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Política | 12/10/2025   07:04

|OPINIÓN|Juventud, cultura de masas e infantilismo|H. C. F. Mansilla|

Es arduo encontrar algo espontáneo y romántico en la cultura popular, como lo propugnan ahora los apologistas del postmodernismo. El individuo como ser autónomo se convierte en algo residual e ilusorio; ninguna democracia que merezca ese nombre puede realizarse con ovejas.

Un movimiento juvenil en 1968. Foto RRSS
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Brújula Digital|12|10|25|

H. C. F.   Mansilla

Las principales pautas de orientación de los jóvenes en la actualidad son las modas dictadas por los medios masivos de comunicación. Esto ha sido así a lo largo de los últimos 150 años, pero lo específico de la situación contemporánea reside en su alcance casi universal y en su inclinación materialista. Los jóvenes del presente se consagran al consumismo acelerado, al hedonismo mercantilizado, a la indiferencia política y a la falta de ideales altruistas. Estas tendencias sobrepasan fácilmente las diferencias y las barreras que antes significaban los estratos sociales, los orígenes étnicos y las prácticas religiosas.

Mario Vargas Llosa afirmó que la cultura juvenil celebra la “frívola levedad de la vida” en todo el planeta. El rol central corresponde al consumo de alcohol y drogas y a la indiferencia por asuntos públicos. Según Vargas Llosa, los jóvenes de nuestros días no desprecian la cultura porque ni siquiera se han enterado de que existe. 

Esta es, manifiestamente, una exageración, pero lo que sí es cierto es que, por ejemplo, hoy los jóvenes acuden a las universidades para seguir carreras comerciales muy alejadas de la investigación científica y de los genuinos esfuerzos intelectuales. El interés de ellos es claramente tecnocrático: prefieren carreras convencionales y estudios rutinarios que posteriormente les brinden un acceso privilegiado a la burocracia estatal y a las empresas privadas. Parece que otros problemas –la cultura propiamente dicha, el destino del ancho mundo, las amenazas ecológicas, la fealdad de las grandes urbes, la ética social– están muy alejados de sus preocupaciones cotidianas.

Estas afirmaciones poseen obviamente un carácter generalizador y, como tales, simplifican una realidad más variada y compleja. La rebelión juvenil–estudiantil de 1968 nos mostró, por ejemplo, que la juventud tenía valores normativos que la distinguían de la actual. La juventud de entonces representaba una edad hermosa por varios motivos, no solo a causa del aura misteriosa y estética que ilumina los años juveniles.

Aunque de manera efímera, en los jóvenes de aquella época se encendió el fuego de la utopía y la revolución. La generosidad y el desprendimiento constituían rasgos valiosos de su carácter. La mentalidad juvenil aún se hallaba abierta hacia los tesoros del conocimiento y la cultura. Es obvio que hablo del pasado, embellecido probablemente por la distancia y la nostalgia. Lamentablemente los jóvenes de entonces acariciaron también quimeras y sueños que resultaron favorables a regímenes totalitarios, como la China de Mao y la Cuba de Castro. 

Lo más rescatable de aquella juventud era su curiosidad hacia otros mundos, es decir, el deseo desinteresado de ampliar sus conocimientos. Todavía era usual el admirar las grandes obras del arte y la literatura. ¿Quién entre los jóvenes lee ahora obras de literatura o visita voluntariamente un museo? Muy pocos, por cierto. Entonces flotaba un resto del clásico vínculo entre eros y logos: la liberación sexual andaba de la mano de posiciones políticas progresistas. Luego todo esto fue uniformado, desnaturalizado y envilecido por la globalización comercializadora y por la inclinación al autoritarismo que han invadido el planeta.

En el presente las modas juveniles poseen una fuerte incidencia sobre el terreno de las relaciones públicas y la conformación de la democracia contemporánea. La expansión de las actuales pautas recurrentes de comportamiento, que tienden a aplanar los valores colectivos de orientación y a uniformar las ideologías, predispone al advenimiento de un nuevo autoritarismo. 

La cultura colectiva está hoy prefigurada por formas juveniles que promueven conductas de marcado carácter infantil e infantilista, sobre todo mediante la inclinación a simplificar temáticas complejas. Estos rasgos son constitutivos del modelo civilizatorio juvenil de nuestros días, y se han convertido en fenómenos propios de la democracia moderna. 

La actual cultura juvenil está basada en una cierta democratización en el acceso a los bienes culturales. Es imprescindible mencionar el otro lado paradójico de este proceso: la expansión de la cultura se paga con el empobrecimiento de la misma. Por ello hay que recordar las secuelas de la industria de la cultura sobre los individuos en cuanto actores socio–políticos: la disminución de la sensibilidad y la espontaneidad de la persona, el atrofiamiento de la fantasía y la merma en la capacidad de reflexión. No quiero decir que estos sean atributos característicos e inevitables de la juventud contemporánea, pero no hay duda de que ahí se los puede detectar vigorosamente.

En su conjunto, la industria de la cultura es conservadora en el sentido de preservar el status quo político–cultural de un momento dado: así ejerce, indirecta pero efectivamente, funciones de poder, creando sobre todo dilatadas lealtades de las masas con respecto a valores que no son puestos en cuestionamiento. La industria de la cultura manipula y deforma las necesidades de la población, no solo en el campo del consumo masivo, sino también en el terreno de las alternativas programáticas. 

Es arduo encontrar algo espontáneo y romántico en la cultura popular, como lo propugnan ahora los apologistas del postmodernismo. El individuo como ser autónomo se convierte en algo residual e ilusorio; ninguna democracia que merezca ese nombre puede realizarse con ovejas.

H. C. F.   Mansilla es cientista político y filósofo.



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