Brújula Digital|11|05|25|
Raúl Rivero
En agosto de 2020 publiqué un artículo bajo el título Chile y la guerra del Chaco. La pregunta de Mr. White; el que dio lugar a un valioso intercambio de publicaciones de prensa con el señor Andrés Guzmán Escobari. Como el tema es importante para conocer uno de los entretelones de la guerra del Chaco y para contribuir a la crónica histórica de nuestras relaciones con esa nación vecina, a continuación presento un extracto del artículo original y de mi réplica al señor Guzmán.
Una vez que, a fines de julio de 1932, Bolivia invocó su derecho a represalias por la retoma de la laguna Pitiantuta por fuerzas paraguayas el 15 de ese mes, haciéndose a su vez de los fortines paraguayos Toledo, Corrales y Boquerón, para los países que constituían la Comisión de Neutrales –conformada justamente para evitar un conflicto bélico por la disputa de ese territorio– era claro que sólo el actuar de manera contundente podría salvar las gestiones de paz que iniciaron a principios de ese año.
Es así que, como relato en mi obra El gobierno de Daniel Salamanca (1931-1934), el 6 de agosto, la Comisión, también conocida por ABCP –acrónimos de sus componentes: Argentina, Brasil, Chile y Perú–, hizo llegar a Paraguay y Bolivia una nota instándoles a frenar cualquier iniciativa bélica y, más, bien, atenerse al derecho internacional para zanjar su querella; como primer paso, se pedía a ambos países retroceder sus tropas a las posiciones que mantenían el 1° de junio de ese año. Mientras que el Paraguay respondió aceptando esa propuesta, Bolivia la rechazó tajantemente, señalando que sus actos se enmarcaban en la estricta defensa de su soberanía.
Ante ese fracaso, los neutrales comenzaron a barajar opciones más duras, que incluyesen la suspensión de relaciones diplomáticas con ambos países, obligarlos a aceptar la vía de arbitraje y considerar como actos inamistosos ante terceros cualquier ayuda que se les preste. Este último punto generó un serio contratiempo para Chile, al recibir presiones de Argentina para que amenace a Bolivia con impedir el paso de armamento por el puerto de Arica.
Desechando tal posibilidad, Chile prefirió el camino diplomático, forzando a los neutrales a enviar una segunda nota a los beligerantes el 27 de agosto, proponiendo la convocatoria inmediata a una conferencia en sede a definir, que trate sobre la condición en que quedarían las zonas ocupadas después del 1° de junio, discutir alternativas para un arreglo amistoso de la cuestión de fondo y, en caso de imposibilidad de entendimiento directo, sugerir las bases para un arbitraje; pero, como condición previa para esa convocatoria, debía cesarse toda actividad bélica. Esta vez, fue Bolivia la que aceptó tal propuesta, entretanto que el Paraguay advirtió que, mientras Bolivia no devolviese los fortines tomados, rechazaba cualquier negociación.
Mientras las acciones de armas se sucedían entre los dos países, los posteriores intentos que hicieron los países mediadores no prosperaron. Y sus gestiones se complicaron aún más cuando, el 10 de mayo de 1933, el Paraguay declaró la guerra a Bolivia. Para los analistas, tal decisión tenía un fin específico: buscar que Chile cierre el paso al armamento importado por Bolivia, aplicando por el lado negativo lo expresado por sus autoridades, respecto a que el país trasandino podía “ejercer el derecho de abrir o no sus puertos cuando se trata de tráfico de armas”, haciendo una interpretación unilateral a una las cláusulas del Tratado de 1904. Sin embargo, Bolivia confiaba que eso no se diera, apoyada en las declaraciones del canciller chileno Cruchaga Tocornal, quien hizo recuerdo que los Estados Unidos vendió grandes cantidades de armamento a los enemigos de Alemania y Austria, mucho antes de entrar en la Primera Guerra Mundial, desechando por intrascendentes los reclamos de estas naciones.
Hasta el día de hoy se sigue discutiendo el porqué de la decisión chilena de no ejercer en forma negativa ese derecho proclamado por Cruchaga Tocornal. Parece ser que la clave de tal actitud está en las consecuencias de la pregunta que hizo a Chile el subsecretario de Estado norteamericano Francis White, en abril de 1932, dos meses antes del incidente de Laguna Chuquisaca –Pitiantuta, para los paraguayos–, chispa que desató la guerra.
Abril fue un mes de intensa actividad diplomática, a raíz del sesgo que estaba tomando la Conferencia de Washington –creada a principios de 1929, como consecuencia del asalto paraguayo al fortín Vanguardia–, al insistir el Paraguay, pese al rechazo de Bolivia, en entrar en un arbitraje integral, reclamando además en retornar a lo acordado en el Tratado Pinilla-Soler de 1907 –aunque el mismo fue dejado sin efecto por acuerdo de partes seis años después–. Empero, el tema limítrofe quedó en segundo plano, al conocerse la insólita novedad de que White, presidente de la Conferencia, había enviado una nota a la cancillería de Chile, consultando si en el Tratado de Paz y Amistad de 1904, ese país, además de la amplia libertad de comercio que dio a Bolivia por el puerto de Arica, hacía lo mismo con la internación de armamentos hacia el país del altiplano, llegando al extremo de sugerir una modificación restrictiva de esa libertad.
Considerando fuera de lugar tal solicitud, que era justificada por White como una manera de buscar mecanismos para garantizar la paz en el Chaco, entretanto se llegue a un arreglo definitivo entre los dos países en conflicto –aunque no se hizo la misma consulta respecto a la internación de armas por parte del Paraguay–, las alarmas que saltaron en la ciudad de La Paz pronto parecieron atenuarse al llegar la noticia de que el canciller chileno Balmaceda habría indicado lo siguiente a la prensa:
“Los países que están dispuestos a interponer sus buenos oficios (...) para evitar un conflicto armado, habrían insinuado a nuestro gobierno que desahuciara el Tratado de 1904, pero (...) tal cosa no se hará, por cuanto que nuestro gobierno cumplirá en todo momento su palabra estipulada en dicho tratado. Por otra parte, hemos sido informados que entre las potencias relacionadoras (sic) se estaría tramitando un acuerdo con el único fin de obtener la limitación de armamentos a Bolivia; para esto habría necesidad de interpretar en tal sentido el tratado de 1904 y, además, otros de carácter meramente internacional. (...) Las medidas relacionadas con los armamentos no estarían comprendidas en el espíritu del tratado de 1904”. (La Razón, La Paz, abril 22 de 1932. Pág. 1).
Como bien lo expresó el diputado chileno Tito Lisoni, para Chile era delicado el tema, pues, “(...) desde un punto de vista del derecho positivo, en virtud a un pacto en vigencia que establece una servidumbre internacional en favor de Bolivia, servidumbre que en nada menoscaba la soberanía de Chile (...), que si se tratara de limitar el derecho de uso de una servidumbre prestablecida, ésta dejaría de ser tal y, en consecuencia, podría más bien reclamarse y aún desahuciarse el tratado que la establece, desde el momento que una de sus cláusulas ha dejado de cumplirse o, por lo menos, se ha desvirtuado en parte.” (La Razón, La Paz, abril 24 de 1932. Pág. 4. El subrayado es mío).
El único caso se dio a principios de 1933. En febrero de ese año, la prensa boliviana denunció que nuestro vecino había detenido un cargamento de armas en Arica, “por estar pendiente una propuesta de arreglo pacífico” al conflicto con Paraguay (Última Hora, La Paz, 3 de febrero de 1933). En esos momentos, en la ciudad argentina de Mendoza, se encontraban reunidos el canciller anfitrión Saavedra Lamas y su par chileno Cruchaga Tocornal; uno de los frutos de ese encuentro fue el después llamado Acta de Mendoza, en el que se instaba a Bolivia y Paraguay a cesar la lucha y retirar sus tropas del frente –Bolivia, hasta Ballivián y Roboré, y el Paraguay hasta el río del mismo nombre–, mientras se definía un arbitraje del territorio en disputa.
Como la propuesta se vio frenada por la falta de acuerdo sobre hasta dónde debían retirarse los ejércitos –Paraguay exigía que Bolivia se repliegue hasta Villamontes– y cuál sería la zona objeto de laudo –motivo constante del fracaso de anteriores intentos de arbitraje–, Chile buscó presionar a Bolivia, amenazándole con “tomar medidas drásticas” si no consideraba favorablemente la fórmula propuesta en el Acta, lo que se entendió en La Paz como una amenaza de embargo de las armas que llegaban por sus puertos. Incluso, la visita que hizo el embajador Bianchi al canciller boliviano Gutiérrez, cuyo motivo no trascendió a la prensa, dio pábulo a ese temor.
Así que, la detención del cargamento arriba mencionado, parecía confirmar la aplicación de tal amenaza. Empero, afirmando las autoridades portuarias que ese atraso se debió a problemas burocráticos, días después, las armas salieron rumbo a Bolivia. Según un historiador trasandino “La Cancillería (chilena) consideró, en un documento interno, que la detención de los cargamentos podía producir una controversia al tratado de 1904, un cambio en la opinión pública boliviana en contra de Chile y la negativa de Bolivia por considerar la fórmula de Mendoza, que se discutía en esos momentos” (Cortés, 2016).
Superado ese incidente en puerto, no se conoce de otro y, más bien, las actitudes posteriores chilenas ocasionaron la seria molestia del Paraguay.
Este país, desairado en su esperanza de que la declaratoria de guerra contra Bolivia que hizo en mayo de 1933, ocasionara el automático embargo chileno a las armas compradas por su enemigo, se quejó que el gobierno de Alessandri no sólo dejara pasar esos embarques, sino que también era permisivo con el enrolamiento en el ejército boliviano de oficiales militares retirados y la contratación de miles de obreros chilenos en sus minas, reemplazando a los nativos llamados bajo bandera. La tensión llegó a tal extremo que, a fines de julio de 1933, Paraguay retiró a su embajador en Santiago, a lo que Chile replicó días después llamando al suyo. El impase fue superado un mes después, gracias a la mediación de Argentina, Brasil y Estados Unidos.
Uno de los compromisos asumidos por la cancillería chilena para la reanudación de relaciones con el Paraguay, fue el “prohibir la participación de militares chilenos en favor de cualquiera de los beligerantes”, para lo que promulgó una ley con ese tenor; pero, recién el 7 de septiembre de 1934. En Chile, se decía que Alessandri no actuó antes, porque así se deshacía de militares que podían conspirar en contra suya (Jeff, 2004). Empero, no asumió ningún compromiso con el Paraguay respecto a frenar la llegada de armas a Bolivia por puertos chilenos.
Entonces, toda vez que los países neutrales o –desde la declaratoria de guerra por parte de Paraguay– la Liga de la Naciones, pretendían emplear la amenaza de bloqueo de material bélico a Bolivia en los puertos chilenos o reconvenían a Chile por ser permisivo con el ingreso de armas a nuestro país, aunque esas noticias causaban inquietud y zozobra en el gobierno y el ejército bolivianos, gracias a la pregunta de Mr. White, que originó el cuidadoso análisis de las implicaciones que una medida semejante podría tener sobre la vigencia del Tratado de Paz y Amistad del 20 de octubre de 1904, resultó que Chile se abstuvo de tomar tal medida, la que, con seguridad, hubiera impedido armar un nuevo ejército luego del desastre de Campo Grande y, menos, defender exitosamente Villamontes. Y queda para la historia contra fáctica qué consecuencias hubiera tenido en nuestras relaciones con Chile.
Raúl Rivero es es economista y escritor.