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Política | 05/09/2025   02:10

|CRÓNICA|Sí, Riverito, me van a matar| Raúl Rivero|

La tarde del 6 de septiembre, cuando Facundo Olmos retornaba Sacaba en el jeep del sindicato, fue interceptado en las afueras del pueblo y acribillado por tres sujetos que, dejando herido al chófer de la movilidad, se apresuraron a huir hacia el río Mayllancu.

La Central Campesina de El Morro de Sacaba, Cochabamba. Foto tomada de RRSS.
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Brújula Digital|05|09|25|

Raúl Rivero 

–Buenas tardes estimado Facundo, ¿cómo estás?

–Mal, Fernandito.

–Sí, te noto muy preocupado, ¿hay problemas en el sindicato?

–Peor, Fernandito… Me quieren matar. Sí, Riverito, me van a matar.

El siempre sonriente rostro de mi padre se trocó en una mueca que mezclaba la sorpresa y la preocupación. Era la primera vez que veía al poderoso dirigente sindical campesino y diputado nacional Facundo Olmos con ese gesto de desvelo.

Era principios de la década de los 60 del siglo pasado y, como sucedía algunas tardes en que la camioneta familiar sufría alguna falla mecánica y había que esperar a la vera del camino que pase alguna de las pocas, viejas y humeantes “góndolas” que transportaban personas y toda clase de objetos –canastas, gangochos, quepis– y animales –desde gatos y perros, hasta gallinas, patos, pavos y ovejas–, en sus asientos de madera adosados a ambos lados del vehículo, dejando todo el centro libre para carga, muchas veces Facundo Olmos se ofrecía para llevarnos a la ciudad.

De esos viajes por el estrecho y polvoriento camino que unía Cochabamba con Sacaba, lo que primero recuerdo en las ocasiones que mis hermanos y yo acompañábamos a nuestro padre a la propiedad lechera de Huayllani, era la impresión que me causaba a mis tres años el ver la gran mole de la volqueta arenera de un desvaído color celeste que conducía Facundo y, ya montados en la amplia cabina, la impresionante y ruidosa caja de cambio, al borde de la cual nos apretujábamos para entrar todos en ese generoso pero demasiado apretado espacio para dos mayores y tres menores, más los dos o tres tachos rebosantes de leche que nos acompañaban a la ciudad.

Y lo otro que hasta hoy ha quedado grabado en mi memoria es el siempre sonriente rostro del dirigente campesino, con bigote fino, fuertes dientes e inteligente mirada, que se ofrecía a ayudarnos a trepar a su –para nuestra edad– elevada cabina, jalándonos con sus grandes y callosas manos. Pero, ese día, la casi sempiterna sonrisa había desaparecido.

Desde antes de la Revolución del 52, que llevó al MNR al poder, y se dicte la Reforma Agraria, la Central Campesina de El Morro de Sacaba se había caracterizado por su fiereza y combatividad. Cuando en 1945, en el gobierno de Gualberto Villarroel se celebró el Primer Congreso Indigenal, sus representantes fueron de los que apoyaron las posiciones más extremas, obligando a su organizador, el teniente coronel Jorge Calero, ministro de Educación y Asuntos Indígenas, a buscarlos en un aparte y pedirles menos extremismo, no vaya a ser que la Sociedad Rural, que agrupaba a los hacendados del país –ya de por sí preocupados ante los intentos de esos dirigentes por incorporar en el temario del Congreso la cuestión de la propiedad de la tierra–, plantee su absoluto rechazo a los acuerdos que se alcancen y los utilice como pretexto para sumarse a las conspiraciones que permanentemente sufría el gobierno.

Al ceder los dirigentes del Morro en no incluir sus radicales ponencias en las conclusiones del encuentro campesino, desde las bases un grupo de jóvenes dirigentes descontentos y más radicales, los depuso de sus cargos y eligió a Facundo Olmos para encabezar la central campesina. Facundo, además de su presencia –era alto, bien proporcionado y de sonrisa fácil–, demostró ser de fuerte carácter y habilidad oratoria, por lo que pronto consolidó su liderazgo e, incluso, dirigió algunas acciones de amedrentamiento a los hacendados más abusivos de Sacaba y su entorno, ganándose así la confianza del campesinado y el temor de los terratenientes.

En apoyo a la revolución del MNR, partido al que Olmos y los principales dirigentes del Morro se habían adscrito, se desenterraron los viejos mauser y algunas “pripipí” –ametralladoras– que varios de los campesinos lograron hacer pasar de contrabando desde el Chaco al ser desmovilizados y se lanzaron, primero, a la toma del pueblo y, después, de la ciudad de Cochabamba.

La dirigencia no perdió el tiempo y, mientras en el país todavía no se recuperaba la normalidad posterior al golpe de Estado, en Sacaba y sus cercanías se desencadenó una cacería de hacendados, varios de los cuales no pudieron escapar ni esconderse, siendo llevados al local de la central campesina, azotados, privados de sus zapatos y despachados humillados y descalzos. Al mismo tiempo, aquellos campesinos que trabajaban para estos propietarios, en su mayoría dejaron de realizar sus tareas, limitándose a cuidar sus pequeñas parcelas –si las tenían– y sus animales, dejando que los cultivos de las haciendas se agosten por la falta de riego o queden sin cosecharse, y que los animales sufran de hambre y sed, produciéndose una importante mortandad de ganado mayor y menor.

Con semejantes actos de amedrentamiento, era de esperarse que, al momento de dictarse la Ley de Reforma Agraria, esas propiedades rurales sean tomadas por sus colonos y repartidas sin más entre ellos. Empero, obrando con inteligencia, Olmos y sus colaboradores frenaron a sus bases y esperaron que se dicten los decretos reglamentarios y, con base en ellos, procedieron a negociar con cada uno de los propietarios; claro que, con el antecedente de la paliza sufrida, poco o nada tenían para objetar a lo que los dirigentes les planteaban para llegar a un acuerdo de cesión de tierras en favor de sus colonos.

En el caso de mi abuelo y mi padre, propietarios de la Hacienda Huayllani, sucedió algo extraordinario. Primero, durante la razzia posterior al triunfo de la revolución, nadie se acercó a amedrentarlos ni obligarlos a sufrir humillación en la central campesina y sus colonos siguieron realizando sus tareas habituales en la hacienda. Incluso, en el momento que había que negociar la cesión de tierras, recibieron un oficio firmado por Olmos, en el que se les solicitaba una reunión.

Como hasta hoy recuerda con temor mi madre, ese día se presentaron varios dirigentes campesinos acompañando a los colonos; venían armados y, una vez que fueron recibidos por los propietarios, apoyaron sus rifles en las paredes del comedor y tomaron asiento alrededor de la mesa, acompañando a los dueños de la propiedad.

Luego de las presentaciones de rigor y la exposición de Olmos sobre su presencia ese día, todo dicho en buen tono, se extendió un plano de la hacienda y se pasó a discutir en qué parcelas se distribuirían los lotes que debían entregarse a los colonos. De acuerdo a las disposiciones legales, si una propiedad rural se dedicaba a una actividad productiva considerada esencial para la alimentación de la población, como era el caso de una granja lechera, la afectación no debía hacerse sobre las parcelas más productivas y, en ningún caso, superar la mitad de los terrenos aprovechables para cultivo. Basándose estrictamente en esas reglas, se procedió a efectuar el trazado de los lotes.

Empero, cuando se había alcanzado el 50% de afectación, dueños, dirigentes y colonos se dieron cuenta que no todos de estos últimos recibirían su correspondiente terreno en propiedad. Incómodo, Olmos quiso explicar a los afectados que sólo quedaba reducir la superficie a ser entregada a cada uno, a fin de beneficiar al total de éstos. Apreciando su silencioso asentimiento, se dispuso a efectuar un nuevo trazado. Empero, mi padre, luego de intercambiar breves palabras con mi abuelo, tomó la palabra y, remarcando la buena relación que siempre llevaron con sus colonos, les dijo que estaban dispuestos a ceder más terreno que el que la ley les obligaba. Todos salieron contentos de la reunión.

Ya en el zaguán y cuando mi padre y mi abuelo despedían a cada uno de los asistentes, Olmos se dirigió al primero:

–Don Fernando, ven un ratito aquí, quiero decirte algo.

Ya separados del resto, que aguardaban sin impaciencia en el portón que daba al camino a Sacaba, el dirigente campesino le dijo:

–Bien se han portado, no nos habíamos equivocado con ustedes.

–¿Qué quiere decir, señor Olmos?

–A ver, ¿por qué cree que, cuando los hemos chicoteado a los terratenientes, a ustedes no los hemos tocado, ni buscado siquiera?

–Ah, no sé, no tengo idea.

–Fácil. Porque ustedes siempre han sido buenos con nosotros; siempre han sido justos. Ni una queja hemos tenido de ustedes.

–Gracias por el reconocimiento. Ahora, espero que esa buena relación se mantenga.

–Así va a ser, la reunión de hoy día clave para eso ha sido.

A partir de ese feliz desenlace, se estableció una sólida amistad entre Facundo Olmos y mi padre, que fue fortaleciéndose con el paso de los años. Ambos se veían con bastante frecuencia, tanto para resolver asuntos de límites, turnos de agua, apertura de vías camineras; mientras que Olmos no perdía la ocasión de recurrir a los conocimientos legales de mi padre –egresado de derecho– y de los contactos que la familia tenía en diversas instancias gubernamentales, ya sean nacionales o en el departamento, lo que facilitaba muchas veces cualquier trámite que hacía o apadrinaba el sindicato agrario.

Como esta relación parecía prolongarse indefinidamente y la confianza era cada vez mayor, no tardó en llegar el momento en que, primero Olmos y luego mi padre, se trataban de “Fernandito” y “Facundo”, así, a secas.

La figura de Facundo Olmos al interior del movimiento campesino fue creciendo, por lo que el poder político entendió que debía captarlo para ocupar puestos de responsabilidad, lo que derivó, primero, en su elección como máxima autoridad del campesinado cochabambino y, luego, en su llegada al Parlamento como diputado por Cochabamba.

Empero, tenía en frente a dos rivales de peso. Por un lado, estaba el dirigente cliceño José Rojas, apodado el “Puka”, por el color de su cabellera, hombre de Paz Estenssoro en el Valle Alto, era un dirigente enérgico y muy difícil de tratar. Por el otro, se enfrentaba a Miguel Veizaga, líder de la dirigencia de Ucureña, vecina y rival acérrima de la de Cliza.

Mientras esos sindicatos comenzaron una guerra fratricida derivada de las disensiones que sufría el MNR, la que ensangrentó el valle alto cochabambino, Olmos y su entorno lograron mantener bajo cierto control los roces y disputas que se daban en Sacaba. Empero, a pesar de sus empeños y el uso de cierta violencia para que el sindicato del Morro siga unido bajo un solo liderazgo, surgió en su interior una corriente opositora. La intervención del ejército en estas disputas, al principio muy limitada, se hizo más patente cuando el general de aviación René Barrientos ganó popularidad y decidió intervenir para “pacificar el agro”.

Estas tensiones habrían de ser trasladadas al ámbito sindical urbano, puesto que la federación tenía un asiento en la directiva de la Central Obrera Departamental. Y ese asiento estaba ocupado por Facundo Olmos, que sumaba esa representación en simultáneo con la de la Central campesina del Morro y su curul parlamentario. Empero, para Veizaga y, sobre todo, para Rojas, tal acumulación de poder era intolerable.

Es así que, cuando el movimiento campesino cochabambino, que ya había sufrido una primera fractura al apoyar Veizaga a Walter Guevara, que se separó del MNR creando su propio partido, el Revolucionario Auténtico, conocido por sus siglas de PRA, decidió tomar partido en la disputa entre el presidente Paz Estenssoro y su antecesor Hernán Siles Suazo, Rojas se decantó por Paz y Olmos por Siles. A esas divisiones, se sumó el ala barrientista, liderada por Jorge Soliz Román.

En el congreso campesino, celebrado en agosto de 1963, las posturas encontradas derivaron en disputas e intimidaciones directas, siendo Rojas el más agresivo y contundente, llegando a amenazar de muerte a Olmos. Apenas pocos días después, algún cliceño infidente advirtió al dirigente sacabeño que el plan para su asesinato estaba en plena ejecución y con intervención de disidentes sacabeños.

Y los temores del diputado nacional se cumplieron apenas 24 horas después de haberlas revelado a su amigo hacendado. La tarde del 6 de septiembre, cuando Facundo Olmos retornaba Sacaba en el jeep del sindicato, fue interceptado en las afueras del pueblo y acribillado por tres sujetos que, dejando herido al chófer de la movilidad, se apresuraron a huir hacia el río Mayllancu. A pesar de las protestas de sus bases y de colegas en el Parlamento y las promesas de los ministros del Interior y de Asuntos Campesinos, el crimen quedó en la impunidad.

Raúl Rivero Adriázola es economista y escritor.



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