Salvador Romero Ballivián, dos veces presidente del Tribunal Supremo Electoral (TSE), acaba de publicar “Elecciones Peligrosas” (Plural editores, octubre 2024). Se trata de un relato ameno en primera línea del hombre al que “tirios y troyanos” en Bolivia buscaron hacer responsable de sus propias falencias y fobias. Es el libro de una persona cuyo aporte al sostenimiento de una democracia plural en el país no quiso ser valorado.
Brújula Digital|26|02|25|
Rafael Archondo
Una semana después de haberse ceñido la banda presidencial, Jeanine Añez mandó a llamar hasta el segundo piso del viejo Palacio de Gobierno a Salvador Romero Ballivián.
Al ingresar al salón, la presidenta provisoria tomó la cabecera de la mesa. La secundaban allí Óscar Ortiz, quien solo un mes atrás había sido candidato a la presidencia por Demócratas (4,24%), y Álvaro Coímbra, compañero de bancada y paisano beniano. La narración de Romero (2024) consigna una conversación amena de “más de una hora”. En ella se debatieron dos asuntos de urgencia para un país que acababa de expurgar a Evo Morales de aquel mismo edificio y sus alrededores.
Añez quería elecciones inmediatas, mucho antes de un plazo logísticamente razonable, y las quería conducidas por siete vocales del Tribunal Supremo Electoral (TSE) nombrados por decreto. Esta última idea salió de la cabeza de Jorge Tuto Quiroga y le fue expuesta telefónicamente a Romero Ballivián por dicho expresidente de la República cuando el convocado a Palacio aún recorría el trayecto de retorno a Bolivia en dirección al aeropuerto internacional de la ciudad de México.
Ese lunes 18 de noviembre de 2019, desde las tres de la tarde, Romero usó todo su conocimiento en la materia para disuadir a sus tres interlocutores orientales que unos comicios razonables solo podían organizarse en un plazo de 120 o 150 días.
El outsider de aquellas horas, el líder cívico Luis Fernando Camacho, quería salir a votar no más tarde que el 19 de enero de 2020, imaginando en su trino que así volcaba la foto de los repletos cabildos cruceños al cómputo electoral. La euforia puede ser a veces una muy mala consejera política.
Con una segunda batería de argumentos, Romero arguyó aquella tarde que un TSE recompuesto solo podía nacer del Congreso, así como lo dicta la Constitución. Designar vocales por decreto, desde el seno de un improvisado gobierno de emergencia, era (habrá dicho Romero), la cuna más funesta para un poder electoral que necesitaba ser robusto, creíble y sobre todo legítimo.
Nuestro narrador no imaginaba que al plantear allí elecciones en un plazo lógico y bajo el suave manto de la Carta Magna, le estaba entregando al futuro TSE, que quedaría a su cargo, el rol de conductor político de la transición democrática. Bolivia necesitaba sanar las heridas de la elección anulada de 2019 y mirar reconciliada hacia adelante. Salvador Romero Ballivián estaba prefigurando así la senda que le tocaría recorrer. Para entonces intuía que el trayecto estaría minado, pero quizás sentía ese 18 de noviembre, que un poco de audacia no le vendría mal en medio de tanto ventarrón.
Jeanine Añez y sus dos colaboradores enfrentaron a Romero con un argumento prácticamente irrefutable: si los vocales del TSE, seis de siete, salían del Congreso, como manda la ley, todos y todas serían invariablemente masistas. ¿Por qué el partido de Estado iba por entonces a renunciar al uso de ese poder, la maña acariciada a lo largo de una década y media? Con un TSE azul, las posibilidades de tropezar en el mismo fraude estaban cantadas.
Romero reconoce en su libro que sus curiosos socios en la mesa actuaban movidos por el sentido común. En “Elecciones peligrosas” (2024) las palabras del autor suenan sensatas: “Los alcances de mi planteamiento resultaban contraintuitivos para quienes ejercieron una oposición desdeñada (…) Mi prisma no era el interés de un campo, menos de un partido, sino la integridad del proceso, lo que implicaba velar por la creación de condiciones generales idóneas y las oportunidades parejas para los participantes”. La ilusión de Romero no estaba tan deschavetada. Finalmente, los cuatro en ese salón se sentían aquel día el puente de salida, y no el destino final del forcejeo.
En un momento de la conversación, Romero le dio la vuelta al argumento lapidario de Añez, Ortiz y Coímbra. Les advirtió que un TSE por decreto ahuyentaría al MAS de participar en los comicios. Y es que solo un equipo de vocales confiables suele garantizar un acto electoral consagrado en sus procedimientos y resultados.
“Si el MAS no participa, es su problema”, habría planteado entonces la presidenta. “No, Jeanine, es tu problema”, habría sido la reacción fulminante de Romero.
En su libro (2024), nuestro autor hizo el balance de aquella importante reunión: “Añez no rebatió el análisis, tampoco afirmaría que lo suscribió”. La despedida fue con abrazo y sin compromisos.
Una semana después, Romero aceptaría empujar el carro solo si se cumpliesen sus condiciones: comicios en mayo y con un TSE hijo de la Constitución. El telón de fondo estaba hecho de un material indispensable: que todas las fuerzas representativas del país en ese momento pudieran competir sin cortapisas. Para sortear aquel choque de autoritarismos, la salida debía ser diáfana, sobria y procedimental. Romero bautizó el espacio que buscaba abrir en noviembre de 2019 como de “centro democrático”, ese fiel de la balanza que ordena y sosiega.
Acá, lo que solicitó
Contra todo pronóstico, el país tuvo su 24 de noviembre. Aquel día, un domingo cargado de esperanza, se promulgó la Ley 1266 del “Régimen excepcional y transitorio para la realización de elecciones generales”. Dos mujeres, antes desdeñadas por sus partidos, sostenían el documento aprobado por unanimidad: Jeanine Añez, hoy injustamente presa, y Eva Copa, la nueva presidenta del Senado y legisladora “revelación” de un MAS renovado. Solo esa foto, atesorable pese a todo, refuta sin ambages aún hoy a quienes porfiados gritaban y gritan: “¡golpe!”.
“Ya está lo que solicitó”, le habría dicho Añez a Salvador. ¿Cómo negarse? Romero pasaba a ser el primer vocal designado del nuevo TSE, él sí por decreto, como manda la Constitución. Los demás saldrían de la deliberación en la Asamblea Plurinacional.
Tras un mes como habitante casi solitario de la casona de la plaza Abaroa, Romero Ballivián recibió inquieto a los vocales con los que emprendería la dura travesía: Hassenteufel, Ruiz y Gutiérrez, con quienes forjaría mayoría (4/7), Baptista, con quien rompería lanzas, y Vargas junto al luego auto-re-nombrado Atahuichi, que claramente respondían a las directrices del partido de Estado. El elenco descrito es insólito en sus derivaciones. Resulta que un Congreso dominado en sus dos terceras partes por el MAS, estaba pariendo un TSE potencialmente adverso a sus intereses. Cauteloso, Romero llama “plural” a su sala plena. ¿Fue aquella la obra de una organización sumida al fin en la necesaria autocrítica?, o quizás, ¿solo perpleja o atarantada de manera momentánea?
Ni el más arrollador de los entusiasmos pudo haber conseguido que Romero Ballivián imaginara en aquellos días que el TSE que presidía, fuese capaz de conformar una mayoría estable distante del MAS y funcionar con base en ella. Y, sin embargo, el convocado a Palacio por Añez, su quizás único refutador (“es tu problema”), tomó la determinación de no ser masista, pero tampoco anti masista. Muchos no le perdonarían que siguiera asumiendo en conciencia la ausencia del MAS como “el” problema de la democracia reconvenida tras la huida de Morales.
El campo minado
Este primer desenlace, a inicios de 2020, instalaba un umbral impensado para la Historia de Bolivia, pero también un contexto de incertidumbre bajo instituciones prendidas con alfileres. El asedio simultáneo e implacable contra el nuevo TSE de Romero vendría tanto de Buenos Aires, el cuartel internacional del exiliado jefazo, como de la propia presidenta y sus hinchas desde el momento en que sucumbieron a la poco enigmática pregunta: “¿Y si fuera ella?”. A las agresiones azuzadas y al linchamiento expedito en las redes sociales, se sumó un tercer caballo del apocalipsis: la pandemia. A Romero le preguntaron varias veces si prefería contar votos o muertos. Los rezagados en encuestas y sondeos, los urgidos de tiempo para seducir electores, se pusieron batas blancas para estirar como chicle el corto mandato de Jeanine y comprar tiempo para su tan ansiada como improbable victoria electoral.
A partir de ese vértice, Romero traza un inventario largo de los clavos introducidos con violencia en las llantas del TSE. Salvo Carlos Mesa y su Comunidad Ciudadana (CC), partido que reconoció de inmediato su derrota en la noche del 18 de octubre de 2020, prácticamente todos los actores públicos se dedicaron a sabotear la salida. El recuento de los daños es tal que el apelativo de “peligrosas” para aquellos comicios termina siendo incluso un poco descafeinado.
El principio señalado por Romero en aquella reunión del 18 de noviembre en Palacio sobrevivió afortunadamente a todas las embestidas: que todos los que representan a la gente puedan competir sin cortapisas. En zigzagueantes votaciones de sala plena se fue marcando la fecha de los comicios, debatiendo las inhabilitaciones de candidatos y, sobre todo, respondiendo al clamor inútil de que el MAS sea ilegalizado. Romero sostuvo el timón con mano firme a pesar de los vaivenes vertiginosos y las denostaciones desinformadas. Defendió la pulcritud razonable del padrón, el modo evidentemente proporcional de distribución de escaños en el congreso nacional (dado que en los legislativos departamentales sí se ven las hilachas), la irracionalidad de reabrir las acusaciones de fraude en unos comicios (2019) de por sí anulados, la inocuidad de unos comicios pandémicos en los que la gente se expone igual o menos que cuando va al supermercado, y la inconstitucionalidad de una norma que le propina la muerte civil a un partido, cuyos portavoces se sienten tentados de comentar encuestas.
En otras palabras, entre noviembre de 2019 y abril de 2021, Salvador Romero Ballivián se sacrificó como David frente al Goliat de los mitos. Su libro busca ahora ensayar el mismo epílogo registrado en la Biblia (primer libro de Samuel). Armado de una ingenuidad deliberada, hago votos para que lo consiga.
Cierro este recuento con una frase de Romero (2024) que vale la pena exhibir: “En tanto quienes detenten el poder, utilicen los instrumentos de la justicia para amedrentar y proscribir opositores, mientras los adversarios se hallen en presidios, asilados en embajadas, en distintas formas de exilio, bajo la espada de Damocles de juicios imprecisos, sinuosos e interminables (…) el zócalo de la democracia será endeble”. Si desde 2006 esa ha sido la conducta de los gobernantes bolivianos (patear la escalera), no cabe duda de que estamos viviendo un extenso periodo de elecciones ultrapeligrosas, con lo cual el libro de Salvador Romero, más que una memoria de su gestión a cargo del TSE, es más bien un manual para transitar por la vida pública boliviana.
Rafael Archondo es periodista.