El incendio del bus escolar en Uncía, que cobró la vida de cinco adolescentes y dejó ocho gravemente heridos, no es un accidente aislado, sino el resultado de un sistema estructuralmente corrupto e impune en Bolivia.
Brújula Digital|21|04|25|
Eduardo Salamanca
El incendio del bus escolar en Uncía, ocurrido el 16 de abril de 2025, en el que cinco adolescentes perdieron la vida y ocho resultaron gravemente heridos, ha sacudido a la opinión pública no solo por la brutalidad del hecho, sino por la evidencia descarnada de un sistema estructuralmente podrido. Esta tragedia no es un hecho aislado ni un error individual: es el reflejo de una Bolivia donde la ilegalidad, la impunidad y la corrupción se han institucionalizado, sobre todo en las zonas rurales, y bajo el amparo de un régimen que ha mercantilizado el voto y ha hecho del Estado un aparato de protección de ilegalidades.
El vehículo siniestrado, que operaba nada menos que como bus escolar, funcionaba de manera completamente ilegal. No solo carecía de las condiciones mínimas de seguridad, sino que utilizaba como combustible una garrafa de Gas Licuado de Petróleo (GLP), lo cual está expresamente prohibido por las normas bolivianas. Esta instalación improvisada, que habría originado el incendio, revela una cadena de responsabilidades que trasciende al conductor o al propietario del vehículo.
Es fundamental comprender que este hecho trágico se inscribe en un contexto mucho más amplio. Existen incontables reportes de que en regiones como El Chapare, vastas zonas del norte paceño y muchas otras áreas rurales del país, circulan miles de vehículos sin placas, sin registro de propiedad, sin seguro, sin inspección técnica y, muchas veces, con motores regrabados o adaptados ilegalmente. Esta circulación irregular no solo es conocida por las autoridades, sino que es tolerada —e incluso facilitada— por el aparato estatal. En palabras de numerosos habitantes de estas zonas, el régimen de gobierno que lleva casi dos décadas en el poder “cambia votos por impunidad”.
No se trata de una acusación ligera. Los testimonios locales apuntan con claridad a una red de protección institucional que permite a estos vehículos operar sin consecuencias. La famosa “Inspección Técnica Vehicular”, responsabilidad de la Policía Boliviana, ha devenido en muchos casos en una farsa burocrática o, peor aún, en una fuente más de corrupción. Las rosetas que supuestamente certifican la revisión técnica de los motorizados se venden libremente, sin que el vehículo haya sido jamás inspeccionado. Y si el bus de Uncía fue, en efecto, revisado por la Policía, ello representa un hecho aún más grave: o no se detectaron sus graves falencias —lo cual implica una negligencia criminal— o se las pasó por alto a cambio de una dádiva, lo cual revela un acto de corrupción institucionalizada.
El Ministerio Público, a través del fiscal departamental de Potosí, ha anunciado una investigación “hasta dar con todos los responsables”. Si este compromiso no es una simple declaración para calmar a la opinión pública, deberá entonces llegar hasta lo más alto de la cadena de mando. Es decir, hasta los responsables políticos que, con pleno conocimiento, permiten —o incluso promueven— la circulación de vehículos ilegales como parte de un pacto funcional con sectores afines. Si se pretende que haya verdadera justicia, la indagación no puede limitarse al conductor del bus ni al propietario del motorizado. Deberá extenderse a los funcionarios policiales que omitieron o corrompieron la inspección, a los directores responsables de la seguridad del transporte escolar, y también a quienes, desde los más altos cargos del Estado, han facilitado durante años este entorno de impunidad a cambio de réditos políticos.
Resulta imposible obviar la responsabilidad de quienes tienen bajo su mando las instituciones encargadas de garantizar la seguridad vial y la protección de los menores. No se puede seguir aceptando como normal que en Bolivia circulen buses escolares con garrafas de gas, motocicletas sin placas, camiones sin frenos y vehículos que jamás han pasado una inspección técnica. No es un problema de recursos: es un problema de voluntad política, de ética pública y de justicia.
Cinco adolescentes han muerto. Ocho más luchan por sobrevivir con graves quemaduras. Y todo porque en Bolivia, en pleno 2025, sigue siendo más rentable comprar una roseta que cumplir con la ley. La pregunta ya no es quién encendió el fuego. La pregunta es: ¿quiénes lo permitieron?
Este país no necesita más discursos de condolencia. Necesita, con urgencia, verdad, justicia y una reforma estructural que ponga fin al pacto entre impunidad e ilegalidad que ha marcado la gestión política en las últimas décadas. Mientras eso no ocurra, esta tragedia no será la última. Solo será la siguiente de muchas que el país aún no ha llorado.
Eduardo Salamanca Chulver es abogado.