Brújula Digital|15|09|24|
Marko Carrasco
Los actuales incendios forestales en Latinoamérica exponen una clara intersección entre democracia, medioambiente y salud pública. Ecosistemas vitales como el Chaco, el Amazonas y el Pantanal han sido devastados por incendios cada vez más crueles. Estos eventos, lejos de ser fenómenos aislados, evidencian una encrucijada sistémica intra especies que además agudiza la inestabilidad climática global.
Los incendios no solo destruyen la biodiversidad, sino que también exacerban problemas de salud. El humo generado incrementa enfermedades respiratorias y cardiovasculares, afectando especialmente a grupos vulnerables: poblaciones indígenas, campesinas y urbanas pobres, sobre todo mujeres y niños. En países como Brasil, Bolivia y Paraguay, las emergencias sanitarias provocadas por la mala calidad del aire y el desplazamiento forzado traen al presente eso que crecimos viendo en películas: los efectos de la destrucción ambiental impactan directamente la salud humana y condicionan dónde vivimos.
A este panorama se suma una creciente crisis de salud mental. En una época de hiperconectividad, las imágenes de devastación se propagan rápidamente a través de medios y redes sociales, amplificando el impacto emocional de los desastres ambientales. Para muchas personas, especialmente aquellas que viven en zonas afectadas o que tienen una relación cultural profunda con la tierra, los incendios forestales no solo representan una pérdida material, sino también un golpe a su bienestar psicológico. La ansiedad, el estrés postraumático y la sensación de impotencia frente a la magnitud de la catástrofe son síntomas que han ido en aumento, afectando tanto a comunidades rurales como urbanas.
Las personas que viven fuera de las zonas directamente afectadas también experimentan un impacto psicológico indirecto, alimentado por la conciencia global de la crisis climática. Este fenómeno, conocido como "ecoansiedad", genera en muchos una sensación de desesperanza ante la incapacidad de frenar los daños ambientales. En Latinoamérica, donde las instituciones democráticas son frágiles y las políticas ambientales insuficientes, la ecoansiedad se agrava por la percepción de que los gobiernos no están haciendo lo suficiente.
En este contexto, es vital una reconfiguración de las relaciones entre sociedad, territorio y naturaleza. Replantear la forma en que los pueblos y las comunidades se vinculan con sus entornos, superando la visión extractivista que explota los recursos naturales sin considerar los efectos devastadores sobre la vida. En lugar de ver la tierra y los ecosistemas como meros proveedores de recursos, hay que promover una relación de reciprocidad, donde la naturaleza es un sujeto vivo y sagrado, y los territorios son espacios de identidad, dignidad y resistencia para los pueblos.
Los gobiernos latinoamericanos, muchas veces cooptados por intereses privados ligados a la agroindustria, la minería y la expansión inmobiliaria, han permitido la devastación ecológica. La política, en lugar de ser una vía de administración justa y cooperativa de la complejidad que involucra la vida de todas las especies, ha terminado siendo un instrumento de dominación para el (des)control de los territorios. En este esquema, las políticas ambientales tienden a ser reactivas, enfocándose en la mitigación de daños una vez que la crisis ya es inevitable, en lugar de establecer medidas preventivas y sostenibles que promuevan una relación equilibrada con los territorios.
La situación en Latinoamérica requiere un cambio de paradigma, uno en el que la política sea un instrumento al servicio del bienestar de todas las especies. La interdependencia entre naturaleza, salud física-mental, y política exige que los gobiernos asuman un rol proactivo en la protección de los ecosistemas, promoviendo la justicia ambiental. La protección de la naturaleza entendida como un derecho humano y un deber de los Estados, debería promover políticas públicas intersectoriales que articulen la protección ambiental con la mejora de la calidad de vida y el bienestar de la población. La protección de la naturaleza y la salud debe estar en el centro de la agenda política, no como un tema accesorio, sino como un eje vertebral para el desarrollo que llegue a alcanzar a futuras generaciones.