Bolivia necesita una visión agrícola que deje atrás la expansión destructiva y apueste por un modelo de desarrollo rural intensivo en conocimiento, tecnología y justicia socioambiental.
Brújula Digital|24|07|25|
José Luis López
En Bolivia, el debate agrario se encuentra atravesado por una tensión estructural: ¿incrementar la producción agropecuaria mejorando la productividad por hectárea o expandiendo la frontera agrícola a costa de bosques y ecosistemas? Esta disyuntiva no es nueva, pero ha cobrado fuerza en la última década.
En este contexto, el programa CRIAR II (2016–2022), impulsado por el Ministerio de Desarrollo Rural y Tierras, con financiamiento del BID, emerge como una propuesta de política pública que prioriza la adopción tecnológica para pequeños productores, con resultados positivos en ingresos, diversificación y productividad.
Sin embargo, su alcance limitado, su desconexión con las decisiones macroestructurales del modelo agroproductivo y su débil institucionalización lo sitúan como un intento técnico que no logra disputar el curso político de fondo.
Entre 2016 y 2022, CRIAR II benefició a 48.753 pequeños productores rurales de bajos ingresos, distribuidos en 2.581 comunidades de 100 municipios. Cada familia accedió a un bono no reembolsable de 1.200 dólares, de los cuales 1.000 dólares eran para compra de tecnologías (riego, motocultores, molinos, etcétera) y 200 para asistencia técnica.
A nivel de diseño, CRIAR II se basó en un modelo de demanda participativa, mediante ferias tecnológicas locales, donde el productor seleccionaba las herramientas según su contexto. Es decir, un enfoque radicalmente opuesto a la lógica vertical de imposición tecnológica que predomina en programas anteriores.
A partir de 2013, cuando, bajo el argumento de convertir a Bolivia en una potencia alimentaria, se planteó como meta llegar a 13 millones de hectáreas cultivadas y producir 45 millones de toneladas métricas para 2025.
Esta agenda fue implementada en alianza con el agroempresariado cruceño y sectores de colonizadores impulsando una serie de medidas para facilitar el desmonte, el chaqueo y la distribución de tierras fiscales en zonas de vocación forestal.
Bolivia cuenta con solo 4,5 millones de hectáreas adicionales con potencial agrícola real, es decir, apenas el 4,1% del territorio nacional, según el Compendio Agropecuario 2012 del MDRyT. Para alcanzar los 13 millones de hectáreas, se necesitaría incorporar 8,5 millones más, lo cual solo es posible afectando áreas forestales, territorios indígenas y zonas ambientalmente frágiles.
La productividad promedio, que era de 4,96 TM/ha en 2016, caería a 3,46 TM/ha en 2025 si se alcanza la meta de 45 millones de toneladas, lo que implicaría un retroceso en productividad a cambio de expansión territorial.
La política agrícola ha priorizado la expansión territorial en lugar de mejorar la productividad por hectárea mediante innovación, tecnificación o manejo sostenible. Esto se refleja en que entre 2005 y 2017, los rendimientos medios apenas crecieron de 4,76 a 4,96 TM/ha, un aumento marginal del 4,2% en más de una década.
Más del 70% del incremento de la producción agrícola entre 2006 y 2019 provino de solo dos cultivos: soya y caña de azúcar, destinados principalmente a agroexportación y biocombustibles. Estos cultivos tienen rendimientos moderados y requieren grandes extensiones, lo cual reduce el promedio nacional.
Mientras CRIAR II invertía en mejorar rendimientos por hectárea, el Estado boliviano impulsaba políticas paralelas que priorizaban la producción de soya y caña de azúcar para biocombustibles, con incentivos fiscales, subsidios al etanol y acuerdos con YPFB.
Esto revela la paradoja de que en la práctica se incentiva una estructura productiva orientada al agrocombustible y a la exportación, en detrimento de la biodiversidad. El caso de los incendios de la Chiquitania en 2019, relacionados directamente con chaqueos autorizados en tierras fiscales distribuidas en zonas de vocación forestal, ilustra el costo ambiental de este modelo.
La dinámica de asentamientos rurales, legalización acelerada de tierras fiscales y uso del desmonte como prueba de función económico-social ha continuado operando bajo una lógica clientelar, condicionada por intereses electorales y sin planificación territorial sostenible. Este patrón ha contribuido a la expansión desordenada de la frontera agrícola, especialmente sobre áreas de vocación forestal y territorios indígenas.
Frente a esta tendencia estructural, el programa CRIAR II evidenció que es técnica y financieramente viable mejorar la productividad agropecuaria mediante la adopción tecnológica dirigida, sin necesidad de incrementar la superficie cultivada. Con una inversión relativamente baja (1.200 dólares por productor), se obtuvieron mejoras comprobadas en productividad, diversificación de cultivos e ingresos rurales.
No obstante, el impacto estructural de CRIAR II del Ministerio de Desarrollo Rural y Tierras con apoyo del BID fue limitado por varios factores:
• Se trató de una intervención aislada, no incorporada a una estrategia nacional de desarrollo rural articulada con políticas de comercialización, infraestructura o acceso a mercados.
• Operó desconectado de una institucionalidad ambiental sólida, lo que impidió incidir en los factores que impulsan la conversión masiva de bosques en áreas agrícolas.
• Careció de mecanismos de seguimiento técnico postadopción, lo que afectó la sostenibilidad del cambio tecnológico, y omitió enfoques interculturales, reduciendo su alcance real en territorios indígenas y campesinos.
En este contexto, Bolivia, ante un eminente cambio de paradigma político, enfrenta un punto de inflexión ya que puede persistir en un modelo de crecimiento agroexportador expansivo y ambientalmente desfavorable; o transitar hacia una agricultura sustentada en la productividad, la inclusión social y la resiliencia climática.
Una estrategia de transformación productiva coherente deberá integrar una productividad tecnológica con sostenibilidad ecológica, evitando el agotamiento de recursos y frenando la deforestación. La Gobernanza territorial con respeto a los derechos indígenas debería asegurar que la distribución de tierras y las políticas agrícolas respondan a principios de equilibrio ecológico.
El verdadero desafío del agro boliviano no es sembrar más hectáreas, sino sembrar mejor. Continuar expandiendo la frontera agrícola sobre ecosistemas críticos no solo es insostenible, sino contraproducente: genera una caída estructural en la productividad (de 4,96 TM/ha en 2016 a una proyectada de 3,46 TM/ha en 2025) y pone en riesgo el patrimonio natural y cultural del país.
Bolivia necesita una visión agrícola que deje atrás la expansión destructiva y apueste por un modelo de desarrollo rural intensivo en conocimiento, tecnología y justicia socioambiental. El programa CRIAR II deja una lección clara, poco tomada en cuenta por los policy makers, al demostrar que otra agricultura es posible, pero requiere voluntad política, coherencia institucional y visión de largo plazo.
José Luis López Terrazas, ex consultor de la FAO, diplomático y experto en seguridad alimentaria.