Víctor Andrade Uzquiano no solamente cumplió exitosamente la misión encomendada por su gobierno, también se convirtió en valioso y confiable confidente del presidente Dwight Eisenhower
Brújula Digital|07|08|25|
Raúl Rivero Adriázola
Una vez hubo triunfado la Revolución del 52 y pasados los frenéticos primeros días del nuevo gobierno encabezado por Víctor Paz Estenssoro, los líderes movimientistas comenzaron a analizar cuáles serían las acciones y gestos que consoliden al nuevo régimen. Y esto no valía solamente para lo que se pensaba hacer en materia de política interna; también era vital buscar en cómo ganarse a la opinión pública mundial, puesto que los gobernantes eran conscientes que, sin contar con el apoyo llegado de afuera, las cosas serían mucho más difíciles y complicadas en el país.
Teniendo muy en claro que el MNR era visto con aprensión en Washington, cuyos analistas de política exterior conocían muy bien y recelaban de la orientación política de los líderes del partido que ahora gobernaba Bolivia, era vital encontrar la mejor manera de morigerar esos recelos y conseguir el reconocimiento y la ansiada ayuda económica de la primera potencia mundial.
Con mucho criterio, Paz Estenssoro y sus principales colaboradores, tomaron la decisión de enviar como embajador a los EEUU a Víctor Andrade Uzquiano, cuya habilidad negociadora y carisma quedaron demostrados en su paso durante el gobierno de Villarroel por ese cargo diplomático, tiempo en el que había aprovechado para hacer sólidas e importantes amistades en el mundillo político y diplomático de la capital norteamericana.
Ya en el ejercicio de sus funciones, Andrade se apuró de encontrar la manera de acceder no solamente a los más altos niveles del Departamento de Estado, sino que decidió apuntar más arriba, nada menos que al nuevo Presidente, el republicano Dwight Eisenhower. A fin de alcanzar tan ambicioso objetivo, decidió no recurrir al moroso y poco fiable camino diplomático, sino, más bien, buscar cómo acercarse al Presidente de manera informal y relajada.
Sabiendo que Eisenhower era fanático del golf, deporte que Andrade había tenido la oportunidad de practicar en La Paz y en su anterior estadía en Washington, consiguió el nombre del club en el que el primer mandatario americano jugaba los fines de semana, se inscribió en él y comenzó a frecuentar sus links, esperando la ocasión de cruzarse con su objetivo.
Apenas se dio la ocasión, el diplomático boliviano hizo gala de su probado carisma y pronto se ganó la simpatía de Eisenhower y sus compañeros de juego, a tal extremo que no pasó mucho tiempo antes de que forme parte del grupo que lo rodeaba en la cancha y en los salones del club. Dado ese paso, Andrade aprovechó cuanta ocasión se le presentaba para cumplir con la tarea principal que lo llevó a Washington, consiguiendo pronto que el gobierno americano apruebe un plan de ayuda económica y en alimentos al gobierno de la Revolución Nacional.
En las amenas y sabrosas tertulias que compartí con Lupe Andrade –brillante y muy inteligente periodista y lectora–, era frecuente que salgan en sus rememoraciones las numerosas anécdotas que adornaban la fascinante vida de su padre; es que, Víctor Andrade merece una novela para él solo, aunque mi obra Memorias bajo fuego [Los Amigos del Libro, 2014] busca cubrir parte de esa falencia. De ellas y a manera de ejemplo, dos vienen a cuento:
A principios de cada año, es tradición en la capital norteamericana la cena de los embajadores, que reúne a los representantes de todos los países con los que los EEUU mantiene relaciones diplomáticas. En los primeros años de la década del 50 del siglo pasado, era costumbre que el Presidente salude con un apretón de manos a cada embajador y no se demore más que unos breves segundos con cada uno de ellos; las excepciones se daban con los representantes del Reino Unido –su principal aliado– y de la Unión Soviética –su principal rival–, con quienes compartía unos minutos de charla, siempre en el marco de la corrección que imponen las reglas de la diplomacia internacional. Empero, en enero de 1953, se dio un hecho insólito. En esa ocasión, a tiempo de saludar a Andrade, Eisenhower se detuvo ante él y le inquirió:
–Dime, Víctor, si esto es cierto. Acaba de volver de Bolivia el representante fulano de tal, quien me comentó que tuvo oportunidad de jugar al golf en un lugar llamado el Alto, ocasión en que golpeó la pelota x yardas, ¡creo que eso es imposible!
–Señor Presidente, ese lugar está a una altura considerable, 4.000 metros sobre el nivel del mar, y allí hay menor presión de oxígeno, por lo que bien pudo la pelota desplazarse esa distancia.
— O sea que, ¿no me mintió?
–No lo creo, señor Presidente, le repito que es muy probable que así haya ocurrido.
–Gracias, Víctor, ahora entiendo.
Terminado ese diálogo, Eisenhower siguió con su ritual de breves saludos a cada embajador. Empero, en el lugar en que se encontraba el diplomático boliviano no tardó en armarse un excitado corrillo de sorprendidos embajadores, en que la inquisitoria común de todos era:
–¿Por qué el Presidente se detuvo a charlar con usted? ¿De qué hablaron?
Poniendo cara de misterio, Andrade les replicó:
–¿No les comentó nada el Presidente?
–¡No, que va! ¡Ni una palabra! Pasó saludando como siempre y nada más.
–¡Ah! Entonces, si él nada reveló, nada puedo revelar yo.
Dejando en la mayor intriga a sus inquisidores.
Al año siguiente, en la misma ocasión, Eisenhower volvió a detenerse ante Andrade y, esta vez, le preguntó:
–Víctor, acaba de retornar de Bolivia el senador mengano y me dijo que recorrió el lago Titicaca en un velero, ocasión en la que pescó una trucha que pesaba x kilos. Eso me parece imposible.
–No señor Presidente, el senador no exageró. Yo estuve acompañándolo y fui testigo del acontecimiento. Ciertamente, era una trucha bastante grande y que dio ese peso.
–Vaya, qué interesante. Gracias por la aclaración, apreciado Víctor.
Otra vez, la curiosidad puede más a los que le rodean y, nuevamente, la inquisitoria se repite:
–¿Por qué el Presidente se detuvo a charlar con usted? ¿De qué hablaron?
–¿No les comentó nada el Presidente?
–¡No, que va! ¡Ni una palabra! Pasó saludando como siempre y nada más.
–¡Ah! Entonces, si él nada reveló, nada puedo revelar yo.
Dejando nuevamente en la mayor intriga a los que le rodeaban.
Como puede apreciarse, Andrade no solamente cumplió exitosamente la misión encomendada por su gobierno, también se convirtió en valioso y confiable confidente del presidente Dwight Eisenhower, para intriga, pasmo y envidia ante tal cercanía por parte de los representantes diplomáticos de naciones mucho más grandes y que se preciaban de vínculos más estrechos con la primera potencia mundial.
Raúl Rivero Adriázola es economista y escritor.