El Gobierno nacional tenía una oportunidad inmejorable para frenar a tiempo el desabastecimiento de combustibles y sus consecuencias. Varios sectores con poder económico no sólo admitieron a regañadientes la necesidad de ajustar los precios de la gasolina y el diésel, sino que llegaron pedir expresamente la nivelación gradual de los mismos.
Sin embargo, la respuesta de Luis Arce fue clara y concisa: no hacer nada. En enero de este año, el presidente reiteró por enésima vez que incrementar los precios de los combustibles afectaría a los más pobres y humildes, por lo que “nunca lo hará”. A estas alturas, la oportunidad ya está desperdiciada y, por más que su Gobierno cambie de parecer y suba los precios, ya es tarde para evitar las reacciones en cadena que comienzan a paralizar la economía nacional.
Cualquier gestión medianamente sensata hubiera estado más que complacido con el respaldo de sectores clave para tomar una de las decisiones más difíciles en materia económica, sobre un tema altamente sensible y políticamente tabú, como es el precio de los combustibles; pero, por todo lo visto, no ha sido el caso de Luis Arce.
Recordemos algunos de los pronunciamientos y demandas. La Asociación de Surtidores (ASOSUR) alertó en reiteradas ocasiones sobre los riesgos que conllevaba el crecimiento de la brecha entre los precios fijos y los precios referenciales del mercado internacional. Por su parte, la Cámara Agropecuaria del Oriente (CAO) expresó públicamente su predisposición a aceptar la eliminación del subsidio al diésel, con la condición de que se normalice el abastecimiento para el agro cruceño. Diferentes gremios del transporte pesado, en particular del sector exportador, también mostraron su acuerdo con el descongelamiento parcial de los precios subvencionados. La Cámara Departamental de Transporte de Oruro fue un poco más lejos, al haber sugerido formalmente a los ministros el levantamiento gradual de la subvención a los combustibles.
Sin embargo, el Gobierno de Luis Arce parece haberse quedado encapsulado en un espacio temporal en el que no hay ningún plan más que simplemente estar y dejarse llevar por la corriente. El presidente sigue aferrado a su política de no hacer nada con respecto a los precios congelados desde diciembre de 2004. Su argumento de que cualquier ajuste afectaría a los más pobres no es convincente porque no se necesita ser economista para entender que la subvención mayormente acaba en los bolsillos de los estratos ricos y privilegiados. Incluso los anuncios sobre cómo “están solucionando” el problema no convencen a la gente.
Los pretextos gubernamentales para justificarse cada vez son más descabellados y menos creíbles. Echaron la culpa al mal tiempo por no haber descargado combustible en Arica, cuando en realidad la causa fue la inhabilitación del terminal marítimo Sica Sica por falta de mantenimiento de parte de YPFB. Anunciaron el descubrimiento de un “megacampo” de hidrocarburos en el norte de La Paz, pero sin más prueba o información técnica que la palabra del primer mandatario. Ahora, los medios estatales están posicionando una nueva excusa: los paros y bloqueos están estorbando el abastecimiento del diésel y gasolina.
Si en las circunstancias actuales el gobierno quisiera retomar la oportunidad desperdiciada, el impacto sería nulo o marginal. Ya no tiene la relevancia y el sentido de pertinencia que pudo haber tenido hace un año o antes. Cualquier tipo de ajuste de precios, ciertamente mejoraría los ingresos fiscales en moneda nacional, pero no en divisas o dólares, que es lo que desesperadamente necesita YPFB para importar combustibles. Una medida oportuna hubiera ralentizado el vaciamiento de las Reservas Internacionales, pero ahora ya es demasiado tarde, por la simple razón de que no hay reservas que proteger. En otras palabras, si se decretara una elevación del precio de diésel, gasolina o ambos, el abastecimiento no se normalizaría. Estamos en otro momento y escenario.
La política gubernamental de no hacer nada es una preocupación muy seria para los bolivianos, pero no así para la clase gobernante y hasta parece tener sentido para sus intereses. Al final de cuentas, dirán en su fuero interno, ¿para qué despeinarse gestando y conduciendo maratónicas negociaciones para alcanzar pactos nacionales; o para qué construir equilibrios políticos por demás complejos entre sectores con intereses contrapuestos, cuando la opción de no hacer nada es menos desafiante y hasta beneficiosa? Saben que el congelamiento es una medida populista que encaja casi a la perfección con sus planes de reelección a golpe de prebendas, promesas cortoplacistas y soluciones falsas.
El horizonte está cargado de nubarrones grises porque no existen soluciones ni a corto plazo ni a mediano plazo. Para el colmo de los males, los desaciertos de Luis Arce y sus colaboradores siguen proliferando y empeorando la tormenta que se aproxima, como esa torpeza de exponernos a sanciones internacionales por importar diésel ruso, o ese burdo alineamiento al gobierno de Nicolás Maduro.
Para decir sin vueltas, la política de no hacer nada es el resultado del cortoplacismo y la incompetencia de una clase gobernante que solo se enfoca en buscar soluciones rápidas, fáciles y populistas.