Brújula Digital|04|09|25|
Elías Sánchez
Ángel Arteaga, en este mismo portal, ha planteado la necesidad de un “diálogo nacional” para enfrentar los desafíos de la gestión y la planificación pública. Es un llamado bien intencionado, pero que pasa por alto una verdad incómoda: Bolivia lleva décadas intentando planificar su desarrollo… y los resultados son invariablemente los mismos: ciclos de euforia seguidos por decadencia institucional.
No es un fenómeno reciente. Desde las agendas de “crecimiento nacional” en los años 60 hasta la Agenda Patriótica 2025, los gobiernos han prometido diseñar el futuro del país. Sin embargo, las crisis se repiten: hiperinflación en los 80, estancamiento productivo en los 90 y, hoy, escasez de dólares y colapso del sector hidrocarburífero. ¿Por qué la planificación centralizada falla una y otra vez?
El espejismo del control
La planificación central seduce a los políticos porque promete orden, control y progreso. En teoría. En la práctica, casi siempre fracasa.
Marx y Engels imaginaron en 1848 un Estado capaz de dirigir los medios de producción. En el siglo XX, los socialistas reales lo intentaron. El economista húngaro János Kornai documentó en The Socialist System sus resultados: colas, escasez y colapsos. Kornai identificó una “cadena causal” del sistema socialista: el monopolio del partido comunista, que concentra poder político, conduce a la propiedad estatal sobre los medios de producción, lo que, a su vez, impone coordinación burocrática mediante planificación central en lugar de mecanismos de mercado.
No se trata de falta de voluntad o de técnicos competentes. El problema es más profundo. Ludwig von Mises lo advirtió hace un siglo: ningún planificador posee la información necesaria para coordinar una economía compleja. La información está dispersa, incrustada en millones de decisiones cotidianas: qué producir, a qué precio, cuándo invertir. Friedrich Hayek llamó a la fe en lo contrario “la fatal arrogancia”: creer que una mente central puede reemplazar el conocimiento colectivo de la sociedad.
En este sentido, la propiedad privada y el mercado libre no son ideologías, sino mecanismos de coordinación. Los precios libres condensan información sobre escasez, valor y preferencias. Cuando el Estado los manipula, destruye esas señales y convierte la “gestión racional” en un salto al vacío.
Bolivia: un laboratorio fallido
El “Sistema de Planificación Integral del Estado” (Ley 777) y el Plan General de Desarrollo Económico y Social 2015-2025 prometieron un horizonte de prosperidad. ¿Resultado? Déficit crónico, crisis cambiaria y un sector hidrocarburífero moribundo. Y, ante el fracaso, la respuesta oficial es… más control.
Álvaro García Linera, el ideólogo del modelo, lo dejó claro: “Agarrar por el cuello a los exportadores privados para exprimirles las divisas”. Esa es la lógica de siempre: cuando algo falla, en lugar de corregir, se aprieta más la soga.
Pero la economía real late en otro lugar: en el Mercado Abasto de Santa Cruz, en el 25 de Mayo de Cochabamba. Aunque existan comités y cierta organización, nadie dicta centralmente los precios de los miles de productos que allí se transan. Son los propios comerciantes quienes, cada día, ajustan precios y cantidades en respuesta a la demanda real. Ese es el verdadero motor que sostiene al país: funciona a pesar del Estado, no gracias a él.
El mercado: orden sin diseñador
La Escuela Austriaca de Economía explica por qué. La innovación y la creación de riqueza no nacen de decretos ni de planes, sino del proceso descentralizado de descubrimiento empresarial. Son individuos que asumen riesgos, innovan y responden a señales de mercado quienes hacen avanzar a las economías.
En Bolivia, este proceso está asfixiado. La informalidad, lejos de ser un defecto cultural, es una respuesta adaptativa a un entorno institucional hostil: impuestos altos, trámites interminables, corrupción y un Estado que más que facilitar, obstruye. El resultado es un doble desperdicio: de talento y de potencial productivo.
¿Qué papel debería jugar el Estado?
Incluso críticos del intervencionismo como Hayek reconocían que el Estado tiene un papel: establecer reglas claras, proteger derechos de propiedad y garantizar igualdad ante la ley. Nada más. No debe diseñar la economía, sino permitir que funcione.
Esto implica un cambio de enfoque radical:
De planificar objetivos a asegurar procesos justos.
De gestionar recursos a proteger intercambios voluntarios.
De crear dependencia a fomentar responsabilidad individual.
¿Es realista esperar algo así en el panorama político actual? Difícilmente. La mayoría de los candidatos, de izquierda o derecha, comparten la premisa de que el Estado debe dirigir la economía. La diferencia es de grado, no de fondo.
Un nuevo debate
Esto no implica abandonar la discusión sobre planificación, sino reformularla. La pregunta central no es qué plan necesitamos, sino si tiene sentido planificar centralizadamente en una economía moderna. Una provocación útil podría ser: “planificar a largo plazo… para no volver a planificar”. Es decir, utilizar al Estado no para dirigir la economía, sino para crear las condiciones de su propia retirada: instituciones sólidas, seguridad jurídica y mercados competitivos.
¿Y quién garantizará estas condiciones a largo plazo?, preguntarán algunos. Esa objeción parte de una confusión habitual: equiparar al Estado con un verdadero sistema de justicia. La historia demuestra que los mecanismos más duraderos de garantía —como el arbitraje mercantil, el common law o incluso la Carta Magna— no surgieron de un diseño central, sino de procesos evolutivos impulsados por la necesidad de resolver conflictos y proteger acuerdos voluntarios.
Sin este cambio conceptual, Bolivia seguirá atrapada en el mismo ciclo: planes grandilocuentes, expectativas frustradas, crisis recurrentes y más intervencionismo como remedio a sus propios fracasos. El desafío no es encontrar al “planificador ideal”, sino comprender que el verdadero orden económico emerge sin planificador