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Política | 07/06/2025   03:47

|OPINIÓN|Anatomía de un Estado fallido| Horacio Calvo|

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Brújula Digital|07|06|25|

Horacio Calvo

En el corazón de Sudamérica, Bolivia parece atrapada en un ciclo perpetuo de crisis política, fragmentación social y parálisis institucional. Lejos de consolidarse como una república moderna, el país se aproxima peligrosamente a la categoría de “Estado inviable”, un término que no se utiliza a la ligera, pero que encuentra aquí fundamentos sólidos: instituciones capturadas, una economía sumergida en informalidad, un sistema judicial sin independencia, y una élite política enfrascada en luchas intestinas mientras el país se desangra.

La inviabilidad estatal no se define únicamente por la pobreza, sino por la incapacidad estructural del Estado para ejercer soberanía efectiva sobre su territorio, garantizar derechos básicos y mantener cohesión interna. En Bolivia, grandes franjas del país, como el Chapare, están fuera del alcance real del Estado. En su lugar operan economías ilegales, estructuras paralelas de poder y una lógica mafiosa que impone orden sin ley.

La Policía y las Fuerzas Armadas, lejos de ser instituciones republicanas, han demostrado su lealtad al poder político de turno o, en casos extremos, han actuado como árbitros fácticos de la política nacional. El colapso institucional de 2019, que culminó en la renuncia de Evo Morales y una transición caótica, fue un claro recordatorio de que en Bolivia el orden constitucional pende de un hilo.

Democracia solo en el nombre

La democracia boliviana es una fachada. Desde 2006, el Movimiento al Socialismo (MAS) ha concentrado poder en todos los niveles, erosionando el equilibrio de poderes y subordinando la justicia, los órganos electorales y los medios públicos. El modelo plurinacional instaurado en la Constitución de 2009 prometía inclusión, pero terminó consolidando una hegemonía disfrazada de participación.

Hoy, el país asiste a un espectáculo decadente: una guerra interna entre figuras del masismo (Luis Arce, Andrónico Rodríguez, Evo Morales) mientras la población se enfrenta a la precariedad cotidiana. No hay alternancia real ni competencia electoral limpia. La justicia, instrumentalizada, sirve para anular rivales, no para impartir equidad. En Bolivia, el poder no se disputa en las urnas, sino en las trincheras judiciales y sindicales.

Crisis económica terminal

A la deriva institucional se suma una tormenta económica de proporciones crecientes. Bolivia enfrenta una severa escasez de dólares: las reservas internacionales netas del Banco Central han caído a mínimos históricos, y la espera para acceder a divisas en el mercado oficial es interminable. Esta escasez ha generado un mercado paralelo con tipos de cambio disparados, encareciendo las importaciones y afectando la estabilidad de precios.

La inflación, que durante años fue contenida artificialmente mediante subsidios y controles, ahora comienza a escapar del control oficial. Los precios de alimentos básicos y combustibles han empezado a trepar, y los signos de estanflación (estancamiento económico con inflación) son evidentes. Mientras tanto, el gobierno insiste en negar la gravedad de la situación, culpando a factores externos, y sigue financiando el déficit fiscal con emisión monetaria encubierta.

El modelo extractivista ha llegado a su límite: las exportaciones de gas están en declive irreversible, y el litio, presentado en su momento como salvación nacional, sigue atrapado entre anuncios grandilocuentes y una total falta de infraestructura e institucionalidad para atraer inversión seria. En lugar de apostar por diversificación productiva, el Estado ha preferido profundizar su rol asistencialista, alimentando una economía informal que representa más del 80% del empleo nacional.

Sociedad sin pacto

Bolivia no solo sufre una crisis de Estado, sino también de sociedad. El tejido social está roto. Las divisiones étnicas, regionales y de clase se han acentuado con una narrativa política que explota la confrontación en lugar de fomentar cohesión. El discurso plurinacional, lejos de integrar, ha profundizado resentimientos.

El bloqueo de caminos, los paros sectoriales y las huelgas han sustituido al diálogo democrático. La protesta es la única forma de participación efectiva. La desconfianza en las instituciones es absoluta, y la cultura política se define por el clientelismo, el chantaje y la impunidad.

Bolivia no necesita más reformas simbólicas ni nuevos pactos entre cúpulas. Necesita una reconstrucción profunda de su institucionalidad: una justicia independiente, un Estado profesional, un sistema fiscal moderno y una economía basada en la productividad, no en la renta y el subsidio.

Eso sí, el primer paso es político: sin una élite dirigente dispuesta a romper el ciclo de confrontación, populismo e improvisación, cualquier intento de reforma será estéril. Es crucial tener políticos que prioricen el bienestar del país por encima de sus propias ambiciones de poder y de mera supervivencia política. Hasta que eso no suceda, el país continuará atrapado en un laberinto sin horizonte ni dirección, acercándose cada vez más a convertirse en un proyecto inviable.





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