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Reportajes | 08/08/2020

La pandemia de la exclusión digital en las favelas de Brasil

La pandemia de la exclusión digital en las favelas de Brasil

Carla Samon Ros / Brasil 8|8|20

Especial para Brújula Digital

Thaís Nazaré, de 20 años, vive en Manguinhos, un barrio de la zona Norte de la ciudad brasileña de Río de Janeiro, que abriga numerosos asentamientos precarios, conocidos popularmente como favelas. Hace tres años que esta joven mantiene dos trabajos y además estudia para aprobar el examen de acceso a las universidades públicas del país. Pero con la llegada del coronavirus a Brasil, la suspensión de las clases presenciales y la falta de internet en casa, Nazaré vio amenazado su sueño de estudiar relaciones públicas el semestre que viene. 

“Estudio con el móvil, pero es muy difícil. Se apaga cada dos por tres. Además, aquí todo es muy ruidoso y tuve que disminuir mi ritmo de estudio”, explica la joven.

Vecina del barrio de Manguinhos, Brenda Aparecida de Oliveira, de 18 años, vive en la comunidad carioca de Jacaré y también es estudiante de los cursos de preparación para las pruebas de acceso a la educación superior. “Cuando teníamos clases presenciales, todo era más fácil” pero “a pesar de las dificultades de ahora, nunca pensé en desistir”, asegura.

Abandonar, sin embargo, fue la única salida de muchos otros estudiantes. Tan solo en el curso de Nazaré y Aparecida, que antes de la pandemia contaba con unos 30 alumnos, la asistencia en las clases virtuales cayó a una media de siete estudiantes. Según el profesor de la red municipal de Río de Janeiro Luan Ribeiro, esta evasión se debe a la inestabilidad emocional de los jóvenes, la carencia de facilidades tecnológicas, la ausencia de un ambiente adecuado para estudiar en casa y problemas financieros que obligan a muchos de ellos a trabajar para ayudar a sus familias.

“Les falta motivación para continuar estudiando porque seguir las clases online requiere de más disciplina, de silencio y concentración y muchos alumnos no tienen estos requisitos en las áreas periféricas, donde muchos viven en casas pequeñas con muchas personas, lugares muy ruidosos y con aglomeraciones”, lamenta Ribeiro.

Ante esta realidad y la falta de acciones públicas por parte de un gobierno que en un año y medio ya ha tenido cuatro ministros de Educación, un grupo de profesores, con el apoyo de la ONG Nossas, decidió crear en junio una campaña de recaudación de fondos para financiar el uso de internet a los alumnos residentes en las favelas del país.

“La idea surgió a partir de las necesidades de estos jóvenes de tener acceso a Internet” y fue “un éxito inesperado”, relata el profesor Ribeiro, quien participó de la creación y el desarrollo de esta iniciativa, bautizada como “4G para estudiar”.

Isabela Bello, de 25 años, es la coordinadora del proyecto y explica que, al principio, el objetivo era conseguir donaciones de hasta 100.000 reales (unos 18.860 dólares) para garantizar internet a 2.000 estudiantes durante un mes. “Pero llegamos a la meta en las primeras 12 horas y decidimos extender la campaña y finalmente logramos casi 600.000 reales (unos 113.200 dólares)”, asegura. Así, este movimiento solidario hizo llegar internet durante tres meses a unos 5.000 alumnos, entre los cuales figuran Nazaré y Aparecida.

“Antes, la conexión era muy mala, caía y siempre me perdía alguna parte de la clase, pero ahora con este nuevo chip ya no tengo estos problemas”, dice Aparecida. Para Nazaré, la campaña “4G para estudiar” supuso un antes y un después porque justo en febrero, poco antes de la llegada del coronavirus a Brasil, su padre se fue de casa y él, quien hasta entonces se había encargado de los pagos, “canceló el internet porque ya no sentía más la obligación de ayudar en este sentido”.

En Brasil, la desigualdad social y la exclusión digital son problemas crónicos. Pero la pandemia del coronavirus no ha hecho más que acentuarlos. El semestre pasado, el 77% de los alumnos inscritos en el examen que da acceso a la universidad no tenían acceso a internet. Así lo revela un informe publicado recientemente por el Instituto Nacional de Estudios e Investigaciones Educacionales Anísio Teixeira (Inep), según el cual el 46% de los participantes tampoco tenían ordenador en casa.

Las dificultades tecnológicas, sumadas a la necesidad de trabajar y el embarazo precoz, son las principales razones que llevan a la evasión escolar al 20% de los jóvenes brasileños entre los 14 y los 29 años. De acuerdo con el Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE), son más de 10 millones de estudiantes que cada año abandonan alguna de las etapas de la educación básica. Y, de todos ellos, el 71,27% son negros.

La diferencia racial es todavía mayor cuando se trata de la educación superior, que en Brasil sigue siendo un privilegio de pocos (y, en general, de blancos). Según el IBGE, el 36,1% de los jóvenes blancos entre los 18 y los 24 años estaban cursando o ya habían acabado los estudios superiores en 2018, un porcentaje que caía a la mitad (183 %) entre los brasileños afrondescendientes. Todo, sin olvidar que los negros representan más del 55% de la población del país.

Una de las voces más activas en la lucha contra el silencio del racismo académico en Brasil es la pedagoga paulista Jaqueline Conceiçao, una mujer negra que desde 2014 lidera el colectivo Di Jejê, la primera plataforma educativa dedicada a la formación antirracista y feminista en el gigante sudamericano.

“Yo soy una excepción entre los míos”, reconoce Conceiçao, quien ahora está acabando el doctorado en antropología social en la Universidad Federal de Santa Catarina. Según ella, “hay todavía muchas anomalías” en el sistema educativo brasileño, a pesar de la existencia de una ley federal que desde el año 1996 exige al Estado a garantizar el acceso a la educación básica universal. La poca representatividad de personas negras en las universidades, explica, la llevó a vivir de manera cotidiana episodios de violencia racial, tanto “explícita como simbólica”. 

“Aunque nací en un barrio de negros, pobre, periférico y con la cultura hip-hop, para mí esto nunca fue un marcador que me diferenciase de las personas. Pero empecé a sentirlo así cuando estudiaba el máster en la Universidad Pontificia Católica de Sao Paulo”, recuerda. Un día, dentro del ascensor de la facultad, una mujer blanca le dijo a Conceiçao: “Señora, ¿dónde está su uniforme? ¿Los de la limpieza ya no lo usan?”. Para aquella persona, la única forma de que una mujer negra como Conceiçao estuviera en el ascensor de una de las principales universidades brasileñas era trabajando en el servicio de la limpieza, nunca como una alumna y menos todavía como profesora.

“Este episodio no es aislado, es la norma”, asevera Conceiçao, quien necesitó de tres años de terapia para digerir las escenas racistas que vivió en la universidad. “Yo tenía el deseo de ser profesora universitaria, pero con estas experiencias llegué a dudar de si sería capaz”. Con el tiempo, asegura, aprendió que “nada de esto” era su culpa y ahora, las situaciones que años atrás la hacían “llorar”, las acompaña de sarcasmo y, si necesario, acude a la justicia.

Carla Samon Ros es periodista.



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