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Política | 18/10/2025   02:58

|OPINIÓN|Voto en balotaje: pulsaciones defensivas y amígdalas inflamadas|Mauricio Antezana|

Reintroducir la reflexión en medio del ruido podría ser la actitud política más urgente. Pensar incluso cuando el corazón late como alarma. Recordar que sobrevivir no basta: también hay que volver a imaginar.

Foto ABI. Archivo.
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Brújula Digital|18|10|25|

Mauricio Antezana 

Por primera vez en su historia, la ciudadanía boliviana acudirá a las urnas para un balotaje. La obligación legal se convierte en un ejercicio de tensión democrática inédita. La decisión de elegir una opción electoral raramente es, o se comporta, como un acto puramente racional o puramente emocional. Más bien parece situarse en un terreno intermedio, movedizo, donde la razón se ve alterada por la emoción, y la emoción, a su vez, se racionaliza para justificarse. 

En América Latina –y con especial nitidez en esta nobel segunda vuelta en Bolivia–, el voto parece no explicarse tanto por factores diferentes entre la primera y la segunda vuelta, sino por la intensidad cambiante con que cada uno de esos factores se activa.

Diversos elementos sugieren que los factores que constituyen el voto en este balotaje –económicos, racionales, simbólicos, mediáticos y afectivos, entre los más visibles– se entrelazan de forma simultánea, a veces concurrente, a veces contradictoria.

Podría decirse que la primera vuelta ha funcionado como un laboratorio de preferencias, mientras que esta segunda se asemeja más a un ensayo de supervivencia. Pero incluso esa diferencia resulta inestable. En un contexto de crisis económica –marcado por la escasez de dólares, la falta de combustibles y el alza sostenida del costo de vida–, la emocionalidad no sustituye a la razón: la invade, la hierve, la vuelve un campo movedizo donde el cálculo se mezcla con el sobresalto. 

La racionalidad electoral pierde la distancia del análisis y se vuelve permeable a la ansiedad, la nostalgia o el miedo de perder lo poco que aún se percibe como estable. Cortisol y dopamina, o sus contrarios, se mezclan en el torrente colectivo con resultados inciertos.

Tal vez por ello, la neurociencia aplicada a la política sugiere que la amígdala –el órgano de nuestro cerebro encargado de procesar el miedo y la amenaza– actúa como árbitro silencioso de la conducta electoral. Cuando la incertidumbre domina, la mente política tiende a simplificar el menú a dos posibles movimientos: huir o resistir. En ese punto, el voto deja de ser una elección y se asemeja a un reflejo defensivo. Así, las y los electores intuyen que no están votando por el mejor futuro, sino por el menos amenazante. 

Algo similar debió ocurrir en el Perú de 2021, cuando el antivoto fujimorista pesó más que el programa de gobierno; o en la Argentina de 2023, cuando la “bronca antisistema” resonó más como un estallido de hartazgo que como una adhesión programática. Son contextos distintos, pero confluyen en una hipótesis: el votante tiende a deliberar emocionalmente y a racionalizar sus emociones después (Rene Bernal, Neurociencia del miedo político, 2025).

En Bolivia, esa racionalidad inflamada se combina con una emocionalidad anclada en la precariedad cotidiana. La sensación de pérdida de control –económico, institucional, simbólico– ha generado una ansiedad social difusa que nubla el análisis informado. Así, las campañas no solo compiten por votos, sino por narrativas de autenticidad: elegir aquella opción que los grupos de votantes perciben como más genuina, más “propia”, incluso si su discurso resulta contradictorio o se les antoja indisimuladamente falso. Autenticidad y visceralidad se vuelven sinónimos de verdad por el imperativo de creer en algo.

En este escenario, el impulso de “cancelar” al adversario –que deja de ser un contrincante para convertirse en una amenaza– cobra fuerza. Las y los ciudadanos, simbólicamente, se alinean en ejércitos identitarios más dispuestos a romper puentes que a tenderlos, como si la democracia fuera una trinchera antes que un espacio de convivencia.

Ambas campañas se movieron, con ambivalencias, entre la ruptura y el diálogo. Una sostuvo un tono de ruptura en su discurso público, pero tejió acuerdos con las tecnodirigencias corporativas y burocratizadas que aún conservan poder de decisión. Su estrategia se apoyó fuertemente en las redes sociales, donde la emocionalidad y la velocidad de propagación derrotaron a la argumentación sostenida.

La otra, en cambio, prefirió un tono de unidad y estabilidad, aunque matizado por ambigüedades calculadas. Apostó con mayor fuerza a los medios tradicionales, a la puesta en escena y al lenguaje de conciliación, intentando transmitir serenidad más que ruptura, pero también con acuerdos corporativos y sin escapar del clima general de desconfianza. Y, claro, cada una buscó afirmaciones territoriales y regionales.

Como advierte Daniel Innerarity (La política en tiempos de indignación, 2022), “la política contemporánea ya no busca convencer, sino emocionar con argumentos plausibles”. Y Steven Levitsky (Cómo mueren las democracias, 2018) recuerda que, en contextos polarizados, “las campañas se vuelven ejercicios de supervivencia institucional más que de competencia programática”. Ambas estrategias, en última instancia, parecen haber coincidido en un punto: la comunicación política dejó de ser un medio y se convirtió en el propio campo de batalla, donde se definieron tanto el miedo como la promesa del futuro.

A ello se suma el papel determinante de las redes sociales. En Bolivia, como en buena parte de la región, las plataformas digitales se han transformado en estructuras paralelas de legitimidad, donde las emociones circulan más rápido que los hechos y la identidad colectiva sustituye a la información verificable. “En la era digital –escribe Pablo Boczkowski en Hyperlinked Society (2024)– no se compite por verdad, sino por atención”. En esas arenas, cada mensaje descarga una emoción, cada rumor dispara una amígdala, cada algoritmo prolonga el reflejo de pertenencia.

No obstante, no todo se explica desde la química del cerebro o la arquitectura algorítmica. Cada elección reactiva una memoria colectiva: heridas, nostalgias, traumas y glorias que permanecen latentes en la conciencia social. Žižek (Living in the end times, 2011) ha señalado que “votar es afirmar una ficción que promete resolver nuestras contradicciones”. Tal vez esa sea la naturaleza profunda del voto actual: un intento de “corregir” la historia a través del gesto político más íntimo.

En medio de estas tensiones, la pregunta por la calidad de la democracia se vuelve indispensable. ¿Puede sostenerse un sistema representativo en un entorno emocionalmente inflamado? Guillermo O’Donnell (Democracia delegativa, 1994) advertía que estas democracias –las que logran sostenerse en la incertidumbre, como la boliviana– sobreviven no por su fortaleza ciudadana, sino a pesar de su debilidad institucional. Y Ernesto Laclau (La razón populista, 2005) añadía que el populismo es “el modo imperfecto en que las masas reclaman representación cuando el lenguaje institucional ya no las contiene”.

El balotaje boliviano estaría oscilando entre dos derivas: una reproducción ampliada de la polarización, que podría reinstalarse apenas termine la jornada electoral; o una recomposición democrática, en la que el miedo pueda transformarse en deliberación. La frontera entre ambas es delgada y volátil.

Elias Canetti, en Masa y poder (1960), recordaba que las masas “temen la dispersión tanto como la muerte”. En el voto de supervivencia, defensivo, ese temor adopta la forma de un deseo de cohesión: permanecer juntos, aunque sea en la incertidumbre. Pero esa misma masa –dice Canetti– puede aprender a pensar si escucha una voz que no la aterre, sino que la convoque.

Ortega y Gasset, en La rebelión de las masas (1930), definió la democracia como “el arte de convivir con los diferentes”. Tal vez, en tiempos dominados por la adrenalina y la hipersensibilidad, votar sin miedo sea el gesto más subversivo posible. No porque el miedo haya desaparecido, sino porque la serenidad –en una era de amígdalas colectivas inflamadas– se ha vuelto una forma de resistencia.

Hoy, en el país, parece agitarse también otro mar de fondo: estamos atrapados en un bucle histórico, en la sucesión de aperturas democráticas que, antes de madurar, son truncadas por regímenes autoritarios o dictaduras ignominiosas. Desde 1982, la democracia formal ha mostrado una sorprendente capacidad de resistencia, pese a los sobresaltos de 2003, 2004-5 y 2019. Aun maltrecha, ha conseguido recomponerse, quizá no por la inevitabilidad de su persistencia interna –una suerte de inercia civilizatoria que la mantiene viva–, sino por un entorno internacional poco propicio a regresiones autoritarias, más que por una convicción democrática extendida. Porque, en el fondo, las pulsaciones no democráticas persisten, laten y emergen cuando el miedo se disfraza de defensa.

Incluso el actual proceso electoral ha estado marcado por la zozobra hasta el último minuto. El probable cambio de ciclo político –que podría interrumpir formalmente una hegemonía de 20 años– ha potenciado la polarización social, étnica, ideológica y política. Hay analistas que sostienen que una de las candidaturas que compite en el balotaje está “embarazada de masismo”, aunque proclame independencia, renovación y entusiasmo patriótico; mientras que la otra, aparentemente opuesta, carga con la sospecha de pusilanimidad, incluso de haber pactado con el oficialismo el súbito agravamiento de la escasez de combustibles esta semana, en una maniobra ante la que el candidato rival se ha llamado a interpretar como tentativa de boicot al balotaje.

El país, así, se aproxima a su cita democrática como si asistiera a la final de un campeonato de fútbol, no festiva pero dramática. Los equipos están en cancha, enguerrillados, listos para jugarlo todo. Las hinchadas, fervorosas y tensas, no solo quieren ganar: parecen también preparadas para no aceptar la derrota. No hay favoritos, sí abrazadoras desconfianzas. En las tribunas, el entusiasmo se mezcla con la prevención. Las pasiones están al rojo vivo y, como en todo partido de infarto, cualquier chispa puede incendiar el campo. Este es el clima del voto defensivo: un voto que no elige tanto como se protege, que no afirma tanto como se defiende.

Y si así están las cosas, cabe preguntarse: ¿qué garantías tenemos de que los próximos torneos –las futuras elecciones subnacionales, los nuevos ciclos institucionales– se disputen bajo reglas estables y respetadas? ¿Qué sucedería con la democracia si, en un extremo que en este momento parece imposible, una de las hinchadas decidiera desconocer los resultados?

Esa es, acaso, la metáfora más inquietante del presente: un partido donde todos se sienten en riesgo, donde nadie confía plenamente en los cauces que seguirá el “día después”, y donde el deseo de ganar y reducir a cero al contrincante podría anular el sentido mismo del partido. 

La democracia boliviana se juega, una vez más, su propia final. Podría salir fortalecida si logra transformar esta tensión en conciencia crítica y este miedo en deliberación; o podría repetir el ciclo perverso que la ha perseguido por décadas. El desenlace, como en toda final que se define en penales rabiosos, dependerá menos de la fuerza del disparo que de la serenidad del gesto. Y de si, al terminar el partido, los jugadores y las hinchadas aceptan seguir jugando, aunque enfrentados y con otros rivales más la próxima temporada.

Reintroducir la reflexión en medio del ruido podría ser la actitud política más urgente. Pensar incluso cuando el corazón late como alarma. Recordar que sobrevivir no basta: también hay que volver a imaginar.

Mauricio Antezana Villegas es docente universitario.



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