A ser eso se nos condenó en 2006. A moros y cristianos. A simples personas, jefes de sigla, senadores o diputados, aspirantes a candidato, dirigentes de organizaciones o representantes de instituciones, autoridades o miembros de los niveles “deliberativos y de fiscalización” de entidades territoriales “autónomas”, comunicadores sociales o “analizadores”, cambas, chapacos o collas, empleadores o empleados, citadinos o campesinos…
Todos fuimos confinados a una butaca en el teatro del “proceso de cambio” ante el escenario del poder. Autoritario por principio, excluyente por efecto e ilegal por decisión. Desde allí miramos lo que nos muestran, cual Alexander DeLarge, protagonista de “La naranja mecánica” en manos de sus “salvadores”. Ante nuestros ojos se suceden escenas de una trama disparatada, una tras otra. Sin ton ni son. Bajo un libreto único, taladro cerebral saliendo de la boca de los miembros de un reparto surtido que incluso intercambia papeles repitiendo sin embargo las mismas líneas clave. Falaces sin excepción.
Trama de casi 20 años. De huellas indelebles: nubla los sentidos, desinforma y deforma el pensamiento. Su decurso se antoja impredecible, esperamos que “cualquier cosa pueda suceder” y, aunque asombra y horroriza cada día con hechos impactantes, nos frustra con igual desenlace angustioso: la reproducción del poder. Sin asomo alguno de riesgo por la irrupción de intrusos en el escenario. Los actores son ellos; los espectadores, nosotros. Desde nuestros asientos luchamos para ponernos de pie y logramos cambiar guión y trama. Fue poco. Insuficiente.
Sucede así gracias a la receta inventada por los “genios” del totalitarismo como pilar de su maquinaria de terror y dominación: la propaganda, esa difusión monumental de la mentira. Ese recurso potente con el cual, por una parte, es pervertido el pensamiento a través de los argumentos falaces; por otra, también la realidad a través de la manipulación de los hechos. Esto deriva, como dice Hanna Arendt, en la destrucción de la dignidad del pensamiento humano en el primer caso y, en el segundo, de la dignidad de la acción humana, procurando la victoria totalitaria a expensas de la verdad y de la misma realidad.
La eficiencia de la propaganda es muy alta. No solamente convence; desacredita a quienes eluden sus efectos, creando catervas fanatizadas a las cuales los débiles de espíritu se adhieren con prontitud, cerrando la boca quienes discrepan de su discurso políticamente correcto - sarta de insensateces – por acomodo o temor.
La propaganda tiene vocación a eternidad. Tanto, que debe pasar mucho tiempo para la lenta disipación de la densa humareda de sus cuentos y el hallazgo de vestigios de los hechos reales. Con base en la esforzada labor de los rebeldes que se resisten a tragar píldoras cuadradas. Esos que se permiten el lujo de volver a ver las cosas, cambiando de perspectiva, contrastándolas con lo que se sabe a ciencia cierta y los valores que defienden. Menudo trabajo.
Todavía se cree en las glorias de la “revolución bolchevique”, en el dizque portentoso avance soviético heredado por un charlatán que aseguró hacerse de Ucrania en dos semanas, amenazando iniciar una guerra nuclear cuando la realidad demuestra lo contrario. No hay conciencia de que la URSS se cayó de podrida, hecha “pomada” por los fallos de su “modelo”. Sin dispararse un solo tiro.
Todavía se cree en la “potencia médica y educativa” de una isla hundida en la miseria y la opresión por una casta encabezada por un “comandante” que no estuvo en la toma del Moncada porque “no encontraba sus gafas” y que jamás disparó un tiro. No hay conciencia de que Cuba es otro fracaso del mismo modelo fallido.
Todavía se cree en el éxito económico masista que se debió a los precios internacionales de las materias primas, sin mérito alguno del fugado o su cajero. Todavía se cree en un golpe de estado de 2019 contra el “primer presidente indígena”, cuando fue la rebelión ciudadana por el fraude perpetrado en favor del cocalero mestizo, probado por la auditoría de la OEA.
Todavía se cree en la pelea del MAS, siguiéndola “alma, vida y corazón” olvidando el hundimiento de la economía, el derrumbe de las instituciones, el avance del crimen y la violencia. Se la considera la gran oportunidad para recuperar la democracia en 2025, olvidando que “quien sabe”. No hay conciencia de que los azules están unidos “hasta que la muerte los separe”, de que la reproducción de su poder está garantizada y por la maquinaria de fraude electoral que incluye un padrón espurio del que pocos dicen algo y, en buena medida por dos hijos “de vecino”, con apellidos que aluden a delito y peligro: Hurtado y Espada.
El desafío es convertirnos en actores. La mayoría, extras. Con protagonistas. Urge la audición que los provea. Con base en un perfil pertinente a las demandas actuales que incluye no solo una política económica que frene la crisis, sino también la recuperación de seguridad ante la trama criminal de los masistas.
Gisela Derpic es abogada.