Uno de los conceptos de economía política que genera más consenso en
materia de desarrollo es el del “imperio de la ley” (“the rule of law”). Es
común escuchar a políticos, académicos o periodistas de diversas vertientes
ideológicas proclamar con entusiasmo, y cierto aire virtuoso, que el imperio de
la ley es una condición crucial para la buena convivencia y el progreso social.
La idea, por supuesto, es que, si la ley se respetase y obedeciese, nos comportaríamos
mejor, no habría corrupción, no habría inseguridad y nadie tomaría ventajas
injustas.
Aunque la idea es atractiva como principio de civilidad, he de confesar que nunca logró convencerme del todo. ¿Cuál debería ser la posición liberal ante ella? Si los liberales consideramos que los gobiernos son, por definición, ineficientes (no tienen la información necesaria para usar nuestro dinero como lo haríamos nosotros mismos) y que los gobernantes son gente común y corriente que persigue sus propios intereses (la literatura de public choice lo ha demostrado sobradamente), ¿por qué deberíamos respetar con entusiasmo todas las leyes que producen? El problema se multiplica varias veces, por supuesto, cuando se tiene un gobierno escandalosamente ineficiente y corrupto como el nuestro.
Es muy fácil elaborar una lista de leyes perversas que subyugan nuestra libertad y producen resultados ineficientes. A la cabeza podríamos poner los controles de precios. ¿Por qué debería un grupo de burócratas decirle a alguien a qué precio vender sus cosas? Obligar a comerciantes o productores a vender su producto a un determinado precio es inmoral porque infringe su legítimo derecho a usar su propiedad privada de la forma que considere más conveniente (siempre y cuando, por supuesto, no viole el mismo derecho de los demás). El vendedor o productor no obliga a nadie a comprar su producto, ¿por qué, entonces, debería verse obligado a venderlo a un precio fijado por el gobierno? Pero además de ser inmorales, los controles de precio son completamente ineficientes. No favorecen al consumidor (que es al que los políticos pretenden ayudar con precios bajos) porque crean desabastecimiento. El gobierno puede obligar a los vendedores a cobrar un determinado precio, pero no los puede obligar a producir. La cantidad ofrecida cae, entonces, y se generan desabastecimientos, colas, mercados negros, etc. No necesita que yo se lo cuente, lo estamos viviendo ahora mismo en Santa Cruz con el pan. ¿Cómo se puede, entonces, en conciencia, justificar el imperio de esta ley?
Podríamos después seguir con las regulaciones en el mercado laboral. El salario mínimo y el doble aguinaldo, por ejemplo, obligan a empleadores a pagar un determinado salario a sus trabajadores. Como en el caso anterior, la inmoralidad de estas leyes radica en la violación de los derechos de propiedad del empleador. Si él no obliga a nadie a comprar su producto, ¿por qué debería el gobierno decirle cuanto pagar a sus trabajadores? Pero, ojo, el efecto más perverso de estas leyes no es el que recae sobre el empleador, sino el que recae sobre el trabajador. La existencia de estas regulaciones hace que los empleadores contraten menos y sea muy difícil para los trabajadores, sobre todo para los más jóvenes, encontrar un trabajo donde puedan desarrollarse. Algo muy similar sucederá con la Ley 283 de Procedimiento Especial para la Restitución de Derechos Laborales que la Cámara de Diputados aprobó la semana pasada (¡con más de dos tercios de votos!). Como explicó la Ministra de Trabajo, esta ley busca “evitar los despidos injustificados y reincorporar al empleado en un plazo de cinco meses desde la denuncia…” Más inmoralidad y más ineficiencia. Una relación laboral es como una relación de pareja: los dos deben estar de acuerdo y ninguna de las partes tiene “derecho” a mantenerla. ¿Qué empleador en su sano juicio contratará a alguien si sabe que, cuando las cosas vayan mal y tenga que despedirlo, tendrá que “justificar” el despido y restituirlo en un plazo de cinco meses? Más regulaciones, menos empleos. ¿Podemos justificar el imperio de estas leyes?
Otro caso típico es el de los aranceles de importación. El gobierno impone aranceles y otros cobros a los productos importados haciendo que las familias deban pagar un precio enorme si quieren comprar un producto extranjero en el mercado formal. Y, otra vez, la inmoralidad reside en no permitir que la gente use su plata y sus recursos como mejor le parezca. ¿Qué mal hace una familia que quiere comprar una lavadora china, unos zapatos brasileños o algo de ropa usada? ¿Por qué obligarlos a pagar impuestos extras y así dirigir su compra hacia productores nacionales? ¿Por qué no hacerle la vida más fácil a estos últimos para que compitan (menos impuestos y regulaciones), en lugar de hacerle la vida más difícil a las familias?
¿Cómo enfrentamos entonces este dilema? ¿Debemos aceptar el imperio de estas leyes sin chistar porque es la norma oficial? ¿Cuál el estándar de comportamiento moral? ¿Debemos guiarnos por lo que es legal o por lo que consideramos correcto?
Llegados a este punto hay dos objeciones importantes. Me dirán, primero, que en una democracia los ciudadanos nos comprometemos a aceptar la legitimidad de los gobiernos elegidos en las urnas y que, por lo tanto, nos comprometemos a aceptar sus leyes, aunque estas sean perversas. Me dirán, después, que, si pensamos que algunas leyes son perversas, pues nuestra responsabilidad es hacer activismo y, ultimadamente, política, para tratar de cambiarlas. Suena bien. El problema es que en democracias como la nuestra eso es pedirle peras al olmo. Nuestra democracia no protege a las minorías con un sistema efectivo de “checks and balances.” El gobierno elige al Defensor del Pueblo, al Contralor y a los jueces. El gobierno prohíbe que aquellos que no pertenecen al MAS trabajen en la función pública. El gobierno encarcela a los opositores, a los activistas y a todo aquel que amenace su poder. ¿Podemos respetar el juego democrático en estas condiciones?
Creo que esta pregunta ya ha sido respondida con un rotundo no. La desobediencia civil es el pan nuestro de cada día. El 80% de los trabajadores es informal para así poder burlar las regulaciones laborales. Los mercados negros y el contrabando se encargan de evitar los controles de precios, aranceles y demás regulaciones. Solo así la gente puede acceder a productos baratos. Muy pocos pagan impuestos y sobornamos a los burócratas con tal de evitar la pesadilla de los trámites. En la práctica vivimos en un país sin ley porque el gobierno nos impone leyes perversas que decidimos no cumplir. No es lo ideal ni mucho menos. La informalidad no es un paraíso porque no protege eficientemente los derechos de propiedad y no permite el desarrollo de economías de escala. Pero es lo que tenemos y a lo que nos ha conducido nuestra perversa legalidad.
Antonio Saravia es PhD en economía (Twitter: @tufisaravia)