“Ganar es vaciar al adversario político de sus adherentes”
Nadie hace política por deporte, pero muchos somos fanáticos de la política como si fuera un deporte. En efecto, muchas veces al dar clases de gobierno he comparado la política con el deporte, pues comparten muchas características en común, principalmente el sistema democrático, vamos a decir, y el fútbol. Recordemos que ambos son productos modernos de prácticas antiguas. Los griegos ya ensayaban formas de democracia restringida, como los mayas se divertían pateando la cabeza de sus adversarios muertos.
Pero nos vamos a referir a la versión moderna de la democracia representativa y el fútbol, como se practican hoy. Recordemos que ambos descienden de la tradición occidental británica. Se dice que los ingleses, inventores de la mayoría de los deportes, lo hacían para canalizar la energía y agresividad de los hombres, a la vez que los mantenía físicamente fuertes para la guerra. Y ahí surgió aquello de que el deporte es la guerra por otros medios, así como la política.
En el deporte, específicamente en el fútbol, nosotros elegimos “nuestro” equipo y lo seguimos fielmente en las buenas y en las malas, hasta las últimas consecuencias. Adoramos a nuestro equipo, sufrimos en su derrota y tocamos la gloria con su victoria. Insultamos al árbitro, y si perdemos maldecimos al director técnico. En fin, somos la hinchada, somos fanáticos, somos “la tribu”. La fidelidad es absoluta y “el transfugio” imperdonable.
Hay políticos que mal emplean el símil deportivo a la práctica de la política: éstos nunca transan, nunca pactan ni conciertan con el adversario. Siempre es ganar a como de lugar, eliminando al oponente y, si fuera posible, a su sigla y a sus adherentes. Aquello es autocracia, fascismo y finalmente tiranía. Ya lo hemos vivido.
Ellos practican la política del odio, la confrontación, el resentimiento, la pugna entre razas, etnias, lenguas y regiones. Ellos enfrentan a la nación consigo misma. Ellos nos retornan a “la tribu”, como diría Vargas Llosa. Son los populistas, de izquierda o de derecha, que promueven la polarización y el conflicto, que emplean la violencia verbal o animalizan la conducta humana.
Pero política no es fútbol. Por el contrario, la política democrática concilia civilizadamente posiciones encontradas, busca la colaboración con el adversario político para alcanzar un bien común y hace de ello una virtud. No hay vicio en buscar consensos y llegar a acuerdos legítimos. El resultado es la desescalada del conflicto y la resolución pacífica de las diferencias.
En la democracia moderna, a diferencia de lo que ocurre en el fútbol, el juego no consiste en derrotar al “enemigo”, adherentes incluidos, ni tampoco en humillar a sus votantes, en su derrota. En el juego democrático, ganar es vaciar al equipo contrario de sus adherentes. Es conquistar su hinchada para nuestro equipo; es construir una “casa grande” para dar también cabida a los adherentes de nuestro adversario; porque nuestro equipo es mejor, más incluyente, nuestros jugadores son más hábiles, tenemos una mejor estrategia de juego y ganamos limpiamente, con mayor frecuencia. Haciendo una política de consenso en el centro.
La política debe ser entendida como un fenómeno fluido, continuo y constante que no termina en una sola partida y que no produce ganadores o perdedores absolutos ni definitivos como pasa en el fútbol. El juego político nunca se detiene porque los vencedores y vencidos circunstanciales conforman una sola identidad, son parte constituyente de un solo sistema democrático, donde se difiere en los medios o tácticas, pero finalmente actúan, gobierno y oposición, “dialécticamente” para producir un resultado aceptable para el conjunto de la gente.
La democracia política incorpora, por tanto, otro invento sajón: la competencia. El “mercado” y la mano invisible que lo regula, vía la competencia, es el producto intelectual del genio escocés, filósofo y moralista, Adam Smith, allí por 1776. Originalmente pensado para explicar cómo funciona la economía de mercado, donde las preferencias del consumidor, la “soberanía” del consumidor, determina qué se produce, en qué cantidad y a qué precio, dado por la oferta y la demanda; igualmente ese concepto de “soberanía del consumidor” trasladado a la política, al mercado electoral, se emplea en la democracia moderna.
El consumidor, siendo en este caso el elector, al que se le presenta una variedad de “productos políticos” de diferentes opciones, que compiten por satisfacer sus preferencias ideológicas económicas y/o sociales, elige en cada caso y en cada elección, por quien votar. Por tanto, en democracia, no debiera existir el fanatismo de la adhesión deportiva incondicional, por un partido u otro. En cada elección, la oferta electoral apropiada pudiera ser ofrecida por un partido diferente al de nuestra predilección habitual o nuestro candidato preferido.
Depende, en cada caso, cuál es el objetivo político a perseguir. El 18 de octubre próximo los electores tenemos un objetivo mayor: ganar las elecciones para evitar el retorno del MAS, para castigarlo por su ineptitud, ignorancia, matonaje, corrupción de las instituciones y fraude electoral. Por sus crímenes contra la democracia. Para ello, simplemente debiéramos votar por quien pueda vencerlo electoralmente y restituya el juego limpio, la ley y el respeto a los derechos humanos.
Los
bolivianos estamos ante el umbral de una nueva era política. O avanzamos hacia
la modernidad y elegimos con racionalidad y apertura de mente o regresamos a la
irracionalidad emotiva, presos de nuestros temores, complejos y prejuicios. El
futuro no puede ser volver al pasado.
*Ronald MacLean-Abaroa fue alcalde de La Paz y Ministro de Estado