De izquierda a derecha: René Bascopé, Alfonso Gumucio, Félix Salazar, Jaime Nisttahuz y Manuel Vargas
Brújula Digital|19|07|24|
Alfonso Gumucio Dagron
Nunca fui adepto a las capillas, siento que hay demasiadas en Bolivia, y no me refiero sólo a las políticas o religiosas sino –en este caso– a los grupos de escritores y artistas que se aglutinan en pequeñas cofradías (parecidas a las masónicas) con el propósito de avalarse entre sí captar financiamiento, becas, viajes, invitaciones y otros privilegios. Hoy por ti mañana por mi… se hacen favores unos a otros como en una logia. Se mueven hábilmente a nivel internacional, a veces beneficiados por vínculos con universidades de Estados Unidos o de Europa.
La introducción anterior me sirve para hablar de Jaime Nisttahuz, fallecido el domingo 14 de julio de 2024, con quien tuve una amistad tan larga y fructífera como episódica. Fuimos parte de un grupo que se diferenciaba de las capillas cerradas descritas más arriba. Jaime era el mayor del grupo (nacido en 1942), Félix Salazar seguía en edad (1948) y luego Ramón Rocha Monroy, Edgar Arandia y yo (1950), después René Bascopé (1951) y el más joven era Manuel Vargas (1952). Según el tipo de travesuras, otros colegas participaban. Silvia Peñaloza y Edgar Arandia tenían un local en la calle Bueno, que denominamos Puerta Abierta, donde se presentaban libros y exposiciones de pintura. Era una linda época.
Con el apoyo de la editorial y librería Difusión de Jorge Catalano y el liderazgo de Pedro Shimose, hicimos la revista Difusión (impresa por don Ernesto Burillo), que entre marzo y octubre de 1971 publicó siete números excelentes, como el correspondiente a junio, donde se publicó el poema “Las llaves del comandante” que el gran (y grande en estatura) poeta ruso Evgueni Evtushenko había escrito días antes durante su visita a La Higuera, detrás de los pasos del Che Guevara en Bolivia. Era una revista de gran calidad de contenido y diseño, abierta a todos. Nos reuníamos en la trastienda de la librería Difusión, primero en el Prado y más tarde en la avenida Mariscal Santa Cruz, para hablar sobre libros con el fondo de la música de Chopin que tanto le gustaba a Jorge Catalano, quien nos ayudaba importando las primeras ediciones de los libros del “boom” de la literatura latinoamericana, que consumíamos con avidez como si fueran vitaminas (o una droga).
El golpe militar de Banzer en agosto de 1971 nos mandó al exilio en Madrid a Pedro Shimose y a mí, entre muchos más que salieron a otros países. Pedro y yo compartimos varios meses un departamento prestado en el Barrio del Pilar, todavía en construcción.
Tiempo después, Manuel Vargas fue junto a Jaime Nisttahuz y René Bascopé el artífice de la revista Trasluz (1975-1977), que codirigieron abriendo el espacio a otros colegas escritores que hacían sus primeras armas. Se trataba de incluir a otros, y no de excluir.
A fines de la década de 1970, al regreso del exilio, nuestro grupo inauguró las ferias de autores en el Prado, los domingos, donde cada uno debía participar con sus propios textos, no se podía llevar libros de otros. La convocatoria era abierta, y así participó varias veces Matilde Casazola, Mariano Baptista Gumucio y Fernando Vaca Toledo, entre otros que recuerdo.
Nuestro querido Pepe Ballón, que dirigía la imprenta universitaria (luego de haber sido el formidable creador y gestor de la emblemática Peña Naira), nos ayudó a publicar Seis nuevos narradores bolivianos (1979) donde cada uno aportó con cuatro o cinco cuentos: Manuel Vargas, René Bascopé, Alfonso Gumucio, Ramón Rocha Monroy, Félix Salazar y Jaime Nisttahuz. Fue nuestro bautizo como grupo.
Nos inventamos el sello editorial Palabra Encendida (escogí el nombre, inventé el logo y diseñé algunas tapas) con la idea de que nuestros humildes libros no nacieran huérfanos. Con ese sello se publicaron dos libros de Jaime Nisttahuz: El murmullo de las ropas (1980) y Palabras con agujeros (1983), y otros tres míos. A Jaime y a mí nos gustaba jugar con las palabras para ponerle nombre a nuestros libros, que luego presentábamos en la galería Puerta Abierta y en otros espacios culturales (que no cobraban, como ahora).
El cruento golpe del coronel Natusch Busch nos afectó de lleno. Edgar Arandia fue herido de gravedad durante un enfrentamiento en la plaza Pérez Velasco. Poco después ocurrió el secuestro y asesinato de Luis Espinal y cuatro meses más tarde el golpe del García Meza, el 17 de julio de 1980 (hace 44 años) nos cayó encima con el forzado exilio político para quienes escribíamos en el semanario Aquí, donde Jaime publicó varias veces. René Bascopé, Ramón Rocha Monroy y yo salimos exiliados a México, y Manuel Vargas a Suecia por la publicación de su cuento “Mal de ojo”… Cada quien cruzó fronteras y enfrentó peligros a su manera. Esa dispersión afectó las actividades que habíamos apenas comenzado a desarrollar. Por suerte otros compañeros escritores se fueron uniendo al grupo en el que Jaime Nisttahuz quedó como un referente: Adolfo Cárdenas (“Asterix”), Humberto Quino, y varios otros más jóvenes.
Han pasado más de cuatro décadas y las generaciones de relevo se interesan en la obra de los escritores y artistas de nuestra generación (especialmente cuando se mueren, así es la vida y así es la muerte). Las fotos que nos tomábamos en el grupo se convierten en icónicas y las usan indiscriminadamente sin citar siquiera la fuente o la autoría. Hay una apropiación de la memoria que tiene algo de oportunismo, pero ni modo.
Jaime no era afecto a usar los medios digitales que fueron surgiendo a fines del siglo pasado, de manera que no pudimos mantener un contacto fluido durante los años que estuve rodando por otros países, aunque nos veíamos ocasionalmente cuando yo regresaba a Bolivia por unos días. No tengo correspondencia suya, lo cual lamento. No nos vimos durante muchos años por las distancias geográficas insalvables y en tiempos recientes porque Jaime se recluyó cada vez más. Las últimas veces, antes de la pandemia, fue probablemente en su puesto de venta de libros en el pasaje Marina Núñez del Prado, donde iba cada vez menos. A raíz de uno de nuestros reencuentros, en octubre de 2013, el colega Alexis Argüello Sandoval publicó este tuit: “Acabo de ser testigo de un reencuentro, que tal parece sucedió después de mucho tiempo, el de Alfonso Gumucio y Jaime Nisttahuz”.
Jaime sabía que su camino final no tenía retorno. Dejó a su familia instrucciones precisas, no quería que lo cremen, sino que lo entierren en el Cementerio General donde ahora yace desde el martes 16 de julio (“si me entierran abajo, en un cementerio jardín, quién me va a visitar”, dijo), e incluso dispuso cuál sería su epitafio: “Creía encontrar lo que buscaba Quiso caminar sobre sus convicciones No cumplió más que el intento de caminar sobre sus negaciones en cada piedra que pisaba Su confianza fue quedando en la duda”. Y en otro epitafio que lo acompañó hasta su morada final se lee: “Mis lágrimas cantan contra lo nefasto como si acariciara la calavera de quienes no atendieron mi desamparo”.
Los amigos conocíamos su acidez para expresarse sobre otros, incluso con sus interlocutores inmediatos, a los que provocaba con alguna frase acerada que podía dejar desconcertado a quien no lo conocía bien. Era así, sobre todo con unos tragos encima. A Ricardo Bajo, que publicó sobre Jaime uno de sus espléndidos reportajes (3 de abril de 2022) le dijo que siempre tuvo la fantasía de perderse “en algún rincón de Bolivia y expandir luego el chisme de mi muerte”. Quizás lo hizo y todos estamos esperando que reaparezca con su sonrisa burlona.
Uno de los poemas de Jaime que suelo recordar lleva como título “Fe de erratas” (el último de su libro Escrito en los muros) y tiene versos como estos: “Donde dice abogado renglón 20 de la pág. 1040 debe decir ha robado; fácil mujer pág. 1050 debe leerse grácil mujer; militarismo pág. 1055 debe cambiarse por ocultismo…” y así hasta el final. De ahí el título de esta nota de homenaje.
Alfonso Gumucio es escritor y cineasta.