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Cultura | 22/03/2023

Juan Carlos Salazar: “Escape a los Andes”, rigor histórico y excelencia narrativa

Juan Carlos Salazar: “Escape a los Andes”, rigor histórico y excelencia narrativa

Raúl Peñaranda, Juan Carlos Salazar y Robert Brockmann en la Asociación de Periodistas de La Paz Foto/Brújula Digital

Juan Carlos Salazar del Barrio es un reconocido periodista, fue también director de Página Siete. Actualmente es director de la carrera de Comunicación Social de la Universidad Católica Boliviana. Salazar leyó el texto que presentamos a continuación en la presentación del libro de Raúl Peñaranda y Robert Brockamann que se realizó en la Asociación de Periodistas de La Paz. 

Juan Carlos Salazar del Barrio

El filósofo e historiador escocés Thomas Carlyle dijo alguna vez que la biografía es una suma de anécdotas.

Son las anécdotas, entendidas como hechos o detalles circunstanciales, las que finalmente conforman el derrotero de esa gran crónica que es la vida de una persona; y es el entorno social, político, económico, religioso, etc., el que matiza y da sentido a esos pequeños acontecimientos.

Es precisamente una anécdota lo primero que escuché siendo niño sobre Mauricio Hochschild, una anécdota que refleja muy bien la idea que se tenía entonces de ese empresario minero, como un emprendedor audaz, un hombre que tenía como único límite su propio interés, que levantó un imperio de la nada.

Escuché la anécdota en una de las tantas sobremesas familiares después de la revolución del 9 de abril de 1952, cuando la nacionalización de las minas era uno de los temas dominantes de toda conversación.

Mi padre, que a la sazón era gerente del Banco Minero en Potosí, la había escuchado a su vez de boca de uno de los miembros de la familia Soux, probablemente del patriarca del clan, Louis, que, como bien relatan los autores del libro que hoy presentamos, había conformado con Hochschild, en 1929, la Empresa Minera Unificada para explotar el Cerro Rico, con el magnate como socio mayoritario.

Hochschild, según contaba Soux, creía que el subsuelo de la ciudad de Potosí guardaba una gran riqueza minera y que una de sus ideas era trasladar la ciudad entera, con monumentos y todo, a Miraflores, un balneario de aguas termales y clima benigno, ubicado a 24 kilómetros de la Villa Imperial, para explotar los yacimientos supuestamente ubicados debajo de los cimientos de la urbe.

Él creía que ganaban todos, los potosinos, con un mejor clima, y su empresa, por supuesto, con la riqueza del subsuelo.

Es difícil saber si realmente el minero albergó alguna vez dicha idea o si es parte de la leyenda que rodea a su increíble vida, pero quienes lo conocieron lo tenían por cierta.

Que alguien pensara que un empresario era capaz de demoler una ciudad para extraer las riquezas de su vientre, revela muy bien la imagen que se tenía de él en la industria minera.

Alguien ha dicho que “la leyenda corrige la historia”. Y Hochschild era un hombre de leyenda, una leyenda negra, por cierto, pero ahí quedó, porque separar la historia de la leyenda no es tarea fácil.

Si en algún lugar creció la leyenda fue en mi pueblo, Tupiza, porque Tupiza fue sede de la segunda oficina –oficina entre comillas– que abrió el empresario en Bolivia, después de Oruro, en 1923; es decir, dos años después de haber llegado a Bolivia, como bien registran Raúl Peñaranda y Robert Brockmann.

Pero no solo por eso, sino también por su aterrizaje posterior en Huanchaca y Pulacayo, minas muy vinculadas geográfica e históricamente a Tupiza.

Hochschild se inició como rescatador o “rescatista” de minerales en Oruro y Tupiza. No eran propiamente oficinas las que abrieron en ambos lugares, sino simples galpones para almacenar  mineral.

Como bien dicen los autores, las oficinas locales de la empresa eran expresión de la “gris frugalidad” de su dueño, porque “a menudo se reducían a un solo ambiente con su correspondiente almacén, que en la puerta tenía un letrero con la glosa: “Se compran minerales”, y eran atendidas por uno o dos empleados.

Y así era la oficina de Tupiza. Alguna vez me la mostró mi padre: “Este era el almacén de Hochschild”, me dijo. Era una casa vieja, ubicada cerca de la plaza, que probablemente en su día llevó el letrero de “se compra minerales” como única identificación.

Hochschild, hay que reconocerlo, no solo luchó contra los prejuicios antisemitas, sino también contra la imagen que se tenía de él como un aventurero, un negrero y explotador extranjero.

Y algo peor en la Bolivia minera de la época: la del “rescatista”, el empresario holgazán, que sin hacer nada y desde una oficina se aprovechaba del minero productor, pagándole precios irrisorios por su mineral para exportarlo y revenderlo en el mercado internacional a precios reales.

Es cierto que en esa época no existían laboratorios, ni en Oruro ni en Potosí, mucho menos en Tupiza, para determinar la ley del mineral. El “rescatista” lo hacía a ojo de buen cubero, pero, por lo general, por no decir siempre, el ojo beneficiaba al cubero y nunca al productor, quien debía conformarse con lo que le ofrecían: Lo tomas lo dejas. 

Como bien dicen los autores, Hochschild descubrió un filón hasta entonces despreciado: la compra y exportación de los minerales de baja ley, negocio del que llegó  a tener el monopolio y sobre el cual construyó su imperio.

Mineral de baja ley

Hay que recordar, y así lo hacen los autores del libro, que hasta entonces Bolivia exportaba únicamente minerales de alta ley, del 60 al 65 por ciento. Hochschild demostró que no había por qué ponerle mala cara a los concentrados pobres, menores al 50%, a los que genéricamente se denominaba “escoria”, compuesta por los restos de la explotación minera, las colas y desmontes que quedaban de la extracción de los minerales “limpios” y de alta ley.

“Como inesperado efecto carambola –escriben Raúl y Robert–, Hochschild abrió nuevos mercados  para la minería boliviana en su conjunto, que fueron aprovechados durante varias décadas hasta el derrumbe del mercado a mediados de 1985”.

Y es cierto. El empresario minero logró persuadir a la fundidora alemana Berzelius de construir una planta en Hamburgo para tratar el estaño boliviano de baja ley, que hasta entonces era descartado por productores y comercializadores.

Si Patiño fue el “rey del estaño”, yo diría que Hochschild fue el “rey de la escoria”. Y no lo digo de forma peyorativa, sino porque montó su imperio en la compra y exportación de los minerales de baja ley, hasta entonces despreciados, y por su empeño emprendedor para encontrarles nuevos mercados. 

Pero no fue el único “efecto carambola” de ese emprendimiento. Como decía mi padre, que fue uno de los fundadores del Banco Minero, Hochschild, tal vez sin quererlo ni pensarlo, dio razón a quienes postulaban la necesidad de recuperar el rescate de los  minerales de baja ley para ponerlo en manos del Estado, una idea que se concretó en 1936 con la creación del Banco Minero por el gobierno de Germán Busch.

Fue el Banco Minero el que empezó a quitarle los clientes a Hochschild, al reconocerles precios justos, acordes con la ley de sus minerales, y otorgarles créditos y anticipos para su producción, algo que evidentemente no hacía ningún rescatador.

Con esto quiero decir que, aún antes de la nacionalización de las minas del 31 de octubre de 1952, Busch había nacionalizado virtualmente uno de los pilares del imperio de  Hochschild: la comercialización de los minerales de baja ley. 

La leyenda de Hochschild, como ya dije, no nació, pero sí creció en Tupiza, tanto por su trabajo como rescatador de minerales como por la cercanía de Huanchaca y Pulacayo.

Como se sabe, uno de sus dos propietarios, Gregorio Pacheco –el otro era Aniceto Arce, dos mineros que gobernaron Bolivia– nació en Livi Livi, una aldea cercana a Tupiza, con familiares en Tupiza, entre ellos su primo Rudecindo Salazar, bisabuelo mío, quien lo colaboró en sus negocios mineros.

A diferencia de la dinastía de los Aramayo, igualmente tupiceña, cuyo patriarca, Don José Avelino, tiene una estatua en la plaza principal del pueblo, Hochschild siempre fue un hombre resistido, precisamente por la mala fama de sus negocios como rescatador de minerales. Y no se lo conocía por otra cosa.

Lo cierto es que ni en Tupiza ni en ninguna otra parte de Bolivia, pese a su fama, se había escuchado hablar de esa otra faceta de su vida. Hasta ahora. No al menos con la amplitud y el detalle que hoy nos ofrecen los autores de “Escape a Los Andes”.

Y, claro, cuesta creer que el hombre que salvó a 12.000 judíos del holocausto, el que gastó recursos de su propio peculio, el que viajó de aquí para allá para lograrlo, el que distrajo tiempo de su trabajo empresarial para convencer a la comunidad internacional de la necesidad de apoyar esa noble causa, sea el mismo que pagaba, y a regañadientes, cincuenta centavos de dólar de salario mensual a sus trabajadores, los mineros que hicieron posible la acumulación que le permitió erigir su imperio.

Y no me refiero únicamente al empresario que no dejó nada en el país al que debía su fortuna, sino también al padre de familia que desheredó a su único hijo.

Segundo hombre más rico de Bolivia

Hochschild llegó a ser el segundo hombre más rico de Bolivia y su empresa una de las más importantes de América. Para 1927, según “Escape a los Andes”, su grupo exportaba entre 90.000 y 100.000 toneladas anuales de minerales y concentrados. Controlaba un tercio de la producción boliviana de estaño, el 90 por ciento de las exportaciones de plomo, zinc y plata, y el grueso de la producción de tungsteno y antimonio.

Ciertamente, Bolivia no era el mejor país para recibir a los judíos que escapaban de la Alemania nazi. Todo lo contrario. Era uno de los puntos más remotos y pobres del planeta. Por añadidura, salía derrotada de una guerra. Nadie la hubiese elegido para recibir a miles de desocupados, que llegaban, además, con el estigma antisemita que los señalaba como gente indeseable, perteneciente a una raza moral e intelectualmente inferior.

Para muchos bolivianos pobres, como bien dicen los autores, los judíos, incluso los desheredados, eran ricos, porque eran percibidos como blancos y europeos, como gringos, y según esa visión, no hay gringos pobres.

No tenían dónde ir. EEUU no quería flexibilizar su sistema de cuotas migratorias, puesto que tenía más de 10 millones de desocupados, y Argentina y otros países habían cerrado sus puertas.

Bolivia abrió sus fronteras en ese momento, gracias a la comprensión del gobierno de Germán Busch. No solo a los judíos, sino también a los perseguidos políticos, a socialdemócratas y comunistas, cuyas vidas igualmente corrían peligro. Eso colocó a Bolivia, como bien dicen los autores, como el mayor receptor de refugiados en las Américas, con excepción de Estados Unidos, durante 1939, y uno de los más altos del mundo.

Por eso es notable la labor de Hochschild, notable y titánica, que logró salvar a miles de vidas del holocausto.

San Agustín de Hipona dijo que Dios, cual alfarero, hizo al hombre de barro. Como sabemos, la arcilla presenta diversas coloraciones, según las purezas e impurezas que contiene, que van desde el rojo anaranjado hasta el blanco.

El hombre se muestra en su vida como la arcilla, con el rojo de la impureza y el blanco de la pureza, o la amalgama de ambos. No es del todo bueno ni del todo malo.

No es una hagiografía

Se equivocará quien piense que la reivindicación de la labor humanitaria del empresario, en la biografía que hoy presentamos, es una hagiografía. Y ese es uno de los muchos méritos del libro, porque presenta las dos caras del personaje, sus luces sin ocultar sus sombras, que es lo que corresponde a un historiador.

Thomas Carlyle, a quien cité al iniciado de esta exposición, dijo también que “ningún hombre vive en vano”, y que la historia del mundo no es otra cosa que el conjunto de biografías de los grandes hombres. Y de algunos que no lo son, digo yo, según qué se entienda por gran hombre.

Y ese es otro mérito del libro de Raúl y Robert. “Escape a los andes” no es la biografía de un hombre. Mejor dicho, no es únicamente la biografía de una persona. Es el retrato de una época, de un país, Bolivia, en determinado momento de su historia, que no se explica sin la vida de los hombres y mujeres que participaron, para bien o para mal, en su construcción.

La historia del personaje es apasionante y el relato lo es aún más. Leí las 510 páginas del libro en 48 horas, porque la lectura te atrapa.

Periodismo narrativo

Sin dejar el rigor académico que implica todo trabajo histórico, Raúl y Robert han logrado combinar exitosamente el periodismo de investigación, igualmente riguroso y documentado, con el narrativo, apelando a sus mejores géneros: la crónica y la semblanza, en un texto en el  que se reconoce la mano y el oficio de ambos autores.

Y no lo digo por deformación profesional, pero tampoco puedo dejar de juzgar como periodista el trabajo de dos periodistas.

La crónica es un relato que busca recuperar la atmósfera y las emociones, los colores de un acontecimiento, para recrearlos en un texto. Es lo que he encontrado en las descripciones del libro. Los autores combinan la información con las imágenes y los elementos de ambiente, las referencias de “color”, los  testimonios de los protagonistas, las anécdotas, los detalles de “interés humano” y sus propias observaciones y reflexiones.

Lo mismo podría decir de los perfiles de sus personajes, sus historias de vida, que se entrelazan con el relato en un gran mosaico, que nos permite reconstruir de manera viva ese pedazo de historia.

He sentido el padecimiento de los Ajke, metidos en un búnker del gueto de Varsovia,  con otros 25 judíos, mientras afuera se escuchaban explosiones y disparos, y el horror que vivieron a su salida con las manos en alto, tras la rendición de los heroicos militantes de la resistencia, para comprobar cómo las llamas de los incendios manchaban con colores rojizos y anaranjados el cielo de la primavera de Varsovia, mientras decenas de soldados dirigían sus lanzallamas a los sótanos donde se presumía que había personas ocultas; para observar a los niños famélicos que recorrían llorando las calles en busca de sus padres y los  cientos de cadáveres, muchos carbonizados, yacentes sobre el pavimento.

He visto como en una película, gracias a la descripción de los autores, al muchacho que portaba una bicicleta, una máquina de escribir, un voluminoso libro y un pequeño morral con unas pocas mudas de ropa, a bordo del barco Orazio, en plena alta mar, un joven pasajero que no era otro que Werner Guttentag.

Y a Elly Wolfinger, una joven atractiva, de ojos profundos, labios carnosos, sedosa cabellera oscura y cuerpo proporcionado; y a Gretel, la cantante de arias, mujer llena de energía, sensual, dispuesta a vivir la vida al máximo, de ojos y cabello oscuros que le daban un aire de gitana, de mirada sexy y personalidad avasalladora, que se sacó la lotería en Oruro, entre otros migrantes que lograron salir del infierno para trasladarse a Bolivia.

Quienes conocimos el exilio sabemos de la angustia que sufre un perseguido en la búsqueda de un pasaporte o una visa que le salve del odio o la represión en su país o en el extranjero. Ta vez por eso y por los magistrales relatos, me ha conmovido profundamente la descripción de la felicidad con la que los judíos recibían la visa salvadora para viajar a Bolivia. Y por eso mismo valoro la acción de su salvador.

Jorge Luis Borges dijo alguna vez que “el tiempo es el mejor antologista, o tal vez el único”, y por extensión, el mejor historiador y el mejor biógrafo.

Bien podríamos decir que hoy, tres cuartos de siglo después, Brockcmann y Peñaranda han logrado escribir una importante página de la historia boliviana, alejada de la leyenda y despojada de los prejuicios que la acompañaron durante décadas.

Y lo han hecho de manera magistral. Con el rigor del historiador y el talento del periodista.   

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