Los candidatos ya no debaten; confiesan, niegan o piden disculpas, como en esas batallas de streaming donde el público vota con el pulgar, el corazón o la cara triste, y el premio no es un viaje a Cancún ni un lote de diamantes virtuales, sino el sillón presidencial.
Brújula Digital|09|10|25|
Marco Agramont
La segunda vuelta presidencial en Bolivia ya no se parece a una elección democrática, sino a una transmisión en vivo de TikTok o a un capítulo extraviado de Black Mirror. En la pantalla no desfilan estadistas con proyectos de nación, sino concursantes de un reality político donde la inocencia se mide con emojis y el futuro del país se decide a golpe de reacciones digitales: el pulgar arriba condena, el emoticón de corazón absuelve, el de lágrima conmueve.
Los candidatos ya no debaten; confiesan, niegan o piden disculpas, como en esas batallas de streaming donde el público vota con el pulgar, el corazón o la cara triste, y el premio no es un viaje a Cancún ni un lote de diamantes virtuales, sino el sillón presidencial.
Los datos, por desgracia, son más tercos que los eslóganes. Latinobarómetro 2023 registra que 76% de los bolivianos cree que todos los políticos son corruptos y 72% no confía en la justicia; y, sin embargo, 63% sostiene que la democracia sigue siendo la mejor forma de gobierno. Para completar la paradoja, en 2024 un 62% dijo informarse primero por redes sociales, ese territorio donde el rumor pesa más que la prueba y un "me gusta" vale más que un expediente. Con estos números, la campaña deja de ser un debate y se vuelve un plebiscito de sospechas.
Todos han sido golpeados por la sospecha, como personajes de una tragicomedia cuya trama ya no distingue entre ficción y política. Edmand Lara, que alguna vez denunció corrupción en la Policía, ahora se enfrenta a la peor ironía: ser acusado de aquello que combatía. No hay pruebas firmes, apenas titulares, pero en el tribunal de las redes eso basta. En la pantalla de Inocencia Live, su foto aparece con un gran cartel: "¿Denunciante o corrupto?", y el público decide, no un juez, sino un enjambre anónimo que presiona el pulgar arriba con el mismo desparpajo con que reparte corazones a un video de gatitos.
A Juan Pablo Velasco le toca el rol de villano virtual. Lo persiguen los tuits racistas de 2010 al 2012, confirmados por plataformas como Bolivia Verifica y ChequeaBolivia, que pueden dar fe técnica de una cuenta, pero no de un alma.
Él lo niega, habla de guerra sucia, y algunos analistas, esa cofradía de la ocurrencia televisiva, lo invitaban a pedir disculpas como si la política fuera un concurso de karaoke. Pero nadie se pregunta lo esencial: ¿y si ni siquiera fue el autor material?, ¿y si alguien más escribió desde su dispositivo?
En la aldea digital nadie sabe quién está detrás de un teclado. Sin embargo, en este reality no importa: pulgar arriba para culpable, corazón para inocente, lágrima para pedir perdón, carita feliz para alentar. Como en esas encuestas improvisadas de Facebook, donde la democracia queda reducida a tres emojis. Si esa lógica se impone, lo legal quedará sepultado por lo mediático: aun si los verificadores certifican que una cuenta emitió ciertos mensajes, de ahí no se deriva, per se, que una persona de carne y hueso sea culpable sin un debido proceso.
Jorge Tuto Quiroga encarna al personaje ambiguo, ese que nunca queda claro si es héroe o traidor. Lo acusan de haber hecho huir a Evo Morales en 2019. Rodrigo Paz lo resucitó en CNN, insistiendo en que se investigue quién le puso el avión. Pruebas no hay, solo relatos, sospechas, murmuraciones que se repiten hasta volverse verdad mediática. En Inocencia Live su rótulo reza: "¿Gestor de transición o encubridor de la impunidad?", y el público, con un clic, dicta sentencia.
Rodrigo Paz, en cambio, juega un papel distinto, casi novelesco. No solo arrastra procesos abiertos de su gestión en Tarija; además cultiva la manía literaria de inventarse interlocutores para cada intervención. Primero fue Benjamín, el taxista paceño que condensa veinte años de historia nacional en un solo itinerario de voto; luego Marcos Morales, comerciante de Sica Sica que roza el contrabando y, milagrosamente, dicta la política económica de un país. En cada entrevista emerge un nuevo personaje, tan oportuno como improbable, que repite con obediencia lo que el candidato quiere decir. Da la impresión de que, más que un senador, Paz es un cuentista que arrastra su elenco de criaturas a los sets de televisión. Quizás lo que falta es que en el próximo foro no lo escolten sus asesores sino Benjamín y Marcos, para que el espectáculo sea completo: el candidato rodeado de sus voces imaginarias, explicando el país como si fuera una fábula de barrio.
El problema de fondo es que esta tragicomedia digital devora el principio de inocencia y lo sustituye por la presunción de culpabilidad. Aristóteles enseñaba que no basta con ser virtuoso: hay que parecerlo. Pero en Bolivia ya ni eso; ahora basta con parecer sospechoso para ser tratado como culpable. Lo mediático sepulta lo legal, y la política se vuelve un circo donde la gente aplaude linchamientos como si fueran finales de campeonato.
El espejo internacional refuerza la lección. Donald Trump, hoy presidente de Estados Unidos, fue objeto de múltiples causas judiciales antes y después de las elecciones, pero ninguna limitó su derecho a participar ni a gobernar. El respeto al debido proceso, con todas sus demoras y apelaciones, prevaleció sobre la presión mediática. Joe Biden, en pleno ejercicio de funciones, también ha estado bajo investigaciones relacionadas con los negocios de su hijo. Nadie pidió que confesara en un plató ni que se disculpara en una red social: se dejó que las instituciones hicieran su trabajo. En Europa ocurre lo mismo: Berlusconi en Italia sobrevivió a juicios interminables, Fillon en Francia cayó por un caso judicial abierto en campaña, y Macron sigue gobernando pese a denuncias que nunca prosperaron en tribunales. Los medios investigan, la opinión pública presiona, pero la última palabra la tiene la justicia.
Bolivia corre el riesgo de convertirse en una democracia degradada, donde la legitimidad no la da el voto ni la justicia, sino el escándalo. Todos los candidatos están bajo sospecha: uno por corrupción policial, otro por racismo digital, otro por haber facilitado una fuga, otro por obras tarijeñas inconclusas y consejeros de contrabando. Mientras no haya sentencia firme, debe prevalecer el principio de inocencia. De lo contrario, caeremos en la tentación de transformar la democracia en un circo de sospechas, donde la política no es un acto de confianza, sino un espectáculo morboso. Y el ciudadano, en vez de elegir a su presidente, terminará eligiendo al próximo condenado en una grotesca democracia convertida en reality show.
Marco Agramont es abogado.