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Raíces y antenas | 24/08/2025

La economía no espera: reformas, narrativas y KPIs en tiempos de crisis

Gonzalo Chávez
Gonzalo Chávez

Domingo 9 de noviembre de 2025. La plaza Murillo ya quedó vacía después de los discursos solemnes, las selfies democráticas y las inevitables comparsas de analistas opinando en vivo. La Asamblea Plurinacional juró a sus nuevos inquilinos y, mientras afuera se enfrían los micrófonos, adentro, en una sala cargada de café recalentado y humo de cigarro, comienza la verdadera discusión: cómo demonios encarar las reformas económicas que marcarán la próxima década.

El dilema no es nuevo: ¿aplicar una “terapia de shock” al estilo Big Bang, es decir, medidas drásticas de ajuste fiscal, monetario y liberalización de precios, para recuperar credibilidad inmediata? ¿O un gradualismo que, con más paciencia y tilde socialdemócrata, intente administrar los costos y generar consensos?

El dilema tiene pros y contras dignos de restaurante: el shock sirve para ganar credibilidad inmediata y evita que los grupos de interés armen barricadas antes del primer decreto. Pero trae de postre desempleo, inflación y un aumento instantáneo de la pobreza.

El gradualismo promete menor costo social y más consensos, aunque corre el riesgo de ser capturado por sindicatos, gremiales y cooperativistas expertos en bloquear cualquier cambio… excepto el precio de sus propios privilegios.

Ahora bien, incluso los gradualistas coinciden en que la secuencia importa. Primero, estabilización macroeconómica: déficit fiscal bajo control, señales claras sobre el tipo de cambio y un Banco Central que inspire algo más que bostezos. Segundo, la liberalización interna: subsidios, precios administrados y transferencias, ese nudo político que ningún gobierno quiere cortar porque sabe que los transportistas, los gremiales y los consumidores urbanos se benefician. Tercero, el sistema financiero: banca sólida, menor expansión monetaria y crédito ordenado.

Solo entonces, con los cimientos firmes, se puede abrir la ventana externa: reglas claras de comercio y capital, evitando repetir la tragicomedia de crisis de balanza de pagos.

El problema es que ninguna política es neutral: cada medida redistribuye rentas y despierta protestas. Ejemplos de manual: Una devaluación del tipo de cambio ayuda a exportadores y productores transables, pero convierte a los importadores en poetas de la queja.

Reducir subsidios a combustibles alivia al fisco, pero tensiona a transportistas y consumidores urbanos. Subir regalías mineras ordena las cuentas, pero incendia las calles con los cooperativistas al mando. Indexar salarios a la productividad es académico y sensato, pero para sindicatos acostumbrados a decretazos suena a herejía.

La lección es clara: la economía no es un laboratorio estéril, es un ring de boxeo con árbitro distraído. Por eso, el próximo gobierno tendrá que gestionar ganadores y perdedores con transparencia, compensaciones focalizadas y un relato convincente.

Otro desafío, tan grande como cuadrar las cuentas fiscales, es la construcción de la narrativa política que sostendrá las reformas. En economía, la coherencia técnica es indispensable, pero en política lo que manda es la historia que se cuenta.

Los ciudadanos no leen balances, leen titulares y escuchan rumores en el minibús. Por eso, tan importante como diseñar la política económica, es saber comunicarla de manera clara y creíble, anticipando resistencias y gestionando expectativas.

En otras palabras: no basta con tener un buen plan, hay que venderlo mejor que un televisor en oferta. Sin una narrativa convincente y una estrategia de riesgos bien pensada, cualquier reforma, por más brillante que sea en PowerPoint, termina archivada en las calles, en forma de bloqueos y marchas con petardos.

Finalmente, y no por eso menos importante, está la construcción de indicadores clave de desempeño (KPIs, por sus siglas en inglés). Porque sin métricas claras, cualquier reforma económica corre el riesgo de convertirse en un acto de fe más que en una política pública. La economía, al fin y al cabo, no se evalúa por discursos ni por aplausos en la Asamblea, sino por resultados medibles que indiquen si vamos en la dirección correcta o simplemente damos vueltas en círculo.

En términos académicos, los KPIs permiten establecer criterios objetivos de evaluación ex ante y ex post.

Algunos KPIs que el equipo puede sugerir son: 

1. Estabilización macroeconómica. Déficit fiscal como % del PIB (meta: converger gradualmente a <3%). Inflación anual (meta: mantenerla en un rango de 3–5% tras el ajuste inicial). Reservas internacionales netas (meta: crecimiento sostenido y cobertura de al menos 6 meses de importaciones). Credibilidad monetaria y cambiaria. Brecha entre tipo de cambio oficial y paralelo (meta: <5%). Expectativas de inflación según encuestas a hogares y empresarios (meta: convergencia a la meta oficial).

2. Reformas distributivas y sociales. Gasto social focalizado como % del PIB (meta: mantener o aumentar, aun en ajuste). Cobertura de redes de protección (transferencias condicionadas, pensiones básicas). Índice de Gini y tasa de pobreza moderada (meta: no deterioro durante la transición).

3. Sistema financiero. Ratio de capitalización bancaria y cartera en mora (meta: estabilidad en ambos). Participación del crédito productivo vs. dirigido políticamente.

4.Apertura externa y competitividad. Exportaciones no tradicionales como % del total (meta: crecimiento sostenido). Inversión Extranjera Directa (IED) neta (meta: recuperar flujos equivalentes al 3% del PIB).

5.Narrativa y confianza política. (sí, también se mide waway) índices de confianza empresarial y del consumidor. Nivel de conflictividad social (bloqueos, protestas) como proxy de legitimidad de las reformas.

En suma, la historia no juzgará solo el contenido de las reformas, sino la capacidad de leer el tiempo político, tejer coaliciones y aprovechar la ventana de oportunidad que abre la crisis. Porque, como bien diría cualquier manual de economía política, no hacer nada cuesta más que actuar, pero actuar sin estrategia cuesta todavía más.

El 9 de noviembre de 2025, Bolivia inicia un nuevo ciclo. Y, aunque nadie lo diga en voz alta, quizás sea la última oportunidad en mucho tiempo de transformar una crisis en proyecto de país.

Este texto es, en cierto modo, un viaje al futuro inmediato: al “día después” de las elecciones, cuando el verdadero desafío ya no será ganar votos sino administrar expectativas. Llegar a ese momento con la casa en orden requiere que los equipos económicos de ambos candidatos –sí, de los que hoy se lanzan dardos en campaña– sean capaces de pactar entre ellos y con el gobierno saliente un proceso de transición transparente y organizado.

El 17 de agosto la población boliviana dio una lección de civismo y compromiso democrático. Ahora toca que la clase política esté a la altura y responda con lo mínimo que se espera en cualquier democracia madura: una transición civilizada del poder. Porque si el pueblo pudo votar en paz, los líderes deberían al menos poder reunirse sin petardos ni adjetivos inflamables.

Gonzalo Chávez es economista.



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