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Sociedad | 28/10/2025   10:17

|CRÍTICA|La máscara del gorila|Alfonso Gumucio Dagron|

La presidenta interina Lidia Gueiler recibe la máscara del gorila, emblema del Regimiento Tarapacá, de manos del coronel Arturo Doria Medina.
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La presentación de la tercera edición de mi libro La máscara del gorila (Editorial 3600, 2025) tuvo lugar el 16 de octubre en el patio central del café Typica, en Obrajes (La Paz), gracias a la apertura de “Mosca” Claros, su gestor. El lugar tiene, desde ya, mucha magia. No es lo mismo presentar un libro en un salón frio, que en un café rodeado de amigos y calor humano. Nos permite recuperar la costumbre de conversar. 

Cada libro tiene su historia, y no me refiero a su contenido únicamente, sino al libro como objeto. Cada edición es única por el papel, por la imagen que lleva en la tapa, por su formato y su peso, y sobre todo por su trayectoria como objeto cultural y el uso que el lector hace de ese objeto. No existe una obra literaria si no tiene lectores. Toda obra se completa en sus lectores. Unos acarician los libros, otros los marcan con lápiz o tinta, otros los huelen la primera vez que lo abren (como hace mi amigo Carlos D. Mesa). Cada quien trata los libros de manera diferente, unos como una pala para excavar un tesoro y otros como una ventana para salir a jugar. 

En el caso de La máscara del gorila quiero referirme primero al lugar que escogí para presentarlo, no sólo porque es un bello espacio con historia, que permite conversaciones y diálogos en torno a una buena taza de café, sino porque para mi representa muchas cosas desde mi infancia. 

Mi casa familiar quedaba en la calle 6 de Obrajes, sobre el mismo lado de la avenida, a apenas dos cuadras de la plaza de la iglesia. Todo el barrio era en realidad nuestra casa, la de los obrajeños que vivíamos lo cotidiano de la amistad y de la complicidad juvenil. No puedo dejar de recordar a cada uno de los amigos que vivía a 500 metros a la redonda, en apenas 10 cuadras. Muchas de sus casas ya han desaparecido, igual que la mía, convertidas en edificios. 

Quienes vivimos ese Obrajes de la década de 1960 éramos miembros del club Los Haraganes. Como no podía ser de otra manera, nuestro lema es: “si el trabajo da salud, que trabajen los enfermos”. Algunos ya han fallecido y otros se han mudado de barrio o de país, pero nos mantenemos unidos y cada 1º de mayo, Día del Trabajo, celebramos un año más de sobrevivencia dando un par de vueltas a la plaza de la Loba. En la esquina del parque de la subalcaldía de Obrajes, hay cuatro placas que recuerdan a este club de barrio tan peculiar. 

El ahora café Typica era la antigua casa de los curas de la iglesia de la Exaltación. Recuerdo a dos de ellos, José Antonio y Bernardo, que eran nuestros amigos. Con José Antonio hice a mis 16 o 17 años mis primeros viajes a las minas, para conocer esa realidad a la que regresé muchas veces en las décadas siguientes.

En la nueva casa parroquial, construida junto a la iglesia (que fue inaugurada en 1956), conocí a Néstor Paz Zamora y a su compañera Cecilia Ávila. Vivieron allí durante algún tiempo, no sé si protegidos de la persecución durante la dictadura de Barrientos, o simplemente porque eran profundamente religiosos y cercanos a los curas pasionistas. Néstor murió en la guerrilla de Teoponte en 1969 y Cecilia dos años más tarde en Cochabamba. 

La iglesia de la Exaltación es un punto de referencia central en el barrio de Obrajes. Poco a poco, en años recientes, ha sido enriquecida con el concurso de artistas plásticos de alto relieve. Las figuras escultóricas de Pablo Eduardo en el portal de entrada son una muestra de ello, al igual que el mural de Luis Zilveti sobre el altar principal, y otro de Ricardo Pérez Alcalá en una de las capillas laterales. Ambos queridos amigos míos desde hace décadas.

¿Qué tiene que ver esto con La máscara del gorila? Mucho, puesto que uno es el resultado de su formación inicial, de los amigos, de la familia y del barrio, que está presente en el relato. 

En la plaza de la iglesia, mi padre se sentaba a tomar sol en una de las bancas, mientras fumaba un cigarrillo, uno más de los 720 mil puchos que lo mataron con un enfisema pulmonar. Y esto tiene que ver también con el libro, porque estuve asilado en la residencia de la embajada de México, en la calle 5 de Obrajes, después del golpe militar de García Meza en 1980, y mi padre solía caminar una cuadra desde la casa para visitarme en el patio de la embajada. 

Allí fue la última vez que lo vi con vida, puesto que tuve que huir de la residencia mexicana para cruzar la frontera por tierra hacia el Perú a fines de septiembre de 1980. Además, la fecha de presentación del libro es también significativa: mi padre murió el 17 de octubre de 1981. Yo no pude regresar para acompañarlo en sus últimas horas. Han pasado 44 años. 

El día del golpe de García Meza estábamos en las oficinas de CIPCA, en lo alto de la calle Sagárnaga, escuchando por radio la transmisión en vivo de la reunión de emergencia del Comité Nacional de Defensa de la Democracia (CONADE). De pronto, en plena transmisión escuchamos los disparos: los paramilitares estaban tomando por asalto la Central Obrera Boliviana. Bajamos corriendo hacia el Prado con la peregrina ilusión de defender a la COB, pero cuando llegamos ya se habían llevado a Marcelo, los cuerpos de Carlos Flores Bedregal, Gualberto Vega Yapura, y a todos los presos. Encontré en la puerta a don Julio Tumiri, presidente de la APDHB, y a Lupe Cajías que se habían escondido en el baño para salvarse. Estábamos hablando de lo acontecido cuando vimos llegar un grupo de tanquetas: “hacerse humo hasta contar cero”…

Al no poder regresar a mi domicilio, me fui a la casa de amigos que me habían ofrecido generosamente albergarme en caso de peligro: Macri Bastos y Gustavo Adolfo Mejía, mejor conocido como “Chaskas”. En casa de ellos, al lado de la Nunciatura, en San Jorge, empecé a escribir el libro durante las dos semanas que estuve escondido antes de asilarme en la embajada de México, en la calle 5 de Obrajes, donde lo terminé de escribir antes de escapar hacia Perú. De milagro no se perdieron esas hojas de las que había una sola copia, escrita en máquina de escribir.

Inicialmente, queríamos hacer un libro a cuatro manos con René Bascopé: él escribía un análisis histórico sobre los militares en la política de Bolivia, y yo un testimonio que pretendía hacer eco de las versiones que llegaban al asilo, donde estábamos congregados más de cien perseguidos políticos (y alguno que otro “buzo”), acogidos por el embajador Plutarco Albarrán López. 

Al no concederme el ministro del Interior, Luis Arce Gómez, el salvoconducto de salida al exilio (éramos seis en una lista de “vetados”), organicé mi propia salida por la frontera peruana, disfrazad y con papeles de identidad falsos. Pero esa es otra historia, más larga. 

Ya en México, René Bascopé y yo enviamos el libro, con este mismo título, al concurso Casa de las Américas de Cuba, sin suerte. Años más tarde Eduardo Galeano, que había sido miembro del jurado, me dijo que era un libro dispar, carecía de unidad, las dos partes eran muy diferentes. René decidió retirar su parte porque quería trabajar otras fuentes documentales para mejorar el texto, mientras que yo presenté mi parte como estaba, al concurso del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA), y gané el Premio Nacional de Literatura en la categoría de testimonio en 1982. El jurado estaba presidido por el escritor Jaime Labastida, que fue director de la Academia Mexicana de la Lengua y de la Editorial Siglo XXI. Jaime escribió el prólogo de mi libro. 

Y aquí vuelvo al principio: todo libro es un objeto que tiene vida propia. La primera edición se publicó en México en la editorial Oasis, en 1982. La publicación era parte del premio, que me fue entregado por un notable cuentista mexicano, Edmundo Valadés. Varios escritores escribieron artículos sobre la obra premiada: Juan Domingo Argüelles, Saúl Juárez, Eduardo Langagne.

En 1989 se publicó una segunda edición en Bolivia, sobre la que nadie escribió, pero tuvo una presentación entrañable en el Salón de Honor de la UMSA, con Pablo Ramos como rector y un nieto del presidente mexicano Lázaro Cárdenas, que era Agregado Cultural. La tapa de la segunda edición contó con el concurso de Carlos Villagómez, que enfatizó una foto tristemente célebre: la presidenta interina Lidia Gueiler recibiendo la máscara del gorila, emblema del regimiento Tarapacá, de manos del coronel Arturo Doria Medina, autor de la “masacre de Todos Santos” durante el golpe de Natusch Busch el 1º de noviembre de 1979. 

La tercera edición, de la Editorial 3600, tiene una tapa especial, una obra de mi amigo Diego Morales, uno de sus cuadros secuestrados por los militares, y hasta el día de hoy desaparecidos. Por suerte, existía la foto de la obra. 

En la presentación de la nueva edición he contado con dos presentadoras de lujo, amigas que quiero desde hace muchos años, Gloria Ardaya y Sonia Montaño.

@AlfonsoGumucio es escritor y cineasta  





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