Entre las gestiones más éxitosas de la pandemia están la de la canciller alemana Angela Merkel o la de la primera ministra de Nueva Zelanda, Jacinda Ardern. Del lado de quienes han fracasado en luchar contra la propagación del virus destacan el presidente brasileño Bolsonaro o Donald Trump
De izqda a dcha: Boris Johnson, Jacinda Ardern, Jair Bolsonaro, Donald Trump y Angela Merkel. Diseño: Maria González
El Mundo |20|06|20|
R. Meneses / T. Aburto / N. López Blanco / A. Rojas
Angela Merkel
Curtida en la crisis financiera de 2009 y la de los refugiados de 2015, la canciller alemana ha manejado la pandemia con una mezcla de política de hierro y humanismo. La estrategia de comunicación de su Gobierno ha estado bien articulada y Merkel ha dosificado sus intervenciones públicas. Ha medido sus palabras y no ha utilizado, como Macron, el término "guerra", aunque sí dijo que Alemania afrontaba "la peor situación desde la II Guerra Mundial". Se ha resistido a imponer medidas de confinamiento duras como sí lo han hecho sus vecinos del Este y siempre ha puesto en el centro de la atención a la población de mayor riesgo, los ancianos, negándose a dejar a nadie atrás: "Aislar a los mayores para recuperar la normalidad tras el coronavirus es éticamente inaceptable". Con Europa, ha abogado por la solidaridad, pero sin dar su brazo a torcer en el tema de los eurobonos.
El primer ministro portugués ha llevado a su país al olimpo europeo de la gestión de la pandemia. Su secreto ha sido una respuesta temprana, decisiones valientes y un aumento del gasto sanitario del 18% desde que gobierna. Costa declaró el Estado de alarma con tan sólo 448 contagiados, frente a los 6.000 de España. También tomó decisiones en solitario, contra el parecer de algunos de sus ministros. La primera, confinar el país. La centralización del sistema político portugués le ayudó. También algunos puntos débiles, como ciertas deficiencias en infraestructuras de transporte que hacen que Portugal esté menos interconectado. La clase política portuguesa también ha contribuido a una gestión exitosa, optando por la unidad, la solidaridad y el sentido de la responsabilidad.
Dinamarca nunca tuvo que recurrir a un confinamiento estricto como hicieron algunos de sus vecinos. La razón fue, de nuevo, la toma de decisiones rápidas y contundentes: el cierre de fronteras. Tras esa medida estaba su primera ministra, Mette Fredericksen, que gobierna en minoría pero que ha conseguido doblegar la pandemia con menos muertos por habitante que todos sus vecinos, en especial Suecia, cuya estrategia fue la contraria. No son normas populares. Fredericksen ha recomendado a ciudadanos no viajar este verano a España (su mercado turístico favorito) para hacerlo a su vecino noruego, cuyas cifras de virus son similares a las suyas. Así trata de evitar una segunda oleada de la pandemía.
Ardern es, probablemente, de los pocos líderes mundiales que no se ha limitado a doblegar la curva de contagios, sino a eliminar el virus por completo, como ha logrado dentro del territorio de Nueva Zelanda. En los últimos días, los casos importados del Reino Unido han traído de vuelta al Covid, pero las líneas de contagio ya están trazadas de nuevo y 320 personas aisladas en cuarentena. Su fuerza fue la anticipación. Ardern no titubeó al tomar la decisión de cerrar Nueva Zelanda. No importaba que las cifras de contagios apenas superaran la centena de positivos. "Actualmente tenemos 102 casos, pero también Italia los tuvo una vez", dijo antes de cerrar fronteras. Así, en plena pandemia, una presidenta que había sido portada de revistas por su juventud y su dinamismo saltó a la prensa internacional por su previsión y tenacidad.
Taiwan ha sido un referente mundial por su gestión desde el comienzo de la pandemia de coronavirus, con sólo siete muertos y poco más de 400 contagios entre 23 millones de habitantes. Su presidenta, Tsai Ing-Wen, -que revalidó su mandato en las presidenciales de enero-, ha sido una de las líderes políticas más alabadas durante la crisis; no sólo por su gestión en el control de la propagación del virus en la isla, a pesar de su cercanía con el continente, sino porque ya el 31 de diciembre -según desveló el Financial Times- su Gobierno alertó sin éxito a la Organización Mundial de la Salud de la existencia de un extraño virus muy contagioso entre humanos en China. A pesar de sus rápidas y eficaces medidas de prevención y rastreo, que han sido alabadas y copiadas por otros países, Taiwan no participa en la OMS debido al bloqueo diplomático que le impone Pekín.
Corea del Sur ha sido otro de los países asiáticos protagonista por su exitosa gestión de la crisis, a pesar de haber registrado rebrotes ya controlados. Además de su rápida respuesta y el uso de la tecnología para rastrear los nuevos casos, la clave del éxito de las autoridades surcoreanas para frenar la propagación del virus en un primer momento fue la realización de test masivos. Con un total de 279 muertes y más de 12.000 contagios desde el inicio de la pandemia, los surcoreanos tuvieron ocasión de valorar la gestión del Gobierno ante la crisis sanitaria en las elecciones legislativas de medidos de abril, cuando el virus golpeaba con fuerza en Europa: respaldaron masivamente con sus votos al Partido Demócrata del presidente Moon Jae-in, con el dato de participación más alto de los últimos 28 años.
El rubio inquilino de Downing Street fue el primero en poner de moda la expresión "inmunidad de rebaño" como estrategia para conseguir que la epidemia se extendiera en su país y que fueran esos mismos contagiados los que, en un porcentaje mayor del 60%, acabaran con el virus en el Reino Unido. Para reconocer que se había equivocado tuvo que contagiarse él mismo y pasar unos días terribles, luchando por su vida, en una UCI londinense mientras que su asesor Dominic Cummings se saltaba el confinamiento una y otra vez. Con más de 40.000 muertos, Johnson no ha conseguido ni la inmunidad de rebaño ni unas cifras con las que pueda presentar una estrategia que no sea, en resumen, un sonoro fracaso.
Trump ha conseguido sortear a la prensa crítica, a las investigaciones políticas, a los grupos de presión y a la oposición. Y lo hizo gracias a su cuenta de Twitter, su gran altavoz y la manera que él tiene de comunicarse con sus seguidores. El problema es que a la pandemia le ha dado igual lo que el presidente tenga o no tenga que decir en la red social. Ha llegado a su país con la firme intención de expandirse, igual que en el resto del planeta, y dejar más de 120.000 muertos sin que haya encontrado demasiada resistencia en el magnate, más preocupado en relanzar la economía y en difundir información falsa sobre el virus desde el despacho Oval que en doblegar la curva de positivos.
El presidente de Brasil no respeta las reglas de confinamiento y lo ha demostrado en varias ocasiones con su presencia en manifestaciones sin mascarilla y sin mantener la distancia social con sus seguidores. Salió 'ileso' de las pruebas de coronavirus que le realizaron y defiende el uso de la cloroquina. Su oposición a la cuarentena le llevó a destitutir a su ministro de Salud, quien la defendía para evitar la propagación del virus. Ahora que Latinoamérica es el nuevo epicentro de la pandemia y Brasil el país más afectado (ya ha superado el millón de casos), albergando incluso uno de los cementerios más grandes de la región, Bolsonaro continúa con su campaña negacionista ("es una gripecita") y maquillando los datos de la pandemia. Tanto es así que los gobiernos de los 27 estados brasileños van a intentar hacer su propio recuento.
El 16 de marzo, un acuerdo entre 10 partidos políticos dejó atrás largas negociaciones sobre un futuro gobierno en Bélgica y dio a la primera ministra en funciones, Sophie Wilmès, "poderes especiales" para luchar contra el coronavirus. Sobre las ascuas de una élite política dividida, las medidas para frenar la Covid-19 cuajaron en una excesiva laxitud. El confinamiento, ya de por sí bastante permisivo, se relajó al cumplir 26 días de restricciones a la movilidad permitiendo los desplazamientos en coche y el 6 de abril, Wilmès no sólo permitió sino que recomendó hacer deporte o pasear al aire libre, aunque respetando la distancia de seguridad. La compra de mascarillas defectuosas, una desescalada sin red y la ausencia de presión política han marcado estos meses de gestión. El resultado ha sido que Bélgica es uno de los países con más muertes por millón de habitantes.
México combatió hace 11 años la gripe porcina, lo que hizo pensar a su actual presidente que combatiría el coronavirus con facilidad siguiendo aquella experiencia. Apostó por la inacción, no creyó en la cuarentena y vio caer su popularidad precisamente por su estrategia. A pesar de todo, el país comenzó el pasado 1 de junio su fase de nueva normalidad. Y, como en otras naciones, los datos oficiales se han puesto en duda. Una investigación periodística cuestionó los muertos registrados en Ciudad de México, señalando que podrían ser el triple de las reconocidas. López Obrador explicó que lo publicado en los medios formaba parte de una campaña de desprestigio. A las críticas y las protestas por la gestión, se suman las movilizaciones por la violencia policial.
Su frase "el virus es una señal de Dios" marcará para siempre la gestión de la pandemia del matrimonio Ortega-Murillo. No implantó restricciones de ningún tipo, es más, promovió actos masivos, y todavía niega los estragos del coronavirus en Nicaragua, cuando han muerto incluso integrantes de sus propias filas, como el "comandante cero", Edén Pastora, y el alcalde de Masaya, Orlando Noguera. Tal es la falta de datos, que es el Observatorio Ciudadano Covid-19 (compuesto por médicos y sanitarios) el que hace sus propias y alarmantes estimaciones de fallecidos e infectados. El organismo apunta que más de 60 médicos han perdido la vida. Ortega es contrario a la campaña "Quédate en casa" y la carencia de medidas en el país centroamericano para combatir el virus ha despertado la preocupación de entes internacionales como la Organización Mundial de la Salud.