Incluso cuando las íntimas experiencias nos han
causado impacto, solemos olvidarlas. Quizás si ese impacto llega como golpe lo
recordemos con mayor precisión que si el suceso trae alguna dicha pasajera.
En ocasiones, ese olvido puede causar frustración, cuando no extrema desesperación. Como la que sentimos los aturdidos lectores aficionados, que no retenemos el título del último libro hojeado, el protagonista de alguna novela añorada o simplemente la trama de la obra cumbre de nuestro autor de cabecera.
Pero no todo es desesperanza. Así como hay cientos de sitios que ofrecen cursos de lectura rápida, también hay los que prometen estrategias innovadoras “que harán que se recuerde todo lo que se ha leído”. De ese modo, publicitan los auspiciadores de esa esotérica oferta, la lectura dejará de ser un acto inocuo y repetitivo, como lo es tomar una taza de café instantáneo. Las soluciones –dicen- están en destacar, hacer resúmenes, tomar notas, sacar fotos de las principales páginas y hasta elaborar gráficos e infografías.
He intentado en mis lecturas la técnica del subrayado y resaltado que durante mis años en la facultad de Derecho me sirvió para guardar en la memoria nombres como el de Ulpiano y su influencia en las instituciones del derecho romano; o la interminable lista de tipos de criminales (según sus cualidades biológicas y aspecto físico) que el italiano Lombroso mandaba. Pero pronto me vi repudiando ese mecanismo. Una cosa era rayar con lápiz -instrumento indispensable- alguna frase significativa; otra, profanar una novela con colores fosforescentes.
Mi conciencia no me permite seguir escribiendo. Debo confesar algo antes. En un momento de ofuscación juvenil deshonré a Miguel de Unamuno. Lo ultrajé con un resaltador barato. Le robé su inocencia y lo dejé marcado con fluorescencia rosada para siempre, sin dejar texto virgen, casi. Mi biblioteca carga aún el cuerpo mancillado de ese libro (San Manuel Bueno, mártir) y yo cargo con la culpa que no me deja dormir.
Hace unos años me zambullí en Trópico de Capricornio (¿o era Trópico de Cáncer?) de Henry Miller. Mientras más avanzaba, más me llamaba la atención que las frases o párrafos delineados por un lector precedente -que supuse era mi esposo- fueran los que yo habría subrayado. Me congratulé. Una de las ventajas del matrimonio, pensé, era convertir los libros en bienes gananciales. Y además lograr estas afortunadas coincidencias. Hasta que llegué a la página con la primera nota al margen. Fue entonces que me encontré con el vacío. El garabato tenía mi letra. No solo no recordaba títulos o autores, ¡tampoco recordaba haber leído un libro! Uno al que le había dedicado días. Ahora sí todo estaba perdido y no había curso acelerado que revirtiera ese desastre.
Y en medio de esa nebulosa intelectual en la que me movía (aún lo hago) como un ser desmemoriado, apareció Patrick Süskind -sí, creo que fue él- para sanar mi desorientación. A partir del padecimiento que le causó un episodio amnésico idéntico al mío, uno de los personajes del escritor alemán -en su obra Un combate-, confiesa: “Entonces se apodera de mí una aflicción indescriptible. Ha vuelto a atacarme la vieja enfermedad: amnesia in litteris, el olvido literario, y me invade una ola de resignación, por la futilidad de la ambición de conocimiento. ¿Para qué leer, para qué releer este libro si sé que dentro de poco no me quedará de él ni la sombra de un recuerdo?”.
Me consuela solo eso de que la cultura es lo que queda cuando pasa la erudición. No acudiré a ningún sitio que me ayude a no olvidar lo que leo. Asumiré lo mío como una enfermedad incurable. Viviré con este persistente olvido. A los libros leídos y a los que leeré, les pido disculpas. No es desidia, tan solo extravío. Y a Unamuno, que mira desde el cielo, solo puedo decirle que lo que pasó fue producto de una incontrolable atracción. Y que a él no lo he olvidado. Aún.
Daniela Murialdo es abogada y escritora