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Cultura | 28/01/2021

Cuento de Odette Magnet: Molly y Miguel

Cuento de Odette Magnet: Molly y Miguel

La puta pandemia lo había arruinado todo. Había contagiado a Nueva York hasta el último rincón. Nunca la ciudad había estado tan quieta por tanto tiempo. Fantasmagórica. Si hasta se podían cruzar sus avenidas sin esperar a que el semáforo diera la luz verde. Se escuchaba una moneda caer en la vereda desierta. El silencio apenas se rompía con alguna ambulancia que hacía ulular su sirena. O cuando, a las siete de la tarde de cada día, los residentes ovacionaban desde sus ventanas a los trabajadores de la salud. La mayoría de los cementerios no tenían unidades de refrigeración para una pandemia. Las funerarias están rebasadas, y las autoridades habían enviado decenas de morgues móviles con refrigeración a hospitales para evitar que los cadáveres se acumularan sin un lugar que los recibiera. El pánico se olía en el aire, espeso, viscoso, que se pegaba a la piel como el alcohol gel. Un hospital de campaña recibía decenas de pacientes infectados mientras una cantidad similar era rechazada porque, simplemente, no había cupos. Las carpas blancas ondeaban al viento en esa ciudad que en otros tiempos jamás dormía porque había que estrujarle cada minuto a la vida. Nada o poco quedaba de eso. Los parques estaban vacíos, los columpios se mecían solitarios en las tardes de verano. Las iglesias y catedrales, colmadas, transformadas en hospitales. Para muchos era el único destino donde esperaban hallar una muerte más o menos digna.

Molly O’Neill había nacido en Nueva York, pero sus abuelos eran irlandeses. La muchacha tenía la tez muy blanca, un rostro ovalado, con pómulos altos salpicados de pecas. De abundante melena roja, menuda, aspecto frágil y voz suave. Vestía faldas largas y botines cortos. Representaba menos que sus veinticinco años. Hija única de padres millonarios y divorciados, había viajado por buena parte del mundo y vivido en media docena de países. Cada uno por su lado, la colmaron de lujos y mimos para apagar y pagar las culpas que cargaban por haberse separado cuando ella sólo comenzaba a caminar. Hace un par de años, sus padres le habían comprado un luminoso loft frente a Central Park. Elaine, su madre, una mujer ambiciosa y adinerada, había montado un imperio culinario y de artículos para el hogar cuyo común denominador era la exclusividad y buen gusto. Propietaria de media docena de locales, vendía desde un tiramisú hasta un juego de sábanas de algodón de mil hilos. El padre, Jack, un diplomático de carrera que había hecho del Departamento de Estado su segundo hogar, llevaba tres matrimonios en el pecho.

Ambicioso, como su exmujer, inteligente. Con una sólida educación en derecho internacional, había subido con rapidez por la escalera profesional, tenía asegurada una jubilación contundente y una vejez holgada.

La muchacha había heredado el buen gusto de su madre y la inteligencia del padre. La soledad construida era mérito suyo. Ya había perdido la cuenta en cuántos colegios había estado, cuántas au pairs había tenido, en cuántas casas había vivido en Estados Unidos, el Caribe y Europa. Hablaba francés, español y alemán, aparte del inglés, claro. Cada vez se sentía más sola. Inestable, impredecible, cultivaba la fantasía de que era una artista, de que su vocación era la pintura, aunque nunca había pintado nada salvo unos dibujos raros, casi infantiles, hace ya muchos años. Había estudiado historia del arte en una costosa universidad de la costa este, pero no terminó. Luego, por esos mismos lados, durante un par de años tomó cursos de pintura en diversas prestigiosas escuelas, pero no destacó en ninguna. Sin amigos cercanos, se había convencido de que pasaría el resto de su vida con un gato o un par de perros como compañía.

Miguel Vargas no estaba en sus planes. Otro neoyorquino, bordeando los treinta, hijo de peruanos, médico con vocación, un joven y apuesto epidemiólogo que tenía el futuro a sus pies. Se habían conocido en una exposición de artistas latinos, como dicen los gringos, en una galería de arte en el corazón de Soho. Ambos habían llegado solos. Un hombre y una mujer, recién calados, como una sandía de verano, promesa de algo grande, definitivo. Molly comenzaba a creer-ella no creía en nada ni en nadie- que habían coincidido en un lugar de la vida donde podían reconocerse y amarse con sus miserias y grandezas. Comenzó a construir un relato, a saborear la palabra futuro. A ratos hablaban los dos al mismo tiempo, se interrumpían, reían a carcajadas, se susurraban al oído. Se fueron oliendo como dos perros solitarios, ávidos de afecto.

Cuando se reunían para un brunch o a las seis de la tarde, for cocktails, como decía ella, ambos lucían enormes sonrisas.Para celebrar un año juntos, Miguel dejó su estudio en Queens y se mudó al enorme departamento de Molly. Ninguno de los dos tenía interés en casarse. Miguel trabajaba en el centro médico de la universidad de Columbia, aplicado, serio, no tardó en hacerse un nombre, un espacio bien ganado. Pero con sus prioridades claras y profundamente enamorado, valoraba más que nada su relación de pareja, soñaba con tener dos o tres hijos y procuraba dedicarle el máximo de tiempo a Molly, su alma gemela, su cómplice, la muchacha pecosa de melena roja al viento que lo había seducido sin darse cuenta. Los fines de semana salían a andar en bicicleta por la ciudad o hacían un picnic en Central Park o en cualquiera de los tantos parques. Comían infinitas tajadas de la famosa pizza neoyorquina o, cuando estaban de humor, iban a ver alguna obra teatral de Broadway. Dos veces por semana, en la mañana, Molly hacía yoga en un gimnasio del

barrio. Le hacía bien, se sentía casi contenta, con el corazón en paz. En las tardes asistía a exclusivos remates donde compraba cuadros de pintores consagrados a cifras desorbitantes (el apoyo financiero de papá y mamá nunca faltó). Tenían una buena vida juntos. Miguel había comenzado a creer en los milagros. Había encontrado a su mejor amiga y ella, su tabla de naufragio.

Hasta que llegó la puta pandemia. Para entonces Molly tenía tres meses de embarazo. Había sucedido nada más y, a fin de cuentas, tenía que suceder de todos modos. En tiempos normales porque ¿quién quiere tener un bebé en pandemia? Habría querido abortar, pero ya era demasiado tarde. Ni siquiera le habló de esa posibilidad a Miguel. Desde el día número uno de la llegada del virus, se había sumergido en la gran causa humanitaria de salvar a quien pudiera, sin importar su color u origen. Fue médico las 24 horas, a veces siete días a la semana. No podía pensar en Molly y en su bebé si la emergencia estaba en las calles, en los hospitales colapsados. Años más tarde, Miguel contaría que la llegada del virus le recordó entonces al ruido soterrado del tren que se escucha a lo lejos, con destino a la estación. O el ruido seco de los tambores en una ceremonia tribal. Nueva York nunca más volvería a ser la misma. La ciudad amada, la mejor del mundo, había sucumbido ante el maldito bicho invisible. Del paraíso se pasó al infierno. Los contagiados caían como moscas, al más puro estilo tercermundista.

El encierro de las cuarentenas prolongadas había generado en la gente un estado mental deplorable, con todo tipo de trastornos de conductas, agresiones intrafamiliares, abusos sicológicos, denuncias a toda hora. Los médicos hacían lo que podían y más. Trabajaban quince, dieciocho horas diarias. Agotados, asustados, frustrados. No había respiradores artificiales ni mascarillas, ni camas ni ambulancias. Muchos ya se habían contagiado. También los paramédicos, las enfermeras, el personal administrativo, el de limpieza. Los contagiados entraban a los centros médicos o albergues solos, permanecían allí solos y morían solos. Las cifras eran terroríficas y todo indicaba que el panorama sólo se pondría peor. Las morgues, desbordadas de solicitudes, tardaban horas en ir a buscar los cuerpos a las casas o departamentos. Muchos hogares de ancianos y centros de cuidados se negaban a recibir a los de la tercera edad que habían dado positivo pero que no estaban tan enfermos como para ser hospitalizados. Recurrían a las excusas más absurdas.

A esa gente, se denunciaba, nunca se les hizo un aislamiento cuando dieron positivo al test. Hijos, hijas y nietos despedían a sus padres y abuelos por videoconferencia desde sus hogares, rodeados de fotografías de la familia, sus mascotas y mensajes escritos pegados a las pantallas. Lo mejor y peor de la naturaleza humana quedaría al descubierto a poco andar. El alma de muchos se pudrió. Otros se marchitaron con la espera y los consumió el abandono y la soledad. Tantos no alcanzaron a mirar hacia atrás antes de que el bicho, el dragón, enroscara su lengua de fuego y se devorara a la gran manzana de un solo mordisco. Solo quedaba por contestar una sola pregunta: ¿Y la vacuna, ¿cuándo? Recién los laboratorios comenzaban a trabajar en su elaboración.

Molly no se había contagiado aún, pero a ratos casi lo deseaba. Todo el día sola en el loft, se había sumido en una depresión profunda, un pozo oscuro, sin fondo.Tenía heridas abiertas y era, claramente, de un formato emocional tan frágil como una casa de naipes. Esa parte, claro, no se la había contado a Miguel. En los días malos, se quedaba en cama. Dormía cuatro o cinco horas y en los intervalos veía dibujos animados en la televisión. No hablaba con nadie, no leía, no pintaba ni hacía el aseo. Con esfuerzo se duchaba y regresaba a la cama. Casi no comía, no tenía apetito. Por el bebé, se obligaba a masticar unos palitos de queso, bastoncillos de zanahoria cruda, frutillas y pretzels. Y yogurt griego, mucho yogurt griego. La ropa le colgaba como a un espantapájaros. La panza parecía un estómago hinchado por indigestión. Había subido dos kilos en cinco meses. Algunos días se quedaba inerte largo rato frente al amplio ventanal con sus ojos grises perdidos en el vacío.Con la ayuda de una terapeuta por Zoom, dos veces por semana, Molly intentaba levantar la cabeza por encima del agua.

No podía dormir en las noches y cuando lo hacía soñaba con unos bichos gelatinosos que bajaban por su garganta y se comían a su bebé en minutos. Aburrida de la decoración de su hogar, optó por un sello minimalista y sólo incorporó la gama cromática del blanco y el negro. Igual que en su mente. Cambió los muebles, alfombras, algunos cuadros. Cuando estaba de ánimo, los colgaba. Se deshizo de las flores y de las grandes lámparas. De nuevo, ni siquiera le consultó a Miguel.

Daba igual, él sólo llegaba a dormir y muchas veces –sin siquiera encender alguna luz– se dirigía directo al dormitorio y caía a la cama como un saco de papas. Gran parte de los muebles los donó a una fundación de caridad. Se cortó el pelo, más bien se rapó. Botó su maquillaje y regaló gran parte de su ropa. Sólo dejó las prendas blancas y negras. Lo mismo los zapatos y bolsos. Cuando se levantaba se ponía el mismo pantalón deportivo negro y un polerón blanco, con zapatillas blancas. Por petición de su madre, que insistió hasta quedar ronca, comenzó a ayudarla en su negocio, en el área gastronómica. Se encargó de los pedidos (vía Zoom), supervisó compras, sugirió algunas contrataciones y diseñó algunos menús. Durante unas semanas coordinó los pedidos de delivery. No lo hizo mal, pero los empleados se quejaban de que les costaba comunicarse con ella y que se contradecía en las instrucciones. Olvidaba las reuniones acordadas y no contestaba las llamadas.

Miguel sólo dormía en casa. Incluso había pasado noches enteras en el hospital. A veces se encontraban en la cocina los viernes, cerca de la medianoche. El, con las ojeras hasta el mentón, la tez de un color verde musgo. Había bajado mucho de peso y tenía escaras sobre el puente de la nariz y en las mejillas. Lo último que faltaba era que estuviera con el virus y se lo pegara a ella y al bebé. Ella con unas ganas incontenibles de vomitar y de llorar. Las dos cosas las hacía casi a diario. No se rozaban bajo las sábanas. Durante los fines de semana, él dormía casi todo el día y sólo se levantaba al baño o a prepararse un sándwich. Ella quiso decirle que era su héroe que salvaba vidas, que le agradecía todo lo que hacía por los pacientes, los enfermos, que estaba tan orgullosa, que quería cuidarlo, pero que apenas podía hacerse cargo de ella, que la vida le dolía y la soledad también. No le dijo nada.

El tiempo pasaba rápido en pandemia, y no habían hablado ni una sola vez sobre los planes para el bebé, que no tenía nombre ni sexo. Miguel no había acondicionado la pieza, como le había prometido. Los muros seguían siendo de un gris horrible y la alfombra estaba manchada. No había cortinas ni una cuna. Molly no había comprado un pañal siquiera y a los tres controles había ido sola. Sólo después de la primera cita, él le preguntó qué tal, cómo te fue con el médico, cómo está el bebé. Todo bien, le dijo ella, y se acabó la conversación.

A los ocho meses de embarazo, se desató la tormenta. Miguel eligió un domingo a la hora del desayuno –ambos habían coincidido en la cocina– para decirle a Molly que no aguantaba más este infierno, que estaba agotado, que lo sentía mucho pero que esto no tenía destino, que la pandemia había arruinado sus vidas, que tenía miedo. Se lo dijo todo de corrido, sin pausa, no podía respirar, le temblaba la barbilla, pero ya lo estaba diciendo, al fin, al fin. Ella untaba una tostada con mermelada de naranja, sin levantar la vista. Entonces él se quedó callado, apoyó sus brazos sobre el mesón y dejó caer su cabeza. Comenzó a llorar con sollozos breves pero sucesivos, como hipos de angustia. No recordaba haber llorado así en mucho tiempo. Molly se acercó a su lado y le acarició la cabeza, sin decir palabra. Miguel le agradeció su silencio y su caricia. Quiso decirle que hacía tiempo que no la quería tanto. Esa mañana, con un sol de otoño que entraba a raudales por las ventanas, ambos se dieron un abrazo largo y, en pocas palabras, acordaron separarse una vez que tuvieran a la criatura. O la vacuna. La que llegara primero.

Odette Magnet es periodista y escritora chilena.



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