Brújula Digital|22|07|25|
Marcos Iberkleid
He leído con atención el artículo titulado “¿Se está perpetrando un genocidio en Gaza?” por Jorge Patiño, publicado en Brújula Digital. Considero no solo legítimo, sino necesario ofrecer una visión alternativa que contraste con la narrativa unidimensional allí expuesta.
El artículo se apoya casi exclusivamente en fuentes de izquierda –judíos o israelíes incluidos– y plantea como una verdad indiscutible que Israel estaría cometiendo un genocidio. Esta acusación, además de ser sumamente grave, es jurídicamente débil, históricamente inexacta y éticamente injusta.
Para que exista genocidio en términos del derecho internacional, no basta con la existencia de víctimas civiles o destrucción material (como lamentablemente ocurre en todo conflicto bélico), sino que debe demostrarse una intención deliberada y sistemática de destruir a un grupo étnico, religioso o nacional. Ni la Corte Internacional de Justicia (CIJ) ni la mayoría de expertos en derecho internacional han encontrado evidencia concluyente de que Israel tenga semejante intención hacia la población palestina.
Las acciones de Israel –por trágicas que sean en sus consecuencias– son respuestas a una agresión iniciada por Hamás, una organización que no solo niega el derecho de Israel a existir, sino que ha cometido actos atroces, como el ataque del 7 de octubre de 2023, que dejó más de 1,200 civiles israelíes muertos, incluyendo mujeres, niños, ancianos y familias enteras.
Hamás opera desde zonas densamente pobladas. Usa escudos humanos y esconde arsenales y centros de comando en hospitales, escuelas y mezquitas, violando el derecho humanitario internacional. Este contexto operacional, deliberadamente confuso por parte de Hamás, multiplica las víctimas civiles y complica las operaciones militares, pero no prueba en ningún momento una intención genocida por parte del Estado de Israel.
Más aún, el artículo incurre en un error fundamental de representación al sugerir que Israel es un proyecto colonial europeo, ignorando por completo su composición demográfica real. El Estado de Israel no fue fundado únicamente por judíos europeos ashkenazíes, sino también –y en gran medida– por más de 850.000 judíos expulsados violentamente de países árabes e islámicos, entre 1948 y 1970.
Estos judíos –de Marruecos, Irak, Siria, Yemen, Egipto, Libia, Líbano y otros países– fueron despojados de sus hogares, bienes y ciudadanía, en lo que muchos califican como una limpieza étnica que rara vez es reconocida en los discursos actuales.
Estos refugiados y sus descendientes se integraron activamente en la construcción del Estado. Hoy, más de la mitad de la población judía israelí es de origen sefaradí o mizrají. Lejos de haber sido marginados, han alcanzado posiciones destacadas en el gobierno, el ejército, la justicia, la cultura y la ciencia. De hecho, el actual gobierno israelí es ampliamente respaldado por estas comunidades, muchas de las cuales sienten que la izquierda ashkenazí histórica las ignoró o subestimó.
Israel es también una sociedad plural en la que conviven ciudadanos judíos, musulmanes, cristianos, drusos y otras minorías étnicas y religiosas. Todos ellos tienen derechos civiles plenos: pueden votar, ser elegidos, trabajar en la administración pública, formar parte de las fuerzas de defensa, recibir educación y atención médica. Esta diversidad no es una aspiración, sino una realidad cotidiana.
En contraste, en la mayoría de los países árabes o musulmanes que rodean a Israel, la presencia judía ha sido completamente eliminada o reducida a comunidades simbólicas, como resultado de expulsiones, violencia o persecución sistemática desde 1948. Las sinagogas han sido destruidas o convertidas en museos y, en muchos casos, es simplemente peligroso declararse abiertamente judío.
A diferencia de Israel, estos países no han demostrado capacidad ni voluntad para convivir con minorías judías en condiciones de igualdad o seguridad.
Cabe también recordar un hecho muchas veces ignorado: Gaza no fue territorio israelí antes de 1967, sino que estuvo bajo control directo de Egipto desde 1948 hasta la Guerra de los Seis Días. Tras el armisticio con Israel, Egipto no concedió ciudadanía ni derechos plenos a los habitantes de Gaza, y tampoco quiso reincorporar el enclave tras la firma de los acuerdos de paz de Camp David, en 1979.
Israel no tenía, por tanto, ninguna responsabilidad histórica ni legal sobre la Franja, y, sin embargo, permitió durante años el ingreso de trabajadores gazatíes a su territorio, facilitando medios de sustento a miles de familias.
Desde entonces, Egipto ha mantenido una política de cierre parcial y control severo de su frontera con Gaza, limitando también el flujo de bienes, personas y asistencia. Esta actitud evasiva debería generar al menos la misma indignación moral que la que se destina exclusivamente contra Israel. Pero no suele ser el caso. ¿Por qué será que Egipto, un país árabe y vecino directo de Gaza, ha estado durante décadas al margen de la situación humanitaria? Quizás porque conoce de cerca la amenaza que representa Hamás, tanto para Israel como para la propia estabilidad regional.
Por otro lado, el artículo citado recurre como fuentes a pensadores judíos e israelíes fuertemente críticos de su propio país, como si su origen étnico les confiriera objetividad o verdad moral superior. Pero esto omite una realidad muy conocida: los judíos somos un pueblo profundamente diverso en pensamiento político. No en vano, desde nuestras filas han surgido ideólogos comunistas y libertarios, conservadores y anarquistas, nacionalistas y pacifistas.
En Israel existe libertad de prensa, y es natural encontrar académicos, intelectuales y periodistas judíos que critican al gobierno con dureza, a veces con desmesura. Mencionar a Haaretz como fuente principal, sin advertir que se trata de un diario notoriamente de izquierda, abiertamente opositor al gobierno y muchas veces alineado con posturas anti-sionistas, no contribuye a un análisis equilibrado. Como dice el refrán: quien solo lee tinta roja, difícilmente podrá escribir en otros colores.
Finalmente, hay una falta de reflexión crítica sobre la otra cara del conflicto: ¿qué tipo de sociedad construye Hamás? ¿Dónde están las libertades civiles en Gaza? ¿Qué lugar ocupan las mujeres, las minorías religiosas, los homosexuales o los disidentes políticos en la Franja? ¿Dónde está la crítica hacia los países que persiguen a los cristianos, niegan derechos básicos a las mujeres o prohíben sin miramientos la existencia de judíos?
En conclusión, el conflicto entre Israel y los palestinos es complejo, trágico y profundamente humano. Requiere sensibilidad, información y, sobre todo, honestidad intelectual.
Acusar a Israel de genocidio, ignorando tanto su composición plural como el contexto bélico en el que actúa, y sin considerar el accionar de Hamás ni la historia reciente del mundo árabe, no es una defensa de los derechos humanos. Es una distorsión.