El candidato repasaba rápidamente su discurso de cierre de campaña. Desde
su improvisado camarín podía oír los vítores de la multitud que esperaba
ansiosa por verlo y escucharlo. Su equipo lo animaba y le repetía las frases que
no debía olvidar decir: “el futuro es nuestro,” “el país no espera” y la
consabida “esta es la elección más importante de nuestra historia.” Al
acomodarse la corbata se alegró de comprobar que sentía el cosquilleo propio de
estar a punto de salir a la tarima. Sabía que eso significaba que la adrenalina
lo empezaba a invadir y sabía que la iba a necesitar.
Mientras practicaba el discurso en silencio, trataba de animarse y convencerse a si mismo de que este era su destino. Quería ser presidente porque estaba seguro de que tenía la capacidad y la estatura moral para guiar su país. Se repetía a si mismo que él era el hombre indicado, que lo podía hacer y que necesitaba el poder político para cambiar por fin la suerte de sus compatriotas. En el fondo, sin embargo, sabía que todo era en vano. Nada podía quitarle esa fría sensación de fracaso que lo dominaba desde hace unos meses. Sus asesores habían insistido y machado con eso de que una elección era una guerra y que, en una guerra, lo único importante era ganar. Lo habían convencido de que todo valía si se lograba ese objetivo. Siguiendo ese mantra entonces, y con las encuestas como guía, se fue desviando poco a poco de su propuesta original y los ideales que lo habían impulsado a abrazar una carrera política. Para ganar la guerra, había empezado a mentir. Empezó a ofrecer lo que la gente quería oír y no lo que él consideraba correcto. Fue fácil, nadie se lo reclamó. Al revés, lo felicitaban por “sintonizar con el país.” Pero mientras más subía en las encuestas y más festejaban sus partidarios, más se hundía en el fracaso de haberle fallado a su conciencia.
De pronto escuchó la música que lo solía preceder en cada acto. Era la hora. No había más tiempo para filosofía moral. Se sacudió las dudas, abrazó a su esposa, esbozó su mejor sonrisa y subió al escenario. Los gritos eran ensordecedores, las banderas y las pancartas con su nombre lo emocionaron. Saludó y empezó, como siempre, arengando a la gente y declarando entusiasmado que no tenía dudas: él sería el nuevo presidente del país. La gente le mostraba su cariño y él lo retribuía. Llevaba hablando entusiasmado unos diez minutos cuando sucedió lo impensable. Desde un costado oyó que le gritaban que hablara de los bonos sociales que prometía entregar, desde el otro le pedían que hablase de su promesa de vivienda gratuita para familias de ingresos bajos, arriba leía pancartas con el precio con el que había prometido controlar la venta de carne, más cerca, los empresarios que lo apoyaban le pedían que hablara de su “lucha frontal” contra el contrabando. Sabía lo que tenía que hacer. “Solo una vez más,” trató de consolarse. “Miente una vez más y diles lo que quieren escuchar.” Acercó el micrófono, lo apretó con fuerza, pero comprobó con espanto que no podía pronunciar una sola palabra más. Era como si el barril de las mentiras se hubiera quedado seco. No había ni una sola más a la que echar mano. El candidato había llegado a su límite. Desesperado, porque presentía que ese interminable momento de silencio le podía costar la elección, comprendió que su suerte estaba echada. No había vuelta atrás. No lo podía contener ni un minuto más. El candidato suspiró profundamente, miró de reojo a su esposa y liberó la catarata interna que llevaba suprimiendo por tanto tiempo:
“Tengo una confesión que hacer. Si ustedes quieren bonos, no voten por mi. Si quieren vivienda gratuita, no voten por mi. Si quieren que controle los precios, no voten por mi. Si quieren que luche contra el contrabando, no voten por mi. Si quieren que el gobierno gaste más de lo que ingresa, no voten por mi. Si quieren que emita dinero para inflar la demanda agregada, no voten por mi. Si quieren que imponga cupos a la exportación, no voten por mi. Si quieren que suba el salario mínimo, no voten por mi. Si quieren doble aguinaldo, no voten por mi. Si quieren que cobre más impuestos a los ricos, no voten por mi. Si quieren que yo defina que es lo que el país debe hacer en materia productiva, no voten por mi. Si quieren que luche contra la desigualdad, no voten por mi. Les juro que no haré nada de eso.”
Un silencio sepulcral se apoderó del recinto. La gente no podía creer lo que acababa de escuchar. Los asesores detrás del escenario se tomaban la cabeza y gesticulaban. El candidato sintió que se liberaba de una mochila de veinte kilos. Miró de frente y siguió:
“Mi propuesta real es la libertad. Yo entré a la política para devolverle al individuo la libertad de desarrollar su plan de vida. Si soy presidente, el gobierno será muy pequeño, reduciré la burocracia estatal a la mitad y reduciré los bonos, subsidios y servicios públicos porque cobraré muy pocos impuestos. Prefiero que Ud. decida que hacer con su plata, en lugar de dármela a mi para que yo, o un ejército de burócratas, lo haga. No lucharé contra el contrabando porque la gente tendrá la libertad de comprar de donde y a quien quiera. Pero, claro, le haré la vida más fácil a nuestros productores para que puedan competir con los productos importados. No controlaré precios ni impondré cuotas de exportación. Dejaré que consumidores y productores decidan los precios ellos mismos a través de la competencia. Eliminaré las regulaciones laborales para que se reduzcan los costos de contratación y se incrementen las oportunidades de empleo formal. Mi prioridad será la seguridad jurídica y el respeto a la propiedad privada. Y no, no combatiré la desigualdad, combatiré la pobreza. La economía no es una torta de tamaño fijo y los exitosos que se hacen ricos la hacen más grande beneficiándonos a todos. Si quieren un país en que el Estado tenga solo un rol secundario, entonces sí, voten por mi. Si quieren, en cambio, un Estado que tome la mayoría de las decisiones, entonces no lo hagan. Muchas gracias.”
El despertador sonó con furia. El candidato se despertó desorientado y sudando. Vio a su esposa durmiendo y le costó un segundo entender que aun estaba en su casa. Hoy era el cierre de campaña y debía dar el discurso más importante de su vida.
Antonio Saravia es PhD en economía (Twitter: @tufisaravia)