Viktor Talashuk/Unsplash
Brújula Digital|24|06|24|
Erika J. Rivera
Actualmente en el rumor público se discute la enfermedad del estatismo en nuestra sociedad. Por ello considero importante indagar sobre este término y comprender conceptualmente nuestra compleja realidad. Es irracional atacar al Estado solo porque está de moda y también atribuir al Estado todos los males sociales. Esto me mueve a reflexionar sobre una paradoja: ¿Cómo es posible anular el estatismo en nuestro país si tenemos un Estado débil? Entiendo que hasta el momento nunca tuvimos un Estado realmente fuerte. Entonces ¿tiene sentido oponerse al estatismo en Bolivia?
Para dirimir nuestros prejuicios realizaremos una aproximación al estatismo basándonos en la siguiente investigación. En 2019 el economista cochabambino Oscar Olmedo Llanos publicó el libro El estatismo, estudios económicos (Plural, La Paz). La obra abarca más de 500 páginas a doble columna, lo que significa más de mil páginas.
Menciono este detalle formal para dar una idea de la gran cantidad de datos y de explicaciones teóricas que el autor nos brinda sobre el rol del Estado en la nación boliviana desde sus orígenes preincaicos. Algunos de los acápites más interesantes de la obra son aquellos que de forma exhaustiva nos muestran la complejidad de las estructuras económicas y de sus connotaciones sociales, políticas y culturales en los periodos prehispánico y colonial. Desde un comienzo de la evolución altoperuana y boliviana, el Estado ha sido fuerte, aunque no siempre eficiente, sobre todo en la utilización del excedente económico.
La función del Estado ha sido decisiva en la economía de esta nación, pero esto no significa que ha sido un rol siempre benéfico. Uno de los méritos más importantes de este libro es contribuir a percatarnos de que el Estado tiene una función decisiva dentro del Estado, aunque no siempre se trata de una función administrada racionalmente. En un corte histórico de varios milenios, podemos percibir los aspectos positivos y los negativos del Estado como agente económico, y así podemos también relativizar la crítica exagerada de los liberales-libertarios con respecto al rol estatal. El Estado siempre ha sido indispensable en algunos campos, como la defensa, la infraestructura y actualmente en las áreas de salud, educación y vivienda.
Olmedo señala que desde los modelos sociales anteriores al Imperio 0ncaico, el Estado centralizado era indispensable para el buen funcionamiento de la sociedad, pues había que combinar un “modelo económico extractivo-primario” con una diversidad de pisos ecológicos y con una variedad de grupos étnicos, que tenían intereses divergentes acerca del aprovechamiento del excedente económico.
Probablemente durante el Imperio incaico y el periodo colonial no habían muchas alternativas a este modelo basado en la extracción de minerales. Lo que el autor analiza con sumo cuidado es la lamentable conversión del modelo extractivo a un “estatismo cleptocrático y ameritocrático”, el cual se ha preservado hasta hoy. Este estatismo negativo es el que tiene sus momentos de máxima ampliación durante el nacionalismo revolucionario, luego en el régimen de 1982 a 1985 y en el presente a partir de 2006. El estatismo se expande en el plano político y en el social-cultural, pero rara vez en lo económico-productivo. En la actualidad tenemos el mejor ejemplo de esta corriente.
Puesto que se trata de un fenómeno altamente complejo, no se pueden aplicar las recetas simplistas del liberalismo a ultranza. Olmedo indica la importancia de conocer la genealogía del estatismo, pues el entendimiento de sus múltiples facetas, algunas de ellas positivas y, por lo tanto, de gran utilidad pública, solo puede tener éxito en base a una compilación científica de datos y a una comprensión racional de sus todos sus aspectos.
Olmedo Llanos menciona que hay dos formas de escribir la historia económica. Una de ellas es compilar datos e interpretarlos de modo que concuerden con la “Gran ideología inmutable”, fenómeno que se lo puede comprobar en todos los modelos autoritarios y totalitarios. Pero también se puede elaborar una historia económica sobre lo subrepticio, lo callado, lo ocultado oficialmente, lo que en el fondo molesta a la historia oficial. Olmedo se inclina por esta segunda alternativa, pero siguiendo algunos cánones clásicos de la historia económica, entre los cuales nuestro autor utiliza conceptos y teoremas marxistas, sin pertenecer a esta conocida línea teórica.
Muy interesante es el acápite dedicado al sistema económico preincaico, sobre todo al “subsistema económico de Viscachani” y a las culturas wankarani, chiripa y tiwanaku. Olmedo interpreta la calidad de los restos de arqueología, cerámica e industria textil como la muestra de una amplia división del trabajo, por un lado, y la instauración de claras jerarquías sociales, por otro. La industria lítica, muy desarrollada, y las necesidades del intercambio comercial favorecieron la creación de estructuras estatales diferenciadas. El Imperio incaico adoptó estas características y edificó un aparato estatal muy amplio y bien estructurado, el cual fue preservado por la colonia española. Esta última construyó un orden social autoritario, donde el Estado tuvo una clara preponderancia sobre los intereses individuales. Los únicos agentes privados que prosperaron, como los mineros y azogueros, fueron aquellos que supieron acomodarse paralelamente a las funciones gubernamentales, logrando ventajas fácticas que a menudo no estaban previstas por ningún estatuto legal (el núcleo de esta situación no ha variado hasta hoy).
El autor nos muestra que durante la República no hubo ninguna política estatal permanente con respecto a los intereses privados. A veces el Estado crecía y se engrandecía con expropiaciones, como ocurrió durante la presidencia de Antonio José de Sucre, cuando se confiscaron las propiedades del clero en favor del Estado. Pero paralelamente a esta tendencia estatista, hubo numerosos intentos de ampliar la propiedad privada sobre las tierras, en parte eliminando la clásica propiedad colectiva de las comunidades indígenas. Ya en febrero de 1834, bajo el Gobierno de Andrés de Santa Cruz, se trató de anular la personería legal de las comunidades agrícolas en cuanto propietarios colectivas de tierras. Esta tendencia a crear una genuina propiedad individual sobre predios rurales continuó con los llamados Decretos Ordenatorios de Tierras del gobierno de Mariano Melgarejo (1866). Las medidas “liberales” más conocidas en este sentido fueron las leyes de exvinculación a partir de 1871, que no llegaron a aplicarse totalmente.
El Estado tomó a su cargo importantes sectores como la educación y la construcción de infraestructura durante el periodo del Partido Liberal (1899-1920). Pero a partir de 1936 se introdujo una poderosa tendencia estatista que perdura hasta hoy. Para Olmedo, el estatismo ha sido incubado decisivamente por los gobiernos nacionalistas y populistas a partir de 1952. El autor nos dice que el liberalismo económico fue suplantado por la “idea-génesis del Estado”, vista como eminentemente positiva, que continúa hasta hoy.
Lo negativo no estaría en el rol económico del Estado como constructor de infraestructura y educador, sino en la ampliación irracional y fundamentada solo ideológicamente de las funciones estatales en campos en los cuales la actividad privada ha demostrado tener una mayor competencia y eficiencia.
Erika J. Rivera es abogada.