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31/01/2021
La madriguera del tlacuache

Más que una cara bonita

Daniela Murialdo
Daniela Murialdo

Esta semana estuvo dedicada a la belleza. La de Jhonny Fernández y la de la próxima Miss Santa Cruz (parece que ese departamento concentra las mayores manifestaciones estéticas del país).

Corrió por las redes una nota que atribuía al candidato a la Alcaldía cruceña una frase que reflejaba su malestar porque la gente lo calificara solo por su buena apariencia. “Estoy cansado de que me juzguen por ser pintudo” habría dicho con cierta desazón.  

Independientemente de si la frase fue real o una fake más, las reacciones fueron burlescas. Pues qué hombre, en su sano juicio, podría quejarse de que el resto lo perciba hermoso, olvidando incluso, si los hubiera, sus dones intelectuales o espirituales. Pero, ¿y si esa queja la hace una candidata? Presumo que la sociedad la recogería como una denuncia frente a actitudes machistas destinadas a su cosificación. Y aunque el cierre de filas en torno a ella sería razonable, no deberíamos olvidar que los hombres también pueden ser instrumentalizados (intento no seguir usando la horrenda palabra “cosificados”), sin que ellos lo busquen. Aunque posiblemente esta sea una conjetura que no encuadra en los mandatos que obligan a pensar dos situaciones similares de modo distinto dependiendo del sexo del protagonista.

Es que nuestros opinadores andan tan despistados que no saben ya cómo guiarnos sin que nos perdamos en los embustes. Como en los que se extraviaron varios entrevistados en un sondeo bonaerense, a quienes pidieron su opinión sobre los certámenes de belleza. Estos encuestados respondieron, con el énfasis necesario, que eran una aberración en tanto explotaban los estereotipos machistas que oprimen a las mujeres. Hasta ahí todo bien. Su brújula aún funcionaba. Luego, los mismos detractores de esos certámenes se mostraron eufóricos y optimistas en su respuesta sobre la mujer transgénero que ganó el Miss Universo España hace un par de años: “es un gran avance”, “por fin se toma en cuenta a la comunidad LGTBI”, festejaban. La obvia repregunta de la entrevistadora no se hizo esperar: “¿o sea que la imposición de estándares de belleza a una mujer es condenable, pero cuando se le exigen a un transexual es un progreso?”. De ahí, solo quedó el silencio atronador.

El reprochable motor de esos eventos de beldad no es el machismo, sino la frivolización de la sociedad. Que se alimenta de la farándula y del chimento. Sin importar si los sujetos en los reflectores son mujeres o intersexuales.

Hace unos días la empresa organizadora del certamen Miss Santa Cruz (liderada por una mujer) tuvo que retirar la publicación de su convocatoria al concurso por la avalancha –justificada por causas creo yo erróneas– de críticas a los requisitos exigidos a las aspirantes a nueva reina. Algunos de ellos: ser delgada, poseer lindo rostro y haber nacido mujer (esto último presumo, para no verse obligados a cumplir con la cuota de discriminación positiva).  

El Servicio Plurinacional de la Mujer y la Despatriarcalización (mi compu, algo retrógrada, no reconoce aún este término) salió –con la retórica victimista con la que solemos dirigimos a nuestra fanaticada– a decir que las mujeres no somos objetos y que la cosificación de nuestros cuerpos es una de las herramientas que el sistema patriarcal utiliza para oprimirnos.

Pregunta al margen: tratándose de una contienda organizada por una empresa privada, que supongo cuenta con los permisos de esa autoridad que debe bendecir hasta las rifas en una guardería, ¿no podrá decidir cuáles son los requisitos de la competencia, siempre que no vayan contra la ley? Siendo un concurso de belleza, ¿no es lógico que establezca parámetros de lo que ella considera es “lo bello”? Si mañana hubiera una convocatoria para elegir a la pelirroja más destacada de La Paz ¿debería yo sentirme discriminada por tener pelo castaño y no tener pecas?

Y es que mientras nos centramos sólo en la consigna que acusa al machismo de todos los males de la humanidad, no reparamos en otros daños también serios, como la exaltación de lo trivial. Que supone, entre otras cosas, análisis superficiales de la realidad. Nos apoyamos en el cliché (la cosificación de la mujer, la opresión patriarcal, etc.), y no advertimos que el peligro no es que se considere a una mujer sólo por su hermoso rostro, sino que le hagamos creer a esa mujer –y a los demás–, que eso es lo relevante. De ahí que los cuestionables requisitos para ser reinas de belleza sean el menor de nuestros problemas.

Cuando se ve en ciudades norteamericanas a madres que venden lo que tienen para comprar a sus niñas de seis años vestidos pomposos para que asistan a los esplendorosos concursos, me entra la duda de si la cadena perpetua sería suficiente. La explotación ahí no tiene que ver con el machismo sino con una forma de vida fatua, con la que cada vez nos sentimos más cómodos.

No creo que todas las modelos o las aspirantes a reinas sean oprimidas. Y posiblemente, a diferencia de lo que podría sentir Jhonny Fernández, no pienso que se lamenten por ser percibidas como una cara bonita. Haríamos bien en dejar el paternalismo y en atacar a aquellos que promueven la buena facha como una valiosa virtud y a quienes, por pereza u otras razones, no cultivan la educación y la cultura. Una sociedad que pone atención en el desarrollo de lo intelectual y lo espiritual es una sociedad cuyos periódicos no tienen que dedicar titulares a los certámenes de belleza.

Quizás si provocamos que los niños se interesen por los libros, el teatro, la música o la pintura –y les hacemos saber que hay una vida más trascendente que la de los flashes de las pasarelas o la farándula–, cuando sean adultos puedan ser apreciados por sus conocimientos, su bondad o su sabiduría, aunque tengan una cara bonita. 

Daniela Murialdo es abogada.



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