Compara los carteles de la droga con Al Qaeda, llama a Petro jefe del narcotráfico y amenaza a Maduro con acciones militares; mientras ofrece 20 mil millones de dólares a Milei en víspera de unas elecciones cruciales. ¿Es un intervencionismo a otro nivel?
Brújula Digital|Connectas|31|10|25|
Diana Durán
Desde septiembre de 2025, el siguiente mensaje se ha vuelto hábito: el secretario de Guerra, Pete Hegseth, anuncia en X que, “bajo la dirección del presidente Trump”, su Departamento realizó “otro ataque kinético letal contra una embarcación” que, sostiene, transportaba drogas ilegales en aguas internacionales. Anuncia cuántas personas murieron y asegura que ningún estadounidense resultó afectado.
Acompaña el mensaje con la imagen en video (“desclasificada”, advierte siempre) de una lancha rápida que se desplaza por el mar. Aparecen un marco o una cruz en el centro. Y, en cuestión de segundos, una explosión. Una nube de humo cubre toda la pantalla.
Suele cerrar así: “Las fuerzas militares de los Estados Unidos tratarán a estas organizaciones como los terroristas que son. Serán perseguidos y aniquilados, igual que Al-Qaeda”, la organización terrorista responsable del ataque de las Torres Gemelas en Nueva York en 2001.
Desde el 2 de septiembre, el Gobierno Trump ha divulgado 13 ataques a embarcaciones civiles, tanto en el mar Caribe como en el Océano Pacífico, que han causado la muerte a 57 “terroristas”, según sus reportes. “Ejecuciones extrajudiciales de civiles no identificados”, les llamaron organizaciones civiles en una reciente carta enviada al Congreso estadounidense.
¿Cuáles son las organizaciones que Estados Unidos está persiguiendo de esta manera tan inusual? Hasta ahora, las autoridades de ese país han confirmado ataques contra embarcaciones supuestamente pertenecientes a dos, el Tren de Aragua (venezolano) y la guerrilla Ejército de Liberación Nacional (colombiano). Éstas están en la lista de Organizaciones Terroristas Extranjeras, en la que Trump ha incluido en su segundo mandato a seis grupos mexicanos y a las maras salvadoreñas MS-13 y Barrio 18.
Esta campaña está dejando al desnudo no solo la controversia que suscita equiparar el tráfico de drogas con un acto de guerra. También los deseos de Trump de cimentar su lugar en el nuevo orden nacional e internacional que él mismo está proponiendo con reglas de juego no muy claras. Un orden en el que América Latina debería formar parte indiscutible de su esfera de influencia, a costa de las incursiones de otras potencias, como Rusia y, en mayor medida, China.
Un viejo deseo
Trump no decidió de un momento a otro usar métodos de guerra contra los narcotraficantes. Lo venía cocinando desde su primer mandato, o al menos eso contó su exsecretario de Defensa Mark Esper, quien, sus memorias, aseguró que Trump le preguntó si no podían lanzar misiles Patriot (los que el ucraniano Zelensky le ha pedido a Trump para golpear a Rusia) contra laboratorios de droga en México. El presidente nunca refutó la versión.
Cuando comenzó a cimentar su idea, Trump puso en la mira a México: al listado de organizaciones terroristas extranjeras fueron a parar los carteles de Sinaloa, Jalisco Nueva Generación, del Golfo; los que han inundado a Estados Unidos con el fentanilo que provoca decenas de miles de muertes por año. Pero su ofensiva en realidad arrancó más al sur.
Comenzó aumentando a 50 millones de dólares la recompensa por el presidente venezolano Nicolás Maduro, a quien señaló de ser la cabeza del Cartel de los Soles –con un indictment a cuestas desde 2020–. Y más allá, en las últimas semanas envió una poderosa flotilla –con el portaaviones más grande del mundo– frente a las aguas territoriales de ese país. Hasta ahora esas naves, propias de una batalla de grandes proporciones, se han dedicado a atacar lanchas rápidas que, según Washington, transportan drogas para destruir a las familias estadounidenses.
Ese cambio de dirección geográfica tiene su lógica. “Atacar a México es más riesgoso”, le dijo a Connectas Michael Shifter, expresidente de Diálogo Interamericano. “Creo que la presidenta Sheinbaum ha dejado muy claro que es una línea roja para su gobierno. No descarto que pueda ocurrir, pero por ahora es menos riesgoso y (tiene) menos consecuencias asesinar a gente que está llevando drogas por el Caribe”, señala Shifter.
La tensión entre Caracas y Washington ha seguido escalando. Además de los ataques a las embarcaciones, el Presidente confirmó que había autorizado una operación encubierta de la CIA en Venezuela y, en los últimos días de octubre, ubicó dos buques en Puerto España, la capital de Trinidad, una isla separada solo por 20 kilómetros de la costa de Venezuela.
“Esa flotilla en el Caribe no es lo suficientemente grande como para invadir Venezuela, y no creo que Trump tenga ninguna intención de hacer eso”, le dijo a la BBC Elliot Abrams, enviado especial a Venezuela durante el primer periodo de Trump.
El alto exfuncionario dice que es una operación psicológica dirigida a quienes rodean a Maduro con un mensaje: “Sálvense”.
Un test interno de poderes
No todos en Estados Unidos aprueban las decisiones de Trump. Le critican, entre otras cosas, equiparar la guerra contra el terrorismo con la lucha contra el narcotráfico. La primera, que comenzó después del ataque del 11 de septiembre de 2001, hizo que la agenda de política exterior de Washington gravitara alrededor de países como Irak y Afganistán. La segunda, advirtió la Comisión Global Sobre Política de Drogas desde 2011, “no ha sido, no podrá y no será ganada”.
El Gobierno de Washington, sin embargo, sostiene que los ataques en el Caribe y el Pacífico sí son el camino para abordar el problema del narcotráfico y que, como en la guerra contra el terrorismo, el debido proceso estorba.
Algunos analistas creen que Trump no busca revivir la guerra contra las drogas, sino usarla políticamente.
“Está demostrando su poder, mostrando a su base en Washington que es el hombre fuerte, sobre todo en el vecindario. Si Trump hubiera dicho que esos ataques son para tumbar a Maduro porque es un dictador, creo que a su base no le hubiera importado eso. Lo que sí importa es atacar las drogas que están afectando a familias y comunidades en Estados Unidos”, le dijo Shifter a Connectas.
Esgrimiendo ese argumento, la Casa Blanca ha tratado de justificar internamente su ofensiva. Según revelaron dos medios estadounidenses, Trump envió un memorando al Congreso para informarle que “Estados Unidos está en un conflicto no internacional con estas organizaciones (narcotraficantes) designadas terroristas”. Para los opositores, esa notificación no es suficiente, y el Presidente está obligado a pedir autorización al legislativo para seguir adelante con su iniciativa bélica.
Pero, con las mayorías que tiene, ¿por qué no lo hace? “No creo que necesariamente vayamos a pedir una declaración de guerra. Creo que solo vamos a matar a gente que está trayendo drogas a nuestro país. ¿Ok? Vamos a matarlos, ¿sabes? Van a estar muertos”, le contestó a un reportero tres días antes del que hasta ahora ha sido el mayor ataque en el mar, con cuatro embarcaciones afectadas, 14 muertos y un sobreviviente.
“Tenemos un Presidente que usa la fuerza contra civiles. Puede que estén violando las leyes de los narcóticos, puede que sean criminales, pero los está matando sin debido proceso, a gente que no representa una amenaza contra los Estados Unidos. O Trump no conoce el derecho internacional o no le importa”, le dijo un exasesor de seguridad nacional de George W. Bush a la revista Time.
Amigos especiales (y otros no tanto)
Y en las últimas semanas, un nuevo protagonista se ha integrado a la confrontación de Trump con Maduro: el presidente colombiano, Gustavo Petro. Este y el estadounidense han vivido de encontronazo en encontronazo desde que Trump volvió a la Casa Blanca en febrero. Primero, cuando envió a Colombia dos aviones militares con más de 200 deportados y Petro los devolvió, mientras exclamaba por sus redes sociales que no recibiría a gente inocente esposada. El choque llevó a Trump a amenazar con éxito, por primera vez, a un país con el tema de aranceles.
Esa diferencia dio una primera señal de alerta ante las personalidades de ambos. “Trump y Petro se parecen mucho, les encanta el conflicto y la confrontación, se retroalimentan entre sí”, dijo Shifter a Connectas.
Las desavenencias pasaron a un segundo plano por meses, hasta que, en agosto, cuando Trump revivió las acusaciones de narcotráfico contra Maduro, Petro resolvió defender al presidente venezolano al tuitear: “El cartel de los soles no existe, es la excusa ficticia de la extrema derecha para derribar gobiernos que no les obedecen”.
Con ese trino, el colombiano empezó a llenar una copa que hoy está desbordada. En septiembre, Estados Unidos descertificó a Colombia en la lucha contra las drogas, algo que no se veía desde 1997. Y unos días después, durante la Asamblea General de las Naciones Unidas, Petro, con megáfono en mano, protestó en una calle de Nueva York por el genocidio en Gaza e instó a los soldados estadounidenses a desobedecer a su comandante en jefe. En respuesta, Trump le quitó la visa, una sanción de gran peso simbólico en América Latina.
Luego vino lo peor. A mediados de octubre, Petro salió en X a reclamar que en el ataque contra una lancha había muerto no un narco sino un pescador varado en altamar y que lo acontecido era un “asesinato” en aguas territoriales. A partir de ese momento, Trump escaló su tono. Anunció en sus redes sociales que suspendía recursos de ayuda para Colombia y empezó a llamar a Petro “matón” y “mal tipo”.
Y, por último, lo incluyó en la Lista Clinton, que bloquea los servicios financieros y prohíbe hacer negocios con quienes podrían tener vínculos con el narcotráfico o el terrorismo.
¿Podría tener Trump planes para Petro similares a los que ha mostrado para Maduro?
“Con Colombia hay una relación más histórica en juego, y Petro está de salida. No creo que la misma receta aplique a ambos países”, dice Shifter.
“La acusación de Trump contra Petro de ser un líder narcotraficante no tiene ningún fundamento”, añade.
Según muchos analistas, los mayores beneficiados con la eliminación de la ayuda a Colombia son los propios narcotraficantes.
Pero, ¿qué hace que Trump no tenga en la misma mira a Claudia Sheinbaum, la presidenta de México, si de ese país proviene la mayor cantidad de drogas que entra a Estados Unidos? La explicación no es fácil, pero puede tener que ver con la personalidad del inquilino de la Casa Blanca, y Sheinbaum ha optado por abordar sus relaciones con él en un estilo menos confrontacional y con mayor inteligencia emocional.
Sheinbaum “se ha ganado la reputación de saber calmar a Donald Trump”, escribió en agosto el corresponsal del New York Times en Ciudad de México. Ello le ha permitido, a lo largo del año, hacer un inestable malabarismo entre las necesidades de la industria mexicana y las amenazas de más aranceles. Justo cuando a finales de octubre se vencía la prórroga de su exención, Sheinbaum y Trump pactaron darles más tiempo a sus equipos negociadores.
Sheinbaum se reconoce como una mujer de izquierda, y eso no le ha impedido relacionarse con Trump. Lo mismo ha sucedido con el mandatario brasileño Lula Da Silva, quien a finales de octubre mostró ser un político curtido dispuesto a eliminar de la ecuación con Trump cualquier elemento subjetivo que pudiera afectar a Brasil.
Lo hizo al promover una reunión bilateral en Malasia, en medio de una reunión de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático, en la que Trump mostró buena voluntad hacia el gigante sudamericano.
Lula dijo que volvía a su país “satisfecho” y dispuesto a defender la relación que Brasil y Estados Unidos llevan cultivando “201 años”.
“La reunión fue muy bien. Tuvimos una buena reunión. Veremos qué pasa”, dijo el propio Trump.
No es poca cosa. En julio, las relaciones de ambos países atravesaron una grave crisis. Trump le impuso a Brasil un arancel del 50% luego de que su amigo personal, el expresidente Jair Bolsonaro, fue condenado a 27 años de cárcel por el intento de golpe de Estado contra Lula, en enero de 2023. Una acción que Lula calificó de injerencia inadmisible en el sistema judicial de su país.
Mientras tanto, Trump llena de elogios y favores a los presidentes de El Salvador, Nayib Bukele, y de Argentina, Javier Milei.
Con Bukele las relaciones son excelentes desde que el salvadoreño le ofreció su mega cárcel para detener –o, peor aún, a veces torturar– a los deportados, sin hacer preguntas sobre la legalidad de su situación. El Washington Post reportó que, a cambio, el secretario de Estado, Marco Rubio, ha contemplado traicionar a los informantes que en su momento denunciaron los abusos de Bukele.
Y con Milei, Trump se la jugó a fondo al lanzarle un salvavidas en forma de una operación swap por 20.000 millones de dólares, pero, sí solo si, el oficialismo ganaba en las elecciones para la Cámara de Representantes. Lo hizo a riesgo de provocar la ira de ganaderos y cultivadores de soya en Estados Unidos, competencia directa de los argentinos.
Pero Trump se mantuvo en su oferta y celebró como propio el triunfo electoral de Milei. “Le di un respaldo, un respaldo muy fuerte”.
Nada de lo que hace Trump en América Latina es una novedad. A lo largo del siglo XX Estados Unidos intervino en la región en decenas de oportunidades con el pretexto de evitar la proliferación del comunismo y defender su concepto de democracia. Durante años, Washington combinó esa influencia con el soft power de la cooperación económica y comercial.
Pero con Trump, en especial en su segundo período, esas maneras con las que los presidentes anteriores intentaron mejorar su imagen quedaron atrás. Trump ya no esgrime la defensa de la democracia, como queda claro en su apoyo al autoritario Bukele y en sus amenazas a Brasil para proteger a un golpista como Bolsonaro. Y eliminó cualquier asomo de colaboración para el desarrollo, reemplazado por la amenaza de aranceles para los productos latinoamericanos.
Una política en la que Trump parece querer equipararse con los únicos adversarios con los que se siente a la par: el ruso Vladimir Putin y el chino Xi Jinping. El primero amenaza a Ucrania y, de paso, a Europa Oriental. El segundo a Taiwan y a toda la cuenca del Pacífico. ¿Qué impediría a Trump hacerlo con Venezuela, y luego con la región que él considera su terreno en este nuevo orden mundial?
Hace unos meses, el Gobierno de Trump indicó que, en adelante, la inmigración irregular se equiparaba a una invasión extranjera. Lo hizo al invocar la Ley de Enemigos Extranjeros (una norma usada en tiempos de guerra) al deportar hacia El Salvador a más de 200 personas, la mayoría venezolanas.
Ahora presenciamos hasta qué punto está reconfigurando su concepto de guerra. Si el Congreso y la Corte Suprema de los Estados Unidos adhieren a su idea de conflicto armado no internacional, Trump habrá ganado este pulso frente a sus electores, sus detractores, y América Latina entera.
BD/IJ