Tanto el personaje Stanley Motss en la película Wag the Dog como el asesor boliviano Andrés Torrez caen en la misma trampa: querer ser reconocidos públicamente por su trabajo. Esa necesidad de validación –la “búsqueda de gratificación simbólica”– termina provocando su caída o “muerte política”.
Brújula Digital|05|10|25|
Luis Chucho Miranda
El refrán inglés “wag the dog” –literalmente “mover la cola” o “la cola que mueve al perro”– describe una situación en la que un detalle secundario (la cola) ejerce un control desproporcionado sobre un asunto más grande y relevante (el perro). En política, el término se usa para señalar estrategias de distracción, como cuando se crea una crisis militar ficticia para desviar la atención de un escándalo.
En la política, como en el cine, hay personajes invisibles que sostienen la trama, crean escenarios, escriben guiones y fabrican héroes. Son los titiriteros de la realidad. Pero hay momentos en que ese titiritero decide salir de entre bambalinas y reclamar el escenario. Es entonces cuando, como reza el viejo refrán, “el pez muere por la boca”.
La película Wag the Dog (Barry Levinson, 1997) es una sátira de este dilema. Su personaje más fascinante, Stanley Motss –interpretado magistralmente por Dustin Hoffman– es un productor de Hollywood llamado para “producir” una guerra ficticia que distraiga al electorado de un escándalo sexual presidencial. Motss, artesano del espectáculo, logra su objetivo con precisión quirúrgica: crea guerras, héroes, imágenes, canciones, leyendas y salva al presidente. Pero comete un error que no es técnico, sino psicológico: quiere que se le reconozca. “Este es mi mejor trabajo”, repite. Su necesidad de crédito es tan intensa que amenaza con hacer pública su participación. Y así sella su destino: Los informes de la CIA (su contratista) dan como causa de su muerte un “ataque al corazón” (léase: es eliminado) antes de poder contar su verdad. El titiritero, al querer ser protagonista, se convierte en víctima de su propio teatro.
La política boliviana acaba de ofrecer un caso con ecos inquietantes de Motss: el analista y asesor Andrés Torrez. Jefe de campaña y uno de los estrategas del sorpresivo ascenso de Rodrigo Paz en las elecciones 2025, Torres fue artífice de un resultado inesperado que llevó al candidato a la segunda vuelta. Pero, en una seguidilla de errores y exabruptos –desde ofensas desafortunadas a comunidades sensibles hasta enfrentamientos públicos con sectores corporativistas de transporte– se volvió noticia, no ya por su ingenio, sino por su carácter. Se convirtió en vocero, en figura pública, en rostro de transición. En otras palabras: dejó de ser la sombra para ser el foco. Y cuando su visibilidad empezó a pesar más que su aporte, el partido decidió apartarlo. No fue un “ataque al corazón”, pero sí una muerte política: expulsado de la campaña que él mismo había impulsado exitosamente.
El paralelismo es incuestionable. En determinado momento de la historia, cuando el éxito es evidente, Motss y Torrez comparten la misma pulsión: el deseo de reconocimiento. Ambos lograron hazañas –uno en la ficción, otro en la realidad– pero no se conformaron con el éxito invisible. Necesitaban que se supiera que “eran ellos”. Como si en el fondo creyeran que, si no se dice, no existe.
En ese gesto de mostrarse ante la opinión pública jugaron su suerte. La ambición de exposición se convirtió en un motor impulsivo más peligroso que una bala en la boca: un suicidio civil, político y hasta humano.
Desde la psicología política, este impulso tiene nombre: búsqueda de gratificación simbólica. Es el combustible del ego en entornos donde la fama es moneda.
“Un asesor exitoso que permanece en la sombra rara vez obtiene reconocimiento popular; su recompensa suele ser poder silencioso, influencia discreta, contratos futuros”.
Pero quien se lanza al escenario busca algo más: legitimidad pública, gloria inmediata, incluso inmortalidad simbólica. El problema es que la política es un campo donde las luces encandilan y los errores se magnifican. Un comentario fuera de tono, un gesto ofensivo o mal interpretado, un arranque de ira, todo queda registrado, viralizado, devuelto con intereses y multas. Lo que pudo ser ascenso se convierte en caída libre.
En marketing político, esto es una regla de oro: “El estratega no eclipsa al candidato”.
Un asesor es exitoso en la medida en que permanece invisible, no porque carezca de talento, sino porque su visibilidad desplaza el centro de la narrativa y pone al candidato en sombra. Por eso los grandes “spin doctors” del mundo, desde Karl Rove en EEUU hasta Joao Santana en Brasil, manejan su perfil con disciplina: hablan poco, aparecen poco, controlan mucho. Quien rompe esa regla se expone al castigo del sistema que ayudó a construir.
Pero la pregunta de fondo no es técnica, sino existencial: ¿Qué es mejor? ¿Morir por la boca, como el pez, buscando reconocimiento efímero, o actuar en el anonimato de las sombras, como el titiritero, construyendo gloria ajena? ¿Vale más el crédito vago y momentáneo o la gloria anónima y duradera?
La respuesta depende del deseo humano más profundo: trascender. El ser humano quiere ser reconocido, nombrado, recordado. La gloria anónima es poder, pero no posteridad. La visibilidad es riesgo, pero también inmortalidad.
Motss muere, pero su obra vive en la película como símbolo. Torrez cae, pero su papel en el ascenso de Paz queda inscrito en la memoria de campaña. Ambos, en cierto modo, logran lo que querían: ser parte del relato, aunque les cueste la vida política.
Quizás ese sea el destino del titiritero moderno: decidir si su obra importa más que su nombre, o si su nombre merece arriesgar la obra. La historia, al final, suele premiar con gloria eterna al que se expone y paga el precio. Pero también olvida a los titiriteros invisibles, aunque sin ellos nada sería posible.
Como escribió alguna vez un filósofo: “Todo hombre mata lo que ama”.
En política, todo asesor que ama demasiado la luz mata su sombra. Y es en esa paradoja –entre brillar y desaparecer– donde se juega la verdadera tragedia del pez que muere por la boca.
Luis Chucho Miranda es comunicador social.