Los desfiles escolares, aunque tradicionales, consumen tiempo y recursos, afectando el aprendizaje. En el Bicentenario, es crucial replantear estas prácticas, reemplazándolas con actividades educativas como maratones de lectura, talleres de matemáticas y ferias de ciencia.
Brújula Digital|25|02|25|
Manuel E. Contreras
Tradicionalmente, los desfiles escolares han sido un componente ineludible de las festividades patrias: largas marchas de estudiantes en uniforme, presentaciones artísticas, bandas de guerra y discursos ceremoniales. Que, además de tomar tiempo de estudio de las clases regulares, representar un gasto para las familias, y causan grandes disturbios de tráfico y aglomeraciones perjudicando a todos.
Estudios recientes y diagnósticos oficiales muestran que en Bolivia los resultados de comprensión lectora y razonamiento matemático están por debajo del promedio latinoamericano. En pruebas aplicadas a estudiantes de primaria, la mayoría presenta serias dificultades para resolver problemas básicos en matemáticas o interpretar un texto. Paradójicamente, mientras en la práctica vemos cómo los índices de aprovechamiento continúan estancados, en el espacio público muchos expresan satisfacción con la “calidad” de la enseñanza, particularmente los padres y madres de familia. Esta “brecha de percepción” sugiere que algo falla en la forma en que utilizamos el tiempo escolar.
Según dirigentes magisteriales, la preparación de actos cívicos, ensayos de danza, ensambles artísticos y desfiles puede llegar a absorber hasta un 30% del tiempo de clase en ciertos periodos del año. Cuando sumamos además la interrupción de lecciones precisamente por honrar esos días de feriado, los estudiantes pierden horas valiosas que podrían dedicarse a mejorar sus destrezas en lectura, escritura y matemáticas. Como se dijo, estas actividades muchas veces implican un gasto significativo para las familias, que deben costear uniformes, transporte y otros artículos vinculados a la organización de los desfiles.
A medida que el país avanza en el 2025 vale la pena cuestionar si estos actos —aunque llenos de fervor— realmente contribuyen al aprendizaje de nuestras niñas y niños. Como argumentaremos, la propuesta de suspender o reducir sustancialmente estos desfiles no parece ser tan descabellada. Celebrar un Bicentenario “distinto” no significa renunciar al patriotismo ni a la memoria histórica, sino enfocar la conmemoración en objetivos de mayor impacto social. En lugar de ensayos maratónicos bajo el sol, podríamos fomentar jornadas intensivas de lectura y actividades lúdicas alrededor de los hechos históricos del Bicentenario que fortalezcan la comprensión lectora.
¿Por qué no organizar “maratones” de lectura en parques públicos o espacios municipales, donde la familia y la comunidad participen de un encuentro colectivo con los libros y la historia? Seguramente los establecimientos educativos sabrán cómo mejor organizar actividades de aprendizaje antes que de marcha. Talleres de matemáticas recreativas con datos históricos, concursos de escritura creativa sobre los eventos libertarios o ferias de ciencia para proyectarnos en los próximos 200 años también podrían sustituir, con réditos tangibles, las horas dedicadas al ensayo de inútiles pasos marciales.
El sentido de orgullo nacional puede canalizarse de maneras más enriquecedoras. El Bicentenario ofrece la ocasión de promover una movilización ciudadana en torno a la educación, definiendo la educación del futuro, reclamando mejoras en la infraestructura escolar, exigiendo internet de calidad en las aulas y apoyando la formación pedagógica continua de los docentes. Al mismo tiempo, forjar un pacto social para vincular a padres, madres y tutores en el aprendizaje de sus hijos, intercambiando las horas de acompañar el desfile por realizar voluntariado educativo u orientación pedagógica el mismo 6 de agosto, bajo la guía de los maestros.
No se trata de eliminar todo acto conmemorativo; el reto radica en encontrar un equilibrio. Un breve momento de homenaje patrio o una ceremonia puntual para conmemorar la fecha patria puede convivir con un uso más provechoso de las jornadas escolar alrededor del Bicentenario. Lo crucial es reducir aquellas prácticas “costumbristas” de horas de ensayo bajo el sol que, más que formar ciudadanos críticos, terminan aislando a estudiantes del proceso educativo real. Con la implementación de iniciativas centradas en el desarrollo intelectual y la participación de la comunidad, el Bicentenario pasaría a ser un motor de cambio, en lugar de un motivo de perjudiciales pausas interminables en la rutina pedagógica.
La apuesta por la lectura, la escritura y las matemáticas como ejes en estas fechas conmemorativas no solo mejoraría la calidad educativa, sino que reforzaría el tejido social. Ver a niños y jóvenes entusiasmados con la literatura o el pensamiento lógico da forma a una generación capaz de enfrentar los desafíos del mañana. Además, la energía invertida en bailes y marchas puede canalizarse hacia talleres formativos, prácticas deportivas o emprendimientos científicos que promuevan el bienestar físico e intelectual de la juventud.
Para ello, el Ministerio de Educación debería reducir o desincentivar las horas cívicas y los desfiles escolares, en lugar de promover más celebraciones por el Bicentenario. Correspondería, además, delegar autonomía a departamentos y municipios, para que, basándose en su conocimiento local y capacidad de innovación, diseñen actividades que realmente fortalezcan el aprendizaje.
A medida que se acerca agosto, suspender los desfiles escolares y reducir las horas cívicas se perfila como una decisión sensata y simbólica. Este Bicentenario debe ser la ocasión de unir el amor a la patria con una apuesta genuina por el conocimiento, cultivando las habilidades básicas que permitirán a nuestros jóvenes ser competitivos, conscientes y solidarios. Después de todo, formar mejores lectores y pensadores críticos es la mejor forma de honrar dos siglos de historia, y de cimentar un porvenir digno para el país entero.