La caída en manos paraguayas del emblemático fortín ocasionó el cruel despertar de Bolivia a la realidad de una contienda que muchos la daban por fácilmente ganable, acabando así con la errada idea sobre el real potencial de nuestro Ejército y la supuesta inferioridad del enemigo.
Brújula Digital|01|10|25|
Raúl Rivero
El cerco y la caída del emblemático fortín Boquerón, ocurridos hace 93 años, marcó a fuego al país. Por un lado, el heroísmo demostrado por sus defensores –incluso, un medio de prensa extranjero lo comparó con la batalla de las Termópilas– , llenó de orgullo a los bolivianos; por otro, su pérdida mostró descarnadamente las insalvables limitaciones del mando castrense que, con muy puntuales y honrosas excepciones, las sufrió el país hasta el final de los tres años de guerra con el Paraguay.
Esta tragedia puede ser resumida en tres actos.
Acto primero – “Boquerón es inexpugnable”
Luego de las represalias por la pérdida de la laguna Pitiantuta –bautizada “Chuquisaca”, por las tropas bolivianas que se hicieron de ella en junio de 1932– la primera prueba a que se vería sometido el Ejército de Bolivia fue el cerco del fortín paraguayo Boquerón, arrebatado a fines de julio a su rival del sudeste. Empero, su defensa, antes y durante el cerco, nuevamente puso en evidencia las disensiones entre los mandos militares y de éstos con el capitán general del Ejército. Esas diferencias se arrastraban desde el golpe de junio de 1930, que acabó con el sueño prorroguista de Hernando Siles, dividiendo irremisiblemente al Ejército, contaminando con ese mal al seno del nuevo gobierno democrático encabezado por Daniel Salamanca, que asumió la Presidencia de Bolivia en marzo de 1931.
Como bien se anota: “Boquerón adquirió inmediatamente la significación de un objetivo militar de importancia capital, sin que exista, empero, un motivo capaz de justificar tal particularidad” (Alvéstegui, Salamanca. Ed. Canelas, T.4:76). Paraguay hizo cuestión de honra nacional el recuperar ese fortín; entretanto, Bolivia replicó asumiendo su conservación a cualquier precio.
Fracasados los empeños de los países mediadores por llevar el conflicto del Chaco a la mesa de negociaciones, parecía que el único escenario para dirimir la posesión de ese territorio era el de las armas, resultando Boquerón el primer escenario de enfrentamiento a gran escala
Confiado en los trabajos de fortificación encomendados al mayor Germán Jordán –los que posteriormente se mostraron útiles para el sostén del menguado grupo de defensores del fortín – el comandante de las tropas asentadas en el Chaco, general Carlos Quintanilla, muy ufano, afirmó que el recinto era “casi inexpugnable”.
Empero, fue el Presidente Salamanca el primero en apreciar que su exitoso sostén no sólo dependía de la calidad de esos trabajos y el valor de sus defensores, sino que, y en mayor medida, de las tareas a ejecutarse para mantener expedita la comunicación con los otros puestos militares, distribuyendo para ello tropas, transportes y vituallas en los alrededores, como se lee en su cifrado 1572, despachado al estado mayor general el 14 de agosto, fecha temprana y suficiente para tomar esos recaudos.
Al retransmitir ese cifrado al comando en el Chaco, el general Filiberto Osorio, en el afán de deslindar su criterio del expresado por el presidente, anota al final del mismo la siguiente advertencia: “Esta es apreciación de Presrepública”, quitándole así el respaldo de la jerarquía militar a tan atinada sugerencia; por lo que, ni Quintanilla ni su jefe de estado mayor, David Toro, la tomaron en cuenta.
La inminencia del ataque a Boquerón se ve reforzada por informes recibidos de agentes bolivianos en el exterior, por lo que Salamanca pide concentrar en ese sector el grueso de las fuerzas humanas y materiales disponibles. Empero, Quintanilla, respaldado por Toro, disiente, afirmando que ese fortín sería objetivo secundario para los paraguayos y, más bien, solicita autorización para atacar Nanawa-Ayala e, incluso, Isla Poi, centro de aprovisionamiento del ejército enemigo, amenazando con renunciar si no se autorizaban esos ataques y advirtiendo, además, que tal negativa ocasionaría una “depresión moral” en las tropas.
Visto lo que pasó después, son inentendibles los planes del comando en el Chaco, por insuficiencia de hombres y materiales, algo que sería fácil de apreciar para cualquier oficial con formación de estado mayor, de la que, lamentablemente, carecieron nuestros mandos en la guerra.
Aunque el presidente desecha esas amenazas e insiste en concentrar fuerzas alrededor de Boquerón, Osorio, mostrando absoluta ignorancia de lo que pasa en la zona de conflicto, autoriza el 8 de septiembre atacar Isla Poi “con toda la potencia que requiere”. Empero, al día siguiente, el enemigo comienza su ofensiva contra Boquerón.
Los primeros partes son optimistas, afirmándose que se ha rechazado exitosamente el ataque y que la ofensiva paraguaya habría acabado en rotundo desastre. Tan seguros están de ello Quintanilla y Toro que, el día 10, además de enviar a La Paz un parte afirmando que se persigue al enemigo en desbandada, declara que “Pueblo y gobierno paraguayos viven completamente engañados respecto a condición y eficiencia su ejército y valor sus tropas que huyen en incontenible fuga” (La Razón, La Paz, septiembre 11 de 1932:2), muestran desconocer el número real de atacantes enemigos y sobrestiman la capacidad de desplazamiento de las fuerzas bolivianas, por lo que informan que ya están preparando la ofensiva hasta Isla Poi, contándose con efectivos suficientes para ello.
En declaraciones a la prensa, Quintanilla recalca con firmeza que “Boquerón es inexpugnable” y que, el derrotado comando paraguayo estaría viendo la manera de “preparar el ánimo de su gobierno y de su pueblo” para dar la noticia de su derrota. Sin embargo, la realidad es otra; una semana después de iniciado el cerco enemigo con más de dos mil efectivos, el ataque no solamente no merma, sino que las posibilidades de auxiliar a los sitiados al mando del mayor Manuel Marzana, cuyo número no pasa de seiscientos cincuenta hombres, son cada vez menores.
Acto segundo – “conozco el terreno y situación”
A despecho de los iniciales partes del estado mayor general y el comando en el Chaco, que dieron pábulo a eufóricos titulares de la prensa boliviana, conforme pasan los días y la lucha continúa en el ya completamente cercado fortín de Boquerón, la inquietud de la ciudanía crece, por lo que se espera que la clase política se ponga a la altura de los desafíos que comenzaba a enfrentar la patria en guerra.
Desde el inicio de la movilización de tropas y vituallas al Chaco, los dirigentes de los principales partidos políticos exigieron al presidente Salamanca organizar un “gabinete de concentración nacional”. Tomándoles la palabra, pidió la renuncia de sus ministros e invitó a destacadas personalidades de la oposición para asumir las diferentes carteras; empero, fue unánime el rechazo a esas invitaciones, siempre con la excusa de que no contaban con el visto bueno de las cabezas de sus partidos.
Pasado más de un mes de ese infructuoso trajinar y consciente que la gravedad de la situación internacional no puede ser encarada por un gabinete de renunciantes, opta por ratificarlos en sus puestos. Al comentar la decisión presidencial, la prensa opositora no se recata de acusar al primer mandatario de la nación de ser el culpable del fracaso en la búsqueda de ministros en otras tiendas políticas que no sean la de su partido, el republicanismo genuino.
Entretanto, en el punto de lucha las cosas son cada vez más difíciles para los defensores del asediado fortín, que librados a su suerte y sin poder recibir refuerzos y aprovisionamientos, recurren a su valiente obstinación para hacer fracasar los continuos intentos paraguayos por tomar Boquerón. Con excepción del coronel Peña, comandante de la cuarta división de ejército, que tilda la situación de gravísima, los demás comandantes mantienen el tono optimista: “Ejército discrepa esa apreciación y considera situación es sólo delicada” (Salamanca, Documentos para una historia de la guerra del Chaco. Ed. Canelas, T.2:109), confiando en poder abastecer por aire a Marzana y sus hombres.
Sin embargo, Salamanca y sus ministros no caen en el error de creer en el comando, por lo que instruyen a Osorio hacer llegar a Quintanilla la autorización para que evalúe la conveniencia de resistir o abandonar Boquerón. En su respuesta el comandante del primer cuerpo de ejército responde: “Considerada militarmente la situación no es de extrema gravedad, último caso cada paso demos retaguardia contribuirá aniquilamiento enemigo” (Alvéstegui, op. cit., T.4:86).
Comprendiendo a cabalidad que la posesión del fortín se ha convertido en cuestión de honor nacional y de prestigio para el ejército, el comando en el Chaco se obstina en sostener su defensa, aún a sabiendas de la imposibilidad de auxiliarlo desde afuera, tal vez esperando un milagro para triunfar sobre el enemigo, cuyas fuerzas y aprovisionamientos son muy superiores a los de su rival.
En retaguardia no tardan en comenzar a surgir los rumores que advierten que las cosas no estarían yendo como los optimistas partes del comando quieren hacer creer. No tarda en diluirse la inicial confianza en una resolución rápida y victoriosa para las armas bolivianas y surge la inquietud sobre lo que realmente está pasando en el Chaco.
Y es en el estado mayor general donde se comienza a comprender mejor lo apurado de la situación en que se encuentran los sitiados, al recibir un extenso y descarnado telefonema de Peña, en el que explica que la superioridad aplastante de las fuerzas enemigas ha impedido romper en tres ocasiones el cerco y que el agotamiento y desmoralización de sus tropas podría llevar a “una derrota vergonzosa, rayana con el desastre”.
Conocido ese preocupante informe, que contradice los enviados por Quintanilla, Osorio conmina al comando en el Chaco a evaluar cuidadosamente la conveniencia de sostener el asediado fortín. La respuesta de Quintanilla es airada; luego de afirmar que “conozco el terreno y situación”, señala que se están tomando las medidas oportunas para “asegurar el rompimiento sobre Boquerón” y “conseguir medio hacer llegar víveres” al fortín; termina: “Insisto en pedir a Esmayoral tenga confianza este Comando y no prescriba detalles” (Quintanilla, Manifiesto a la nación:76). Cabe hacer notar que ni Quintanilla ni Toro se habían desplazado en momento alguno a las cercanías del escenario de lucha.
Conforme pasan los días, la presión ciudadana se vuelca en la exigencia de conservar Boquerón como cuestión de orgullo nacional. Ante este nuevo escenario, el gobierno y el estado mayor general se ven obligados a sumarse al clamor por la exitosa defensa del fortín, venciendo inclusive sus reparos respecto al sitio donde se concentra la acción bélica, lejos del río Paraguay, o sea, poco favorable a los intereses estratégicos de Bolivia.
Es así que, la suerte de los defensores de Boquerón pende de su bravura y de las muy inciertas posibilidades de recibir auxilio del exterior, ya sea por un milagroso rompimiento en algún sector del cerco paraguayo o el aún más difícil aprovisionamiento aéreo.
Acto tercero – “su caída conmovió hasta los cimientos del país”
Recién el 20 de septiembre, Quintanilla y Toro admiten la dura realidad que se vive en el frente de batalla, aunque salvando responsabilidades y, más bien, endosándolas al estado mayor general: “Necesidades nuestras tropas pudieron apreciarse por reiterados pedidos hicimos Esmayoral y etapas sin que hubiésemos conseguido ser atendidos con la oportunidad debida (…) Este Comando hace hasta lo imposible para remediar innumerables deficiencias todo orden preséntanse a diario con sólo recursos escasos disponibles con que cuenta y con criterio resguardar honor Ejército ante país. Si Esmayoral no está conforme con labor este Comando, pedimos nuestro relevo, convencidos honor país exige dura prueba medidas radicales.- (Fdo.) Gral. Quintanilla” (Alvéstegui, Salamanca. Op. cit., T.4:87).
Leyendo el anterior cablegrama no se puede entender cómo esos oficiales se animaban a proponer, apenas pocos días atrás, acciones de ataque y contrataque más allá de lo que estaban dispuestos a autorizar desde La Paz, apelando incluso al riesgo de “deprimir” a la tropa, en caso de inacción.
Al fin, el comando en el Chaco reacciona y, el día 23, se ordena a Peña que haga un último esfuerzo para introducir víveres y municiones al fortín; y, en caso de no lograrlo, disponer su abandono. Por dos días, se intenta infructuosamente romper el cerco paraguayo, que es completo, haciendo también imposible garantizar apoyo para la salida de los sitiados.
Acicateado por las voces que piden su destitución, el general Osorio viaja el 24 al Chaco, sin informar al presidente; le acompaña el expresidente Ismael Montes. Ya en el fortín Arce, sede de la Cuarta División, los recién llegados son informados por Peña de la situación desesperada que sufrían en Boquerón, y ante la actitud dubitativa de Osorio, es Montes quien sugiere que se envíe un mensaje en avión ordenando la desocupación del fortín, la que es aceptada por los entonces presentes en el comando.
Sin embargo, cuando estos militares retornan al fortín Muñoz con la orden redactada y lista para ser entregada al piloto de la aeronave, se encuentran que en ese lugar los aguardan los generales Carlos Blanco Galindo, Oscar Mariaca Pando, Julio Sanjinés, José Lanza y Carlos Quintanilla, que inmediatamente forman un “consejo de generales”, que toma la decisión de dejar en suspenso la orden de evacuación y, más bien, sobrevolar el fortín para conocer la real situación; pero, por razones de seguridad, el vuelo se efectúa a gran altura y casi nada pueden apreciar.
Aunque no se conoce la opinión de Quintanilla –que debió ser el que lleve la voz cantante, como comandante de las fuerzas que luchaban en el frente– el resultado concreto de ese desplazamiento es solicitar a Marzana que se sostenga 10días más, mientras se espera el resultado de las negociaciones de los Neutrales para establecer un armisticio o se reúnan en Arce tropas suficientes para romper el cerco.
Para frustración de los generales y tremenda desazón de la ciudadanía boliviana, el fortín Boquerón no pudo resistir el tiempo estipulado, pues por falta absoluta de municiones y víveres cayó en manos paraguayas el 29 de septiembre, el mismo día en que el jefe de Estado Mayor General enviaba a La Paz el informe de lo acordado en el encuentro de generales en Muñoz celebrado cinco días antes.
Debe resaltarse que los conciliábulos, las órdenes y contraórdenes, así como la resolución definitiva sobre el sostenerse en Boquerón, fueron realizados y aprobados sin consultar ni una sola vez con el capitán general del Ejército.
La caída en manos paraguayas del emblemático fortín ocasionó el cruel despertar de Bolivia a la realidad de una contienda que muchos la daban por fácilmente ganable, acabando así con la errada idea sobre el real potencial de nuestro ejército y la supuesta inferioridad del enemigo. Pero, sus consecuencias no quedaron ahí; esa pérdida tuvo profundas repercusiones, como si de un terremoto moral se tratara, cuyas ondas expansivas se sintieron hasta el fin mismo de la contienda con el Paraguay. Como indica un historiador: “La caída de Boquerón no produjo el derrumbamiento del gobierno de Salamanca, como muchos esperaban, pero en cambio conmovió hasta sus cimientos la relación entre civiles y militares en el país del Altiplano” (Zook, La conducción de la guerra del Chaco: 148).
En ese momento tan delicado para el devenir patrio, llama la atención el desgraciado contraste que se aprecia en la acción de los políticos en los países contendientes. Mientras Salamanca sufrió una intransigente oposición, la que no se avino a razones para unir las fuerzas opositoras a las del gobierno y enfrentar juntos la amenaza externa, en el Paraguay los partidos políticos no dudaron en dar su unánime y firme respaldo al Presidente Ayala en la conducción política, militar y diplomática de su patria en guerra; asimismo, el ejército mantuvo siempre un respeto absoluto a la línea de mando, que empezaba en el primer mandatario de esa nación.
Por su parte, los mandos militares bolivianos, urgidos de justificar sus desaciertos, no tardaron en achacar al Poder Ejecutivo la responsabilidad por su fracaso, que prevalecería y se haría más notoria conforme pasaron los meses de la contienda bélica. Comenzando con un intento de levantamiento a principios de octubre de 1932 y culminando con el Corralito de Villamontes de noviembre del 34, esas actitudes se mantuvieron hasta prácticamente el fin de la guerra.
Raúl Rivero es economista y escritor.