El Papa Francisco dejó un legado complejo en América Latina. Aunque defendió a los pobres, se piensa que pudo hacer más frente a los abusos de regímenes como los de Ortega, Maduro o Morales. Su postura progresista priorizó lo pastoral sobre la denuncia del autoritarismo regional.
Brújula Digital|21|04|25|
Raúl Peñaranda U.
El papa Francisco falleció este lunes a los 88 años dejando una impronta de reformas importantes en la Iglesia, pero también un legado incierto y el recuerdo, amargo para amplios sectores, del respaldo que dio a los gobiernos autoritarios del Socialismo del Siglo XXI.
La misma capacidad de Francisco de alzar la voz contra las injusticias contrastó con su silencio –o, en el mejor de los casos, tibieza retórica– ante los excesos y abusos cometidos por varios gobiernos latinoamericanos que coartaron libertades, persiguieron opositores y deterioraron los estándares democráticos.
Francisco, el primer papa latinoamericano y jesuita, asumió el liderazgo de la Iglesia Católica en 2013, tras la renuncia de Benedicto XVI, con la promesa de limpiar la casa vaticana.
Pero a lo largo de su pontificado, también fue claro que mientras defendía muchas causas justas, evitaba pronunciamientos contundentes sobre los regímenes de Evo Morales, Rafael Correa, Nicolás Maduro y Daniel Ortega, pese a las múltiples denuncias de violaciones a derechos humanos y a las fracturas democráticas en sus países.
Francisco –Jorge Mario Bergoglio, nacido en Buenos Aires en 1936– tenía todo para erigirse como una autoridad moral con voz clara frente a esos excesos. Su pasado como “obispo de las villas” en Argentina, su austeridad personal y su cercanía con los más pobres lo hicieron una figura carismática.
Pero su tendencia progresista terminó por volverse un límite: parecía más dispuesto a criticar las desigualdades del capitalismo que a los autoritarismos disfrazados de regímenes estatistas y progresistas de la región.
Durante su papado, eludió condenas firmes a la deriva represiva del régimen de Maduro, a pesar del éxodo de millones de venezolanos y los informes internacionales sobre torturas y ejecuciones extrajudiciales.
Tampoco criticó con claridad la cooptación de la justicia y el hostigamiento a la prensa en Ecuador durante la década correísta, ni las maniobras de Evo Morales para eternizarse en el poder, incluida haber desoído al referéndum de 2016.
De hecho, la visita del Papa a Bolivia en 2015 fue vista como un respaldo a Morales.
Sobre Nicaragua, donde el régimen de Daniel Ortega encarceló a sacerdotes y expulsó a congregaciones católicas, fue uno de los pocos países sobre los que el Vaticano expresó preocupación, pero el tono se mantuvo siempre distante, más pastoral que político.
Mientras tanto, en otras regiones del mundo, el Papa fue menos reservado. Se enfrentó con fuerza a líderes occidentales, denunció guerras, cuestionó el uso de armas, incluso criticó duramente la invasión israelí a Gaza.
Algunos defensores del Papa argumentan que su estilo pastoral buscaba tender puentes y evitar polarizaciones. Otros, sin embargo, ven omisiónes.
Francisco sí transformó aspectos internos de la Iglesia. Abrió espacios para mujeres y laicos en el Vaticano, promovió una teología más cercana a la gente y desató una renovación del espíritu del Concilio Vaticano II.
Pero también generó frustración en sectores progresistas: mantuvo barreras para el sacerdocio femenino, retrocedió en su respaldo a bendiciones a parejas del mismo sexo y dejó inconclusa la limpieza financiera del Vaticano, marcada por escándalos como el del cardenal Angelo Becciu.
BD/RPU