hechizar miradas, polvito en las mejillas, unas cuantas pinceladas más desde los pies hasta la cabeza, y listo, diría Andrea, tras finalizar el ritual que hace algunos años le es familiar.  

Al otro extremo de la ciudad, Erick ataría a su cintura un “chumpi” (palabra quechua), que sirve como faja para sostener unos pantalones de bayeta, acomodaría sus sicas o polainas adornadas por rombos que parecen armar un rompecabezas y sostendría en la mano una montera plagada de espejos y plumas. 


Ambos, seducidos por el vibrar de las trompetas, el bramar del bombo y el golpe inicial de unos platillos malabaristas, que no hacen más que envolver en una especie de embrujo a quien los escucha, darían el primer paso. Cuatro kilómetros de danza los esperarían hasta llegar a los pies de la Virgen del Socavón, donde el clímax habría penetrado cada resquicio de piel; eso sucedería si la coyuntura actual no fuese un impedimento.

Hoy el panorama es diferente, los cascabeles no suenan, las matracas se han oxidado, las abarcas yacen sin uso a un costado del armario y los aplausos y cánticos se han silenciado. Pareciera que el “fueguito” del embrujo se ha apagado.


La majestuosa entrada del Carnaval de Oruro, declarada por la Unesco como Obra Maestra del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad, también ha sido presa del Coronavirus, limitando sus fauces a un suspiro de nostalgia. Las calles teñidas de alegría, el retumbar de las graderías y ese cosquilleo jubiloso al marcar el paso, hacen eco más que nunca, en un momento en el que un virus, que constantemente muta, se ha llevado consigo a centenares de amigos y familiares.

Andrea persigue sus recuerdos, busca en su celular uno de los vídeos en los que aparece sosteniendo el silbato entre sus labios y levantando el brazo para cambiar de paso. La nostalgia le gana, y en un arrebato, decide buscar aquella pollera que elevaba de izquierda a derecha al ritmo del caporal; y que, según ella, arrancó varios suspiros. Al abrazarla contra su pecho, Andrea se llena de magia, el ambiente se tiñe de sepia y es acompañado por fotografías, en las que la joven bailarina, rodeada por sus amigas, todas cubiertas por el brillo de un traje color verde esmeralda de un lado y blanco del otro, se alistan para gritar “baile bonito”. 


Andrea García Balderrama baila hace cuatro años, animada por la juventud y la pasión, propias del caporal. Conoció el Carnaval de Oruro de cerca cuando “aguateaba”, que en la jerga folclórica significa acompañar, a sus familiares que bailaban diablada, pero el caporal la enamoró y decidida se entregó a esta danza. Desde entonces disfruta cada segundo, y con una sonrisa que le hace lucha a la luz de los astros, se acerca al público, anima a viva voz con canciones consagradas de este ritmo y pone a bailar hasta al más timorato. 

La nostalgia también invade a Erick Mendoza Sejas, que desde 2015, y al ritmo del tinku, hace temblar a una multitud de gente, que, entre empujones, busca igualar su paso, un salto y hasta el aliento. Con montera en mano y paso que desafía a la misma fuerza del destino, lanza una patada al viento, y es en el momento central del baile, que, los cuerpos se alistan y entre braceos caen sobre el pavimento; el ritual de sangre está hecho, por supuesto, todo obedece a una alegoría.


Erick recuerda cada paso sin titubeos, ríe al traer al presente algunas anécdotas que vivió en cada fiesta. Su ingreso a este baile se debió a un gusto compartido con algunos familiares, que años atrás lanzaban sus chalinas al público, alborotando a las jovencitas. 

Ambos coinciden en que bailar en el Carnaval de Oruro es una experiencia por demás renovadora. Quizá, sin saberlo, se han despojado del cuerpo para encontrarse con el alma, creando el acople perfecto para que exista la magia.

Ninguno sabe qué depara el futuro, no pueden decir con certeza si habrá un próximo carnaval que conglomere tantos rostros con diferente vida, pero que, ante el erotismo del folclore, se convierten en uno solo. No han visto a muchos de sus compañeros de fraternidad, aunque a través de las redes sociales, saben que algunos ya se han convertido en padres. Ellos mismos desconocen las luces y sombras del camino que recorren, así como de la benevolencia de los días que esperan doblarle la esquina a un virus mortal.

Mientras Erick cree haber colgado las abarcas para cerrar un ciclo de su vida que le mostró otra cara del carnaval, Andrea, todavía no resuelve con certeza su destino, y es que ni bien toca de fondo una de sus canciones favoritas de caporal, empieza a mover las caderas con la sutileza con la que la luz tenue le ha marcado una sombra bajo los ojos.

Después de haber pasado algunos años lejos de la familia, ahora compartirán un sábado de carnaval alrededor de una parrilla; ambos se sienten afortunados por tener a sus seres queridos cerca, aunque Erick hace notar su desazón al no “carnavalear” y no ver los paisajes de espuma.

“Abajo, abajo, a un lado, al otro...” dice Andrea, y entra, nuevamente, en catarsis.

El destello del traje eriza la piel, la fiesta se enciende, fuegos artificiales, los ojos del público como luciérnagas invadiendo el ser, el coqueteo muerde fuerte, y de repente, tiembla la tierra ante el primer chillido del silbato. La gente salta en la gradería. ¡Qué viva el carnaval!



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