He venido argumentando hace mucho tiempo que ni la educación, ni la salud, ni la vivienda, ni la alimentación, ni el agua potable, ni ningún bien o servicio que podamos considerar importante, son derechos humanos. Uno quiere que todos, o la gran mayoría de la población, tengamos acceso a ellos, pero nuestras buenas intenciones no los convierten en derechos por arte de magia. Ese es el gran error, la inocencia y la ingenuidad que cometen la Declaración Universal de Derechos Humanos y muchas Constituciones como la nuestra. Pensamos que escribir nuestros buenos deseos en un papel y ponerle un título rimbombante transformará estos bienes y servicios en algo que se pueda garantizar para todos.
Y es que en esencia eso es un derecho, una garantía. Si tenemos derecho a algo entonces ese algo deberá sernos otorgado independientemente de si lo podemos o lo queremos pagar. Si nuestra Constitución dice, por ejemplo, que tenemos derecho a la educación, entonces cada uno de nosotros la puede reclamar de forma gratuita usando la fuerza de la ley. Pero, claro, el problema es que la educación no es gratuita, es un bien económico que tiene un costo. Alguien tiene que pagar el salario de los profesores, el alquiler del edificio, la cuenta de la luz, etc. ¿Cómo se garantiza que algo que no es gratuito sea “gratuito” para todos? La única forma de hacerlo es a través de la coacción: debemos forzar a un grupo de personas a pagar por la educación de otras.
Garantizar el derecho de alguien implica, entonces, quitarle plata a alguien más a través de impuestos para para poder pagarlo. Esto genera al menos dos problemas, uno de índole utilitario y otro de índole moral. El problema utilitario es que los impuestos para garantizar educación, salud, vivienda, alimentación, agua potable, alcantarillado, electricidad y todo lo que se nos ocurra escribir en la Constitución, es una montonera de plata. A más derechos en el papel, más impuestos a cobrar. Pero cobrar impuestos implica apropiarnos de los recursos, la riqueza o la propiedad privada de terceros. Cuando esto sucede, estos terceros tienen mucho menos incentivos a trabajar y generar esa riqueza. ¿Para qué hacerlo si después llega el gobierno y a través del uso de la violencia (los impuestos no son voluntarios) nos quita una buena parte para garantizar derechos? La creación de derechos implica, entonces, una reducción en la creación de riqueza que viene acompañada de una reducción en producción, innovación y generación de empleo. Pero este no es el único problema, ¿quién administra la recaudación de impuestos? Los políticos. Y los políticos no tienen idea del tipo de educación que preferimos o de nuestras prioridades de salud, etc. Ellos solo tienen una idea general de que estas cosas deben ser garantizadas y tratan de procurarlas a chapuzones. Si a eso le agregamos que la gran mayoría de los políticos son corruptos (precisamente porque administrar recursos de terceros es siempre una tentación) pues la ineficiencia en la provisión de esos derechos es inmensa.
El problema moral es que los impuestos cobrados para garantizar derechos son un ataque violento a nuestra propiedad privada, es decir, son un ataque violento a nuestra libertad. ¿Cómo podemos aspirar a florecer como seres humanos y perseguir nuestra felicidad si no somos libres de usar el fruto de nuestro esfuerzo como a nosotros nos parezca mejor? Me corrijo a mí mismo, entonces, y digo ahora que la Declaración de Derechos Humanos y las Constituciones que listan bienes y servicios como derechos no solo que están equivocadas o pecan de inocencia o ingenuidad, sino que en realidad son perversas. Promulgan derechos por doquier, pero saben que eso será posible solamente si el Estado usa coacción sobre los demás.
Los políticos, los líderes sindicales y los intelectuales de izquierda se refieren a estos derechos como “conquistas sociales” o como el fruto de un “contrato social.” Pero ¿cómo es que algo que obliga a una persona a pagar por el bien o servicio de otra puede ser una “conquista social”? ¿Deberemos acaso celebrar la coacción de unos en beneficio de otros? Y no, estos derechos tampoco son el fruto de un “contrato social.” Un contrato es un acuerdo voluntario entre partes y en esto no hay nada voluntario: o pagamos los impuestos para pagar derechos o vamos a la cárcel a punta de pistola. Sé que algunos me dirán que así funciona la democracia y que, si la mayoría vota por instaurar un derecho, la minoría deberá atenerse a ello y pagar los impuestos sin chistar. Esas son las reglas de juego y si quieres seguir viviendo en esa sociedad te toca respetarlas. Pero ese argumento podría aceptarse solo si uno pudiera decidir libremente dejar de ser ciudadano de ese país y adoptar otro en el que las reglas sean distintas. Si uno pudiera renunciar o no renovar el “contrato social” de forma libre y voluntaria pues entonces, sí, esos derechos podrían considerarse legítimos y nadie podría quejarse. En la práctica, sin embargo, eso es prácticamente imposible. Uno no puede cambiar de país como cambiar de camisa. Todos estamos inexorablemente atados a nuestro país de nacimiento y conseguir otra ciudadanía es complicadísimo. No nos queda más, por lo tanto, que acatar lo que diga la mayoría. La creación de derechos y su financiamiento supone, entonces, la tiranía de la mayoría sobre las minorías (sobre todo sobre la minoría más chica de todas, el individuo).
Si la educación, la salud, la vivienda y ese largo listado que aparece en las Constituciones no son derechos, ¿existe algo que sí lo es? Por supuesto. La tradición liberal considera que los únicos derechos que se pueden y deben garantizar son los que John Locke llamaba derechos naturales: el derecho a la vida, a la libertad individual y a la propiedad privada. Note que estos son derechos negativos en el sentido de que le garantizan al individuo que nadie, sobre todo el Estado, podrá interferir con ellos. Nadie puede quitarnos la vida, hacernos esclavos o disponer de nuestra propiedad que es fruto de nuestro esfuerzo. Estos derechos no son positivos, como los de las Constituciones, porque no nos otorgan bienes y servicios que alguien más deba pagar. Fíjese, entonces, que los derechos positivos niegan o cancelan los derechos negativos porque toman, por la fuerza parte de la propiedad privada de algunos para pagar por las cosas de otros.
Esta distinción entre derechos pone en relevancia la superioridad moral del liberalismo como paradigma político. Dentro del liberalismo los derechos naturales o negativos son principios sacrosantos que no se pueden ignorar aun si se convierten en un estorbo para lograr objetivos colectivistas. Esta concepción y convencimiento fue la piedra fundamental del enorme desarrollo que la cultura occidental ha producido en los últimos doscientos años. La inspiración ideológica de la Revolución Americana y su famosa Declaración de Independencia son un gran ejemplo: “Sostenemos estas verdades como sagradas e innegables: que todos los hombres son creados iguales e independientes y que de esa creación se derivan derechos inherentes e inalienables dentro de los cuales están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad…”
En las últimas décadas el discurso progresista abrazado por organismos internacionales como la ONU o la CIDH han venido instalando narrativas para justificar la existencia y el crecimiento sostenido de derechos positivos a costa de derechos negativos. Si no frenamos esas turbias intenciones habremos perdido la batalla por aquello que hizo florecer a occidente y sacó a millones de la pobreza y la miseria: la libertad.
Antonio Saravia es PhD en economía (Twitter: @tufisaravia)