Resulta muy significativo que al presente el candidato Jorge Tuto Quiroga, con el lacónico acuerdo de Rodrigo Paz y como si estuviera programáticamente poseído por Melgarejo, esté postulando un nuevo proyecto de exvinculación de la tierra.
Alejandro Almaraz
Comenzando la segunda mitad del siglo XIX, el sanguinario y pintoresco general Mariano Melgarejo fue precursor del proyecto estratégico “modernizador” que el estado boliviano adoptó con la exvinculación de la tierra indígena. En simplificada síntesis, la exvinculación consistió en despojar a las comunidades indígenas andinas de sus tierras (territorios) ancestrales, para entregarlas al mejor postor (que en cínica teoría podían ser individualmente los propios comunarios) en propiedad privada individual. El dominante pensamiento “liberal” de entonces, declaraba que solo habría “adelanto” si se sacaba la tierra de las “manos muertas” de la “barbarie”. Se trataba pues de disolver la entidad social de la barbarie: la comunidad ancestral, el ayllu, despojándola de la base material de su existencia y reproducción.
Matando dos pájaros de un tiro, se convertiría ese hábitat despojado en la “maravillosa” mercancía que traería modernidad y prosperidad a la patria. Pero Melgarejo y sus “liberales” perdían de vista que esas “manos muertas de la barbarie”, en las tierras que pudieron conservar frente al avasallamiento colonial, con sus “bárbaras” técnicas productivas tradicionales, y con su trabajo comunitario, alimentaban a casi toda la población nacional y, además, con su tributo eran la principal fuente de las contribuciones fiscales.
Caídos Melgarejo y su exvinculación (que no tuvo mayor resultado que la masacre de las comunidades del altiplano paceño), el presidente Tomás Frías retomó el proyecto con idéntica finalidad, y estás vez sí perduró por más de medio siglo como fundamento de las políticas agrarias del Estado boliviano. Muy al contrario de lograr la proclamada modernización del país, agigantó su principal ancla premoderna: las estructuras serviles, feudales y patrimonialistas consumatorias de la dominación colonial y fundadas en el desprecio racial.
En efecto, en las tierras exvinculadas no se crearon unidades productivas modernas, sino que se amplió el patrimonio latifundiario del señorío clientelar, tan liberal en sus palabras como medieval en su realidad. Las comunidades fueron nuevamente despojadas, quebrantando la propia ley exvinculatoria, con la legitimidad de la masacre, y, sin dejar de vivir, producir y resistir como comunidades, tuvieron que trabajar gratuitamente en las mismas tierras de sus ancestros en las que ya no tenían derecho alguno, para los patrones que los fusiles del Estado boliviano les habían llevado por todo progreso, modernidad y libertad.
También la Reforma Agraria de 1953, a su modo y testimoniando la continuidad colonial del Estado boliviano, asumió la disolución de la comunidad tradicional como condición de la modernización del país o, al menos, su inevitable resultado. Ya no se la nombraba como barbarie, liberales y marxistas, en “revolucionaria” coincidencia, la descalificaban por “primitiva”, “inviable” y “agónica”.
Por eso la Reforma Agraria convalidó el despojo exvinculatorio, negó el derecho a la propiedad agraria a gran parte de los pueblos indígenas de las tierras bajas, e individualizó en general la distribución de la tierra. Los mismos propósitos básicos de la exvinculación terminaron en casi la misma frustración, especialmente respecto a la anhelada modernización capitalista de la producción agraria. Así, el Estado revolucionario distribuyó a los colonos de las haciendas afectadas títulos de propiedad individual sobre la tierra productiva de la respectiva hacienda, sintiendo que con ellos entregaba un infalible boleto a la modernidad y a la prosperidad. Los colonos individualmente titulados, lejos de ejercer el derecho de la “sagrada” propiedad privada plena, perfecta y reluciente que se les había otorgado, lo emplearon como resguardo jurídico para restablecer su tradicional dominio comunitario de la tierra. Más aún, pasadas algunas pocas décadas, demandaron masivamente al Estado que todos esos títulos individuales se integren en un solo título comunitario.
Resulta pues muy significativo que al presente, el candidato Jorge Tuto Quiroga, con el lacónico acuerdo de Rodrigo Paz y como si estuviera programáticamente poseído por Melgarejo, esté postulando un nuevo proyecto de exvinculación como es el inequívoco sentido profundo de individualizar la propiedad comunitaria de la tierra. Esta vez, los argumentos exvinculatorios son notablemente escasos y falases. Ha dicho Quiroga que “lo que es todos es de nadie”, sugiriendo que el patrimonio comunitario no se protege adecuadamente, lo que es totalmente opuesto a la realidad.
Múltiples estudios en el mundo y en el país demuestran que los espacios donde está mejor conservada la biodiversidad, al margen de las áreas protegidas, son precisamente los territorios indígenas. Más aun, en la perspectiva de su ponderada venta de bonos de carbono, mientras la propiedad individual de la tierra en los espacios cuya protección permita vender tales bonos, inviabilizaría o dificultaría en extremo los respectivos proyectos, la propiedad comunitaria sería una condición netamente favorable, como lo acreditan diversas experiencias en el mundo.
Se ha dicho también que la propiedad agraria debe individualizarse para poderse “heredar”. Esta es una impúdica exhibición de ignorancia. Se desconoce que en todas las comunidades existen derechos individuales de uso exclusivo de determinadas superficies del patrimonio comunal, y que la normativa comunitaria que rige el uso y distribución de la tierra al interior de las comunidades, de acuerdo al mandato legal, ha venido garantizando, sólida e invariablemente, la transmisión hereditaria de esos derechos individuales.
Por último, el senador Branco Marincovic, en el acto público que sellaba la incorporación de los interculturales arcistas al electorado tutista, ha dicho que se debe individualizar la propiedad agraria para poder obtener crédito hipotecario. Pero es un engaño, ya que la banca no acepta financiar las actividades agrícolas por mucha hipoteca de la tierra que se le ofrezca. Así, el sector empresarial (que posee títulos individuales e hipotecables), e incluso varias propiedades comunitarias, han venido financiando tales actividades con una suerte de venta anticipada de la producción a las empresas comercializadoras. Al margen de ello, las propiedades comunitarias, dados su carácter social y potencialidades de preservación ambiental, tienen posibilidades de crédito concesional (de la cooperación internacional y el propio Estado), que no tienen las propiedades individuales.
En las propiedades comunitarias, además de poderse resolver los asuntos mencionados, se han logrado importantes y muy diversas realizaciones en el campo de la producción sostenible. Estas van desde la mayor parte de la producción de quinua, hasta el desarrollo pionero de la agricultura sin quema en Beni, pasando por el exitoso eco-turismo en el norte paceño. Lo que no se puede hacer con las propiedades comunitarias es, precisamente, lo único que los neo-exvinculadores quieren que se haga con ellas: venderlas.
En un pronóstico optimista desde esta perspectiva mercantilizadora, las tierras comunitarias serían compradas a pedazos, y al precio de minibuses chutos, por interculturales y traficantes de tierras que luego, con el consabido rédito especulativo, las venderían al gran capital. Y si la CPE y la ley lo impiden, es recogiendo la prolongada y uniforme demanda indígena-campesina ampliamente respaldada por la sociedad boliviana.
Si Melgarejo contó con la persuasión de los fusiles para exvincular, Tuto (y eventualmente Paz) cuenta con la del dinero, aún más eficaz que aquella si interviene sobre la desigualdad abismal que relaciona la riqueza (y poder) del capital transnacional con la vulnerabilidad de las comunidades rurales bolivianas. Pero fracasará como melgarejo, y todos los demás exvinculadores de la historia, frente a la indoblegable voluntad de las comunidades de seguir existiendo en los territorios de sus mayores. Estas, no permitirán la disolución de su patrimonio territorial, y consiguientemente de sí mismas justo cuando, después de largas y heroicas luchas, recién acaban de conquistar su pleno reconocimiento estatal. El gravísimo peligro está en que en el intento, impulsado por los bríos “libertarios”, se repongan el conflicto y la violencia de los que tanto nos urge terminar de salir.
Alejandro Almaraz fue viceministro de Tierras.