En el altar de la retórica pública, el emprendedor boliviano ha sido santificado como el nuevo mesías del desarrollo nacional. Si uno asiste a un foro electoral o de propaganda, se encontrará con la misma estampita de primera comunión: un joven techie, sudadera con capucha al viento, laptop Mac sobre las piernas, diseñando la próxima App que revolucionará la vida rural con blockchain, Inteligencia Artificial y delivery por dron solar. Todo desde un cowork hipster, con cafecito orgánico de Caranavi incluido. Por supuesto, me encanta la imagen, pero la maldita realidad es otra.
En efecto, si dejamos de flotar por un momento en el universo paralelo del “pitch deck” y bajamos a tierra o, mejor dicho, a la Ceja de El Alto, al Plan 3000, a los mercados de Cochabamba, veremos que el emprendedor boliviano tipo no tiene mucho de Zuckerberg tropical. No habla de “startups”, ni tiene Linkedin premium. No está disruptando nada. Está sobreviviendo. ¡Hay bro, eres un aguafiestas! Dirán algunos.
El verdadero emprendedor boliviano se llama don Mario y vende jugo de naranja en una esquina desde hace 15 años. Sabe más de pricing, logística y fidelización de clientes que varios egresados de maestrías de negocios. También está doña Lidia, que con su marketing olfativo (pollos al espiedo que perfuman cinco cuadras) se asegura una clientela fiel. Y, por supuesto, está el pastillero de Alto Lima Bajo; ese visionario con su Maestría Boliviana en Adaptación (MBA), que sabe aplicar precios dinámicos según la cara del cliente, el clima o la cotización del dólar informal.
Desde la academia, este fenómeno tiene nombre y apellido: emprendimiento por necesidad. No es una categoría inventada por la sabiduría popular, sino una clasificación técnica respaldada por el Global Entrepreneurship Monitor (GEM), cuyos estudios en Bolivia han sido liderados con rigurosidad por la Universidad Católica Boliviana San Pablo, hasta hace unos años atrás. En pocas palabras, se trata de aquellos que emprenden no porque detectaron una oportunidad innovadora, sino porque no les quedó otra. Porque el empleo formal es un unicornio, el crédito un mito y la estabilidad un recuerdo vago de otros tiempos.
Este tipo de emprendimiento se contrapone al ideal del emprendedor por oportunidad; ese que tiene visión, plan de negocios, flujo de caja proyectado y, si hay suerte, algún contacto con un inversionista que no sea su tía Norita. Son los emprendedores que innovan, escalan, exportan y, en algunos casos extraordinarios, hasta pagan impuestos. Lamentablemente, en Bolivia estos personajes son como los pandas: hermosos, escasos y en peligro de extinción.
Mientras tanto, la mayoría de nuestros emprendedores vive más cerca del microcrédito que del venture capital, más cerca del toldo que del cowork, y más cerca del “chuño con huevo”, vulgo chuñuputi, que del sushi vegano. Son resilientes, ingeniosos, eternamente adaptativos, pero de baja productividad, atrapados en una economía informal que los empuja a inventarse el trabajo cada día.
Un capítulo aparte, merecen los comerciantes: esos verdaderos gladiadores de la frontera, que transforman containers de productos chinos en microeconomías locales, y que cuando el tipo de cambio favorece exportan oro en sus dientes. Con ellos, el contrabando no es un delito, es un modelo de negocios. Son los MVPs del PIB informal, héroes no reconocidos del crecimiento no contabilizado.
En ese contexto, la misión es clara: hay que transitar del emprendimiento por necesidad al emprendimiento por oportunidad. Y eso no se hace solo con discursos inspiradores o bootcamps de fin de semana; se necesita infraestructura, financiamiento, políticas públicas coherentes, educación emprendedora real y redes de apoyo, que no se evaporen tras el primer pitch.
No es fácil. Ni rápido. Pero es posible. Porque si algo ha demostrado el emprendedor boliviano tipo - ese que exprime naranjas, vende pollos, trafica pastillas legales o importa productos con agilidad camaleónica - es que la creatividad y el trabajo duro ya están. Lo que falta es el entorno.
No hay duda, Bolivia cuenta con emprendimientos innovadores que merecen aplausos, mariachis y hasta documentales. Son verdaderos faros en la niebla, casos de éxito que demuestran que sí se puede. Pero para que esos faros no se queden como lucecitas aisladas en medio de un océano informal, hace falta algo más que entusiasmo y una cuenta de Instagram bien curada. Hace falta una coreografía bien sincronizada entre tres actores, que hasta ahora suelen bailar en pistas distintas: la empresa, el gobierno y la universidad.
Existen esfuerzos loables para impulsar ecosistemas emprendedores, iniciativas serias, creativas, con gente comprometida que está haciendo mucho con poco en Bolivia. No los cito aquí. No por falta de mérito, sino por el riesgo de omitir a alguno y generar celos en el ecosistema. Y sí, tenemos emprendedores espectaculares, verdaderos jedis del ingenio que han logrado lo impensable desde un garaje, un galpón o un puesto en la feria. Pero hay que ser honestos: son aún la minoría de la minoría. Son como prototipos exitosos que necesitan convertirse en producto mínimo viable y luego escalar, sin perder el alma… ni quebrar en el intento.
El reto no es menor: convertir a estos casos heroicos en norma, sin pretender que todos vendan software en vez de salteñas. Es decir, traducir innovación no solo en código fuente, sino también en comercio, servicios, agricultura, producción y turismo con valor agregado. No se trata de cambiar lo que la gente hace, sino de darle las herramientas para hacerlo mejor, más rentable, más sostenible y, por qué no, con una App.
Este debería ser uno de los desafíos centrales del próximo gobierno. No solo hablar de ecosistemas de emprendedores en conferencias, sino crear uno real, dinámico, flexible, adaptado a la diversidad boliviana, en la que, tanto el que hace pitch en inglés, como el que vende anticuchos en la esquina, tengan espacio, apoyo y futuro.
Y, lo más importante, brindar una educación transformadora, una verdadera autopista del conocimiento práctico que permita a miles de emprendedores salir del modo supervivencia y entrar al modo oportunidad. Que el país deje de ser un taller de emergencia y se convierta en una fábrica de ideas escalables. Que el chuño siga presente, claro, pero con código de barras, con storytelling propio y con acceso a mercados internacionales.