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Cultura | 17/06/2024   05:05

|OPINIÓN|Kafka minimalista|Raúl Teixidó|

Brújula Digital|17|06|24|

Raúl Teixidó

Este mes se conmemroa el centenario de la muerte de Franz Kafka, un pilar de la literatura moderna. Los artículos que abordan este aniversario exploran su impactante legado, analizando su estilo único, sus obras más célebres y su influencia perdurable en la literatura y la cultura actuales. Esta es la quinta entrega del escritor Raúl Teixidó.

La revista Hyperion publicó en 1908 varios textos breves de Kafka, que más tarde formaron parte de su primer libro, Contemplación (Rowohlt, 1913).

Un grupo de niños corretea en el campo, todo lo despreocupadamente que es posible hacerlo a su edad.

Suben y bajan por un terraplén, se toman un respiro tendiéndose en una zanja que enseguida abandonan, con renovada energía.

Asomados al puentecillo que se alza sobre un torrente, contemplan el imperturbable fluir de las aguas turbias y presurosas.

Un tren de pasajeros atraviesa lentamente el horizonte.

Las primeras sombras de la noche acallan el trino de los pájaros.

Hora de retornar a casa.

Lo hacen al paso, perezosamente, a fin de que el paseo se prolongue un poco más.

(Niños en un camino de campo).

La casa, a oscuras. La puerta, cerrada.

Salir subrepticiamente por la noche, cuando la familia descansa, para desentumecer los miembros, como un animal tras largas horas enjaulado.

Quitarse de encima, igual que un incómodo disfraz, el peso –cada día más difícil de sobrellevar—de otra jornada inútil.

(El paseo repentino).

Una cuerda de amigos, cogidos del brazo, se desplaza casi en volandas.

El viento atraviesa los espacios que sus extremidades dejan al descubierto.

En pleno campo, bajo un cielo estrellado, sus palabras se tornan exclamaciones jubilosas, gritos de entusiasmo, preludio del canto que no tardará en arrancar.

(Excursión a la montaña).

La bonita joven que camina pausadamente, recibiendo la caricia del sol, se detiene cuando un muchacho aparece a su lado.

Va en la misma dirección y le propone recorrer juntos un trecho.

¿Pretende acompañarme sin que seamos amigos?

Tan solo cien metros… o bastantes más: depende de usted y de lo que encontremos en el camino.

(Mirando afuera distraídamente).

Separados por una corta distancia, dos hombres corren a todo lo que dan sus fuerzas. El que va detrás ¿es un perseguidor o, simplemente, se dirige al mismo sitio?

Bien puede suceder, también, que ambos anden en pos de un tercer individuo cuyo rastro han perdido momentáneamente, pese a que las calles están despejadas y hay luna llena, circunstancias que propician una buena visibilidad.

Asimismo, es concebible que no se conozcan en absoluto, ni se hayan visto nunca (ni lo harán seguramente en el futuro) y que, en realidad, estén dedicando su tiempo a una actividad gratificante –correr unos cuantos kilómetros en una noche apacible--, sin propósito determinado, diríamos, al margen de experimentar la satisfacción que les procura el enérgico y acompasado movimiento de sus piernas.

(Transeúntes).

El solitario inquilino del sexto piso llega a su destino, fatigado y silencioso.

¡Alivio indescriptible, dejar atrás calles largas y desiertas, inmuebles sombríos habitados por extraños, templos y portales fantasmagóricos!

Abre la ventana.

Hay luz en los jardines que circundan la vivienda.

En alas de la brisa acude a sus oídos una melodía, grácil y pausada, como la caída de una hoja.

(El camino a casa).

No recuerda la última vez que una invitación a cenar le eximió de otra velada en soledad.

Cuando se encuentra débil o enfermo, no sale de casa hasta que recupera sus fuerzas, resignándose, entretanto, a contemplar su habitación vacía durante días y noches interminables, cuando lo ideal para él sería agradecer la visita de un amigo o los deseos de recuperación expresados en una nota manuscrita o a través de una llamada telefónica de aquellos que, por distintas circunstancias, no han podido manifestárselos en persona.

En sus días monótonos e intercambiables, idénticos a sí mismos como las cuentas de un rosario, rompe ocasionalmente su obligado mutismo si se cruza con un vecino en la escalera o admira la vivacidad de un niño, de paseo con su madre, que se muestra complacida por su gentileza.

Por lo demás, la mayor parte del tiempo recorre solo el camino a casa, sin coincidir, al menos, con la portera, cuya presencia suele dar lugar a un breve intercambio de palabras.

Posee, eso sí, una cabeza para golpeársela, un cuerpo real (no demasiado achacoso aún), una frente “de intelectual”, más despejada conforme pasan los años, a causa del cabello que va perdiendo.

(La desdicha del soltero).

Todos los días, a la misma hora, una atractiva joven sube al tranvía en la plaza Wenceslao.

Viste una falda negra, asegurada a su cintura fina y flexible, y una blusa ceñida al cuerpo, cerrada por delante: el vistoso broche, en forma de mariposa con las alas desplegadas, situado justo en el inicio de la delicada protuberancia de su pecho, se antoja la llave de una caja de caudales.

El cabello, rubio y abundante, peinado con esmero.

Ojos claros, tez de porcelana.

Una chica hermosa y saludable, “con todo perfectamente en su sitio”, como suele decirse, imperturbable y silenciosa como una deidad, que no parece, ni por asomo, consciente de su embriagadora belleza, a la que debería rendir pleitesía.

(El pasajero).

Deseo de compañía, de un brazo en el que apoyarse, de unas palabras afectuosas, de una mirada que responda a la suya.

Hélas, el camino al prójimo es demasiado largo, la sociabilidad, una lamentable pérdida de tiempo: poner de manifiesto, demasiado ostensiblemente, las carencias afectivas que nos entristecen esperando que alguien venga a ponerles remedio, es una actitud vana e ilusoria que, por si fuera poco, compromete la dignidad y daña la autoestima.

Prudente y resignado, nuestro hombre disfruta, no obstante, de una rara forma de solaz, que consiste en contemplar el devenir de las vidas ajenas, su impersonal y tumultuoso acontecer, sin interactuar ni muchísimo menos conocer los problemas que aquejan a unos y otros, tan solo mirando –desinteresadamente, pero de una manera fiel y constante—ese mundo del que no es parte y que, sin embargo, le resulta imprescindible.

Raúl Teixidó, nacido en Sucre, cursó la carrera de Derecho en la Universidad de San Francisco Xavier de Chuquisaca. Dio clases de filosofía. Ha escrito varios libros de cuentos y publicado ensayos y artículos varios.





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