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Posición Adelantada | 24/08/2020

Privaticemos la educación

Antonio Saravia
Antonio Saravia

La clausura del año escolar a principios de este mes ha generado muchísima controversia y confusión. Acostumbrados a depender del Estado en materia educativa, los estudiantes, los padres y los maestros se vieron repentinamente huérfanos y completamente desorientados. ¿Qué hacemos ahora que no hay alguien que nos diga que hacer? ¿Nos resignamos a perder un año de educación para los chicos y de trabajo para los maestros?

Y aunque el pesimismo reina y surgen los reclamos para que el gobierno de marcha atrás, esta es una oportunidad valiosa para hacer una reforma estructural que corte de raíz la tragedia educativa boliviana. Una reforma en serio que cambie los incentivos de los actores y no solamente los programas, las mallas curriculares y las normas pedagógicas.

¿Cuán mala es la educación pública en Bolivia? Malísima. ¿Puede usted nombrar un solo período en la historia nacional en que la educación pública en el país fue eficiente y de calidad? ¿Existe un solo indicador de calidad o resultado educativo en el que a Bolivia le vaya bien? La educación pública fue y sigue siendo espantosa en términos académicos, de infraestructura, de tecnología y de eficiencia administrativa. El gobierno gasta mucho donde probablemente no debiera (educación universitaria) y poco donde probablemente si debiera (kínder y primaria), pero independientemente de donde, cada peso gastado es terriblemente ineficiente al generar resultados. La pandemia solo ha desnudado esa realidad.

¿Por qué vivimos y hacemos a nuestros hijos vivir esta pesadilla? ¿Acaso cualquier familia no cambiaría una escuela pública por una privada en menos tiempo que canta un gallo si dispusiera de los medios para hacerlo? La lista de todo lo que está mal es interminable pero el problema fundamental es que el sistema educativo es un rehén institucional. La educación en el país es presa de dos instituciones perversas. La primera es la perenne ineficiencia estatal. Los políticos no tienen incentivos para generar ni eficiencia ni calidad. Por un lado, los efectos de la educación son de largo plazo y no generan réditos electorales inmediatos.

Por otro lado, los políticos que planifican la educación elaboran planes, cambian mallas curriculares, contratan maestros y reparten el presupuesto sin tener la información de que tipo de educación es la demandada por el mercado (estudiantes, padres y futuros empleadores). La educación desde los niveles más básicos debe responder al dinamismo social y tecnológico y a las cambiantes necesidades de los actores del desarrollo que usan esa educación como insumo. Los políticos y la burocracia estatal boliviana no participan de ese mercado y, por lo tanto, no tienen el más mínimo chance de saber cuales son esas necesidades.

La segunda institución que tiene secuestrada a la educación es el magisterio. Los maestros en Bolivia se forman en un ámbito tremendamente politizado (las Normales) y después pasan a ser miembros de un sindicato que se declara trotskista sin que se le mueva un pelo. El magisterio hace lo que quiere con los programas educativos y huelgas masivas que suspenden las clases cuando se le viene en gana. Han reconocido muchísimas veces que su objetivo es eminentemente político y que con ellos no hay diálogo que valga … ¡son trotskistas!

En estas condiciones no hay más solución que cortar de raíz. El gobierno tendría que aprovechar esta clausura para mover el sistema hacia una reforma que cambie la estructura de incentivos de los actores. Esto no es nada más ni nada menos que movernos hacia la privatización. Devolvámosle de una vez a las familias y la iniciativa privada la responsabilidad de educar a nuestros hijos sin politiquería de por medio. Empecemos, por ejemplo, eliminando por completo todo impuesto y regulación a aquella empresa pyme o grande que quiera poner una escuela. Permitámosle contratar libremente y tener amplia potestad definiendo mallas curriculares y la mejor manera de atraer estudiantes. Esto generará el crecimiento de una oferta pujante que llevará a los proveedores a tener incentivos a mejorar y adaptarse al dinamismo social y tecnológico.

La privatización debe dejar de ser una mala palabra. Privatizar no significa en absoluto abandonar a las familias más pobres. El complemento natural de un sistema de educación privado es un sistema de vouchers o cheques educativos que el gobierno entregaría a las familias para que estas puedan pagar el colegio que mejor les parezca. Esto empoderaría a las familias a que se perciban como clientes con derecho a exigir calidad y a moverse buscando la mejor opción. Generaría, además, por supuesto, una competencia entre colegios para atraer esos vouchers.

Esto lleva a que los incentivos se complementen y produzcan mejoras sustantivas. Así pasa en Suecia, Holanda, Francia, Alemania, Nueva Zelanda, muchos estados de EEUU, y muchos otros países con los mejores resultados PISA 2018. Y, por supuesto, Chile, el país que lidera los resultados PISA en Latinoamérica y uno de los primeros en moverse hacia un sistema de vouchers. 

Antonio Saravia es Ph.D. en economía.



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