Tras la caída de Campo Grande, Salamanca reorganizó el ejército y viajó al Chaco para reafirmar su autoridad. Chocó con la insubordinación de Peñaranda y oficiales como Toro. Pese a sus esfuerzos, siete meses después fue derrocado en plena guerra en el llamado “corralito de Villa Montes”.
Brújula Digital|12|06|25|
Raúl Rivero Adriázola
Con la caída de Campo Grande el 11 de diciembre de 1933, que significó la rendición de más de 9.000 soldados y oficiales con armas y bagajes, y el despido de Hans Kundt, el ejército boliviano se encontró en lo que parecía su peor trance en la guerra del Chaco frente al enemigo paraguayo. Acudiendo a los últimos recursos en hombres y dinero –teniendo en esto último decisivo papel el aval de Simón Patiño ante los fabricantes de armas en Europa–, el presidente Daniel Salamanca logró formar un nuevo ejército, que fue puesto bajo el mando de recientemente ascendido general Enrique Peñaranda.
Empero, desde el primer día en sus nuevas funciones, Peñaranda, muy influenciable a las voces de sus subalternos, que no toleraban las sugerencias de Salamanca –atinadas, como luego reconocería en sus memorias el entonces teniente coronel Oscar Moscoso–, decidió hacer caso omiso a la mayoría de las comunicaciones que llegaban de La Paz y tomó decisiones controvertidas y, a la postre erradas, en los planos táctico y estratégico, llevando al ejército en poco tiempo a una nueva situación de apuro frente al enemigo, al punto de poner en riesgo nada menos que el fortín Ballivián, sede del comando en el Chaco.
Preocupado por las actitudes de franca insubordinación de su comandante en el campo de operaciones y sabiendo lo catastrófico que sería para el ánimo nacional el enterarse que Ballivián caía en manos del ejército paraguayo, dejando peligrosamente expedito el camino a Villa Montes, el primer mandatario decidió visitar ese fortín. Como relato en el tercer volumen de mi obra El gobierno de Daniel Salamanca (1931-1934), “acompañado de los ministros Quiroga y Echenique, del doctor Joaquín Espada, de los generales Lanza y Sanjinés y dos de sus hijos, Daniel Salamanca arribó el 25 de abril al Chaco. Al constituirse la primera oportunidad en que se encontrarían las máximas autoridades civil y militar de Bolivia, el presidente esperaba en ella reafirmar su autoridad como capitán general, hacerse de una clara imagen de la real situación que se vivía en el teatro de guerra y fortalecer su empeño de que no se abandone el fortín visitado; además, traía una sorpresa que generaría agria controversia”.
La reunión con el comando fue tensa desde el principio. Peñaranda no se dignó a ofrecer un resumen de la situación; más bien, dejó que Moscoso –entonces, jefe de Estado Mayor– brinde la explicación por él; al día siguiente, quienes expusieron fueron los comandantes de los dos cuerpos de ejército, David Toro y Bernardino Bilbao. Querejazu, en su excelente obra Masamaclay, repite lo anotado por Lanza: “El ambiente era pesado, parecía que todos querían acabar cuanto antes. Recelos, desconfianzas, falta de seguridad en las exposiciones y ausencia completa de franqueza militar (…). Saco en limpio que apenas existe un plan defensivo y que el adversario mantiene la iniciativa. Todo está librado a la suerte (…). De todo lo que he oído saco la impresión de que nuestro comando anda desorientado y que no se atreve a tomar la iniciativa, permaneciendo subordinado a la del enemigo. Reina una completa incertidumbre”.
Este desalentador testimonio se hace más evidente en la reunión que sostienen los militares con la comitiva presidencial, la mañana del 27, en la que salen a relucir no solamente la nula capacidad de mando y decisión de Peñaranda y los odios personales de quienes tienen en sus manos el honor patrio en el frente de batalla. Salamanca comenzó indicando que, dada la falta de coordinación y los roces que se apreciaban entre el comando y el gobierno, había decidido nombrar como Inspector del Ejército al doctor Joaquín Espada, cargo existente en la norma legal; inmediatamente, el comandante en jefe puso reparos, señalando que esa designación “iba a encontrar resistencias y dificultades, algunos pueden resistir ese nombramiento”. Extrañado el presidente ante tales reparos, afirmó que, al ser una designación ajustada a derecho, cesaría en sus funciones al oficial que se opusiera.
Al advertírsele de que serían varios los oficiales que mostrarían su rechazo y que, por consiguiente, no podía despedir a 10 o 12, ya muy molesto, replica: “Debido a los desastres sufridos en la campaña hemos perdido a la mitad de nuestra oficialidad y sin embargo continuamos la guerra. Si para mantener mi autoridad y el acatamiento a mis determinaciones he de tener que retirar del Ejército a cinco, 10 o 20 oficiales, lo haré señor General. Mis determinaciones deben ser acatadas. Este principio de autoridad tengo el deber de hacer respetar, no como cosa personal mía, sino porque esta autoridad pertenece a la institucionalidad de nuestro país; la tuvieron y mantuvieron mis antecesores, yo debo transmitirla a quien me suceda. Esta autoridad que me pertenece a mí, no puedo enajenarla, sobre todo, si al ejercerla y en este caso concreto, estoy ejercitando un derecho que da la ley”.
Tomando la palabra Moscoso, le dijo que no necesitaba nombrar un Inspector, que estaban dispuestos a acatar con respeto las órdenes que directamente dé el primer mandatario, a lo que Salamanca le hizo notar: “Ese respeto que hace notar usted ha desaparecido en varias oportunidades, ¿acaso tienen algo que ocultarme?”. Como el jefe de Estado Mayor insistiera en sus reparos, el presidente repitió que separaría al oficial que se resistiera, para luego preguntar si de los presentes había alguno, a lo que Moscoso contestó: “Yo, por ejemplo, me resisto”. Cumpliendo su amenaza, el presidente le dijo que, desde ese momento, cesaba en sus funciones.
Peñaranda, apreciando hasta dónde había llegado la discusión, se apresuró a pedir la reconsideración de tal medida, indicando que no tendría a quién poner en su lugar, a lo que el ministro de Guerra, Quiroga, le señaló que estaba disponible el general Lanza. Al escuchar ese nombre, el comandante, en tono preocupado afirmó: “Hay tan profundas divisiones en el ejército que, si lo llamo a él, el coronel Toro se revolucionaría”.
Ese reconocimiento de una segura insubordinación por parte de un oficial del ejército no era gratuito. Como consecuencia del golpe militar que truncó el sueño prorroguista de Hernando Siles –inducido principalmente por su entonces ministro del Interior David Toro–, las fuerzas armadas sufrieron una división profunda, con odios y aversiones personales. Y, siendo que Lanza formó parte del gabinete ministerial de los que derribaron a Siles a la cabeza del general Carlos Blanco, se había ganado el aborrecimiento más profundo del retorcido y nefasto coronel. Ya con anterioridad Toro, en octubre de 1932 y luego de la caída del fortín Boquerón, cuando Salamanca decidió relevar al entonces comandante general Carlos Quintanilla, incitó a éste a resistir la orden presidencial, provocando el primer alzamiento militar contra el gobierno en plena guerra y frente al enemigo.
Exasperado al oír esos peros, Quiroga increpó a Peñaranda, instándole a imponer su autoridad como comandante del ejército y si no le parecía bien el general Lanza, nombrara a Bilbao Rioja –que también fue ministro con Lanza–, recibiendo esta insólita respuesta: “Es muy grave lo que puede ocurrir; si llamo al Coronel Bilbao, el Coronel Toro podría insubordinarse con sus amigos; el Coronel Ángel Rodríguez (jefe de operaciones del comando) es también enemigo del Coronel Bilbao. El único que podría reemplazar al Coronel Moscoso sin resistencias sería el Coronel Felipe Rivera”.
Sobre tales actitudes y sus consecuencias, vale la pena transcribir la reflexión que hace en la obra que escribió sobre la vida de Daniel Salamanca el notable político y diplomático David Alvéstegui: “Y es el general en jefe del ejército quien se ve obligado a descubrir ante el jefe del Estado, ante la nación y ante la historia, las lacras que mancillan al ejército combatiente contra el invasor extranjero. Un general pundonoroso y capaz (se refiere a Lanza), que sería el consejero cabal que el alto comando necesitaba para proceder con acierto a la dirección de las operaciones, no podía ser llamado al ejercicio de esa función porque un coronel (Toro), que tenía el mando de una de las grandes unidades de guerra y que, al mismo tiempo, era un político ambicioso, odiaba a dicho general y habría de levantarse en armas antes que aceptar su presencia en la jefatura del estado mayor supremo. Y el general Peñaranda, que pocos días antes había pedido al presidente que alejase a Toro del mando que ejercía, y aún del país, y lo enviase al exterior a causa de su conducta intolerable, se apoya ante Salamanca en ese coronel para no admitir a Lanza en su comando. ¡Miserias de los altos comandantes que nunca tuvieron en su haber un acto de grandeza!”.
Años después, Oscar Moscoso le reveló a Alvéstegui un entretelón de lo ocurrido esos días en el Chaco. Según Moscoso, una vez que el presidente lo cesó, Toro le dijo que estaba indignado ante semejante ultraje y que correspondía a los oficiales “reaccionar de inmediato tomando preso a Salamanca”. Siempre según su relato, Moscoso “rechazó con indignación y energía la proposición de Toro” advirtiéndole, más bien, que evitaría a como dé lugar semejante atentado a la máxima autoridad política del país.
Decidido a evitar más conflictos, el presidente cedió y retiró la designación de Espada, mientras que Rivera reemplazó a Moscoso. Exactamente siete meses después, los altos mandos militares del ejército, en circunstancias parecidas –esta vez, Salamanca, alarmado por el incontenible avance del enemigo hacia Villa Montes y la zona petrolera, viajó al Chaco para reemplazar al inepto de Peñaranda, precisamente por el general Lanza–, se conjuraron para tomarlo preso y obligarlo a firmar su renuncia a la primera magistratura de la nación, en el luego conocido como “corralito de Villa Montes”, otra vez en plena guerra y frente al enemigo.
Raúl Rivera es economista y escritor.