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Sociedad | 30/11/2023

La cinta casete, su magnetismo

Cintas de casete /Foto/Internet

Brújula Digital |30|11|23|

Especial de: Wilbert Villca López

Podíamos oír la música de grupos que jamás lo veríamos al vivo y en absoluto conoceríamos a sus artistas. La cinta casete nos intermedió. Desde adolescentes hasta adultos lo compraban en las ferias prescindiendo, incluso, de otros artículos. Los comerciantes competían desde sus puestos resonando para atraer a los jóvenes deseosos de conocer nuevos lanzamientos de sus artistas preferidos y de los favoritos del momento.

Los más jaraneros retornaban jactanciosos a sus lugares. Exhibían sus nuevos casetes estampados por las productoras, Lauro y Cóndor. Para ellos era un propulsor para cautivar a las jóvenes en los bailes nocturnos improvisados.

Los ch’etes (menores) intrusos nos ganábamos piedad de los mayores que bailaban. Terminábamos sensibilizando con nuestra inocente curiosidad y nos toleraban frentear a las radiograbadoras sonorosas. Unos casi de rodillas con las manos sobre los muslos y otros de cuclillas mirábamos asombrados sin temor a reprimendas.

Apuntábamos la vista al rodaje de los engranajes. La cinta se desenrollaba de la rueda derecha y se enrollaba en la izquierda. Rotaba rápida, mientras iniciaban las primeras piezas. Retorcíamos la mirada al carrete suministrador derecho que rotaba más lenta. Sus seis engranajes giraban y giraban. No perdíamos la vista a la casetera. Nos desinteresaba oír la musicalidad: los bailarines lo disfrutaban en parejas.

Mientras tanto, los chicos encandilados conjeturábamos en nuestras mentes. Creíamos que unos diminutos músicos ejecutaban desde algún rincón. Intentábamos introducirnos con nuestra imaginación al interior de aparato electrónico preguntándonos, ¿desde dónde esos minúsculos seres cantan sin pausa y repiten a pedido? Llevábamos la incógnita en resignado silencio.

En invierno, un desconocido radiotécnico itinerante llegó a casa. Reparaba radiograbadoras. Remplazaba frecuentes accesorios menores. Limpiaba al interior de los aparatos guardados como tesoros por los vecinos. Los curiosos chicos rodeábamos boquiabiertos al radiotécnico mientras desmontaba la caja. Nos esforzábamos ver qué accesorios producían los sonidos. A ningún ser en miniatura constatábamos por dentro como habíamos conjeturado. Mas bien, el técnico desmembraba chorros de polvareda con un pincel. Él les mostraba la suciedad a los dueños sonrojados.

En los bailes, los dueños de las radiograbadoras o del casete, nos daban la tarea de rebobinar la cinta. Con el popular bolígrafo Faber-Castell o hasta con una lámina de caña hueca girábamos con el brazo al casete. El rebobinado con el equipo: consumía más la energía de las pilas, entonces nos sentíamos útiles.

En una tarde me retiraba de la escuela. Conocíamos a un popular minero fornido apodado, troncone. Trabajaba en un campamento próximo a la comunidad. Él balanceándose bailaba solo en el camino, estaba ebrio. Sostenía en el hombro a su grabadora a todo volumen, le coreaba a su música con énfasis cuando le tocaba cantar: “Ay no quisiera saber de tu olvido. Acaso piensas que no estoy contigo. Deja tu orgullo y ándate conmigo”. Eran los éxitos de Los Kjarkas compuesto por Ulises Hermosa.

Los casetes nos causaron sensaciones inexplicables a los contemporáneos. Seguiremos sin desmenuzar, cómo el francés, Clément Ader pudo ingeniarse para inventar la primera emisión estereofónica en 1881. Quizá jamás visitaremos a los museos europeos y japoneses de las firmas musicales. Estos en 1954 habían sustituido por completo a las grabaciones monoaurales por el sonido estéreo. A mediados del ochenta en las comunidades el sonido “mono” todavía era común.

Las famosas compañías japonesas de radiograbadores, National Panasonic y Panasonic habían sido más populares que las americanas. Cómo entenderemos qué partículas y qué finas incisuras eran selladas sobre una cinta plástica grácil magnetofónica de tres milímetros. Qué provocaba para que esa cinta recorra entremedio de un pequeño rodillo de goma, de un cabezal brilloso y de una aguja metálica generando un sonido enigmático que produjo alegrías, gozos, melancolías y lloros. Quizá nadie nos explique. Eran años colmados de incógnitas irresueltas. Conocíamos una extraña tecnología que nos maravilló. El enigma convivía entre nosotros.

Wilbert Villca López es sociólogo





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