En diciembre de 1948 la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Esta decisión fue el resultado de la conciencia creciente de los Estados acerca de las ilimitadas posibilidades de vulneración de los derechos civiles y políticos de las personas a raíz de las atrocidades cometidas en el contexto de los dos momentos de la guerra mundial; derechos declarados bajo inspiración del pensamiento ilustrado del siglo XVIII dentro del proceso de la fundación del Estado Moderno, alumbrado bajo drásticas limitaciones constitucionales a su poder en resguardo, precisamente, de estos derechos. Paradoja de grandes dimensiones.
La aprobación de esta declaración universal dio inicio a la inacabada conformación de un complejo y frondoso sistema internacional de protección de los derechos humanos en el mundo en pos de la consecución de propósitos expresamente enunciados: la promoción estos derechos, la prevención de las vulneraciones a ellos y, en caso de ser vulnerados, su restitución, la sanción a los agresores y la indemnización a las víctimas.
Los avances de este sistema se han manifestado en la edificación de un entramado institucional y normativo en tres niveles articulados entre sí: el internacional, de las Naciones Unidas; el regional, europeo e interamericano, y el nacional, interno de cada estado asociado integralmente a los anteriores de forma tal que implica la configuración del llamado “bloque de constitucionalidad” en los Estados, por el cual los tratados en materia de derechos humanos se integran a las prescripciones de las respectivas constituciones arrebatando a dichos Estado al deber de abstención de acciones u omisiones de aquéllos, y al deber de su promoción y resguardo.
A contramano, desde 1948 hasta ahora sobran los datos disponibles que revelan que el grado de consecución de los propósitos primigenios del sistema de protección internacional de derechos humanos ha sido y es mínimo, a tal punto que se justifica el surgimiento de cuestionamientos a la validez de la existencia del sistema de protección internacional de los derechos humanos. En este preciso momento, en Hispanoamérica, el caso de Venezuela se suma a las bases de los cuestionamientos al revelar, más allá de toda duda, una situación de extrema gravedad para los derechos humanos, caracterizada por una parte por la violencia del poder narco criminal de la tiranía descargada sin límites sobre personas inocentes e indefensas sin tapujos, ante los ojos del mundo y, por otra, por la insuficiencia de la reacción internacional que corresponde a los moldes aceptables de convivencia internacional desde la perspectiva democrática. De un lado del tablero actúa el agresor armado hasta los dientes provocando los mayores daños que puede; del otro, actúa la diplomacia negociando dentro de los límites de la corrección política.
En pocas palabras: las aspiraciones expresadas en los textos normativos están muy lejos de la realidad concreta, y las instituciones encargadas de acortar esa distancia no hacen mucho por lograrlo, provocando escepticismo y desesperanza. Los factores causales son varios. De comienzo, hay que admitir que el sistema de protección internacional de los derechos humanos nació con pecados originales graves. La misma aprobación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos tuvo participación de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y la Unión Sudafricana, cuando en la primera el totalitarismo comunista soviético tenía su maquinaria mortífera en pleno funcionamiento, y en la segunda, comenzaba la aplicación del oprobioso régimen del apartheid.
A esa falla de origen se añaden las dificultades emergentes de:
El principio de subsidiaridad que exige el agotamiento de todos los recursos de protección previstos por el ordenamiento interno de los Estados deriva en la prolongación de los procedimientos del sistema internacional, los mismos que son excesivamente burocráticos, conspirando todo en contra de su eficacia
El principio de no intervención por efecto de la soberanía de los Estados miembros es una barrera infranqueable para la protección de los derechos humanos.
Los diferentes órganos del sistema, decisorios, deliberativos y técnicos, son conformados con delegados y miembros designados por los gobiernos de los Estados miembros, lo cual implica la concurrencia de afinidades políticas e ideológicas que, en muchos casos, conspiran en contra del cumplimiento de requisitos mínimos deseables de competencia, en contra de la calidad e imparcialidad de su trabajo.
Este panorama provoca justificado escepticismo, el mismo de Hanna Arendt en su obra “Los orígenes del totalitarismo” cuando afirma que la efectividad de los derechos requiere una “soberanía” que los proteja, una comunidad política que lo haga. Tiene razón. Se trata del permanente desafío: la construcción de una democracia vigorosa en todos y cada uno de los Estados. Hagamos la tarea.
Gisela Derpic es abogada.