Este es, sin duda, su mejor filme hasta ahora. En él hace del efectismo que es consustancial a su cine (y que la actual generación de “moviegoers” espera de todas las películas) una empresa seria.
Brújula Digital |30|07|23|
Fernando Molina / Tres Tristes Críticos
Un colector de críticas sintetizó la acogida norteña a la última película de Christopher Nolan, Oppenheimer, con la siguiente sentencia: “aclamación universal”. Un veredicto así interesa, claro, pero no debe intimidar. Ya antes hemos visto filmes de Nolan sobrevalorados, como Interstellar, para no hablar de la incomprensible Tenet.
Este director, guionista y productor suele obtener muy buena crítica gracias a un don que le ha dado el Señor: hace que los espectadores nos sintamos más inteligentes viendo sus películas. El mecanismo es el siguiente: se plantea una trama que a primera vista parece compleja, por ejemplo la de Inception; el público se exprime la mollera y, zas, la comprende (porque en el fondo no era complicada o porque finalmente podía reducirse a un esquema simple: v.g., “la vida es un sueño” o, en Tenet, no saber qué está pasando resulta cool).
Y entonces se siente (el público) más inteligente. Claro que esto no le interesaría a muchos (y Nolan le interesa a casi todo el mundo) si no fuera por las imágenes del director, que combinan en sí todas las sensibilidades: son bellas, son poderosas, son trepidantes, son inquietantes. Nolan domina todos los medios visuales y, en especial, los que no reflejan, sino recrean la realidad. Es un virtuoso de los efectos especiales, de los trampantojos, de los retrocesos y avances temporales, de la dosificación lumínica, etc… En realidad, debí decir que domina los medios audiovisuales: sus bandas sonoras también son tremendas y ayudan a que contemplemos sus imágenes con la reverencia adecuada.
Finalmente, dirá alguien, no otra cosa es el cine: fantásticas imágenes en movimiento. Claro que si tuviera que pensar en un cine que merezca una “aclamación universal”, yo diría que este no debiera dejar de provocar unos sentimientos menos perentoriamente impuestos por la imponente fotografía, la música perturbadora y la trama retorcida -pero no abstrusa, ya que la visualidad suele salir adelante y formar modelos perceptuales manejables por los espectadores- de Nolan.
Mi conclusión: pese a que es muy expresivo, el tecno-formalismo de este director resulta finalmente frío. (Dunkerque es magnífica pero al cabo no funciona por culpa de esa frialdad no deseada).
Este también sería mi juicio sobre Oppenheimer, la última cinta de Nolan: impresionante, pero fría, pese al tema tan terrible. Coral, una danza incesante de personajes que entran, dicen un par de líneas y salen, lo que nos impide aquilatarlos. Una historia que parece llevar al conocimiento pero que al final rebota contra la superficie brillante del mundo que debería haber penetrado.
Nolan es uno de los directores más conspicuos de la era tecnológica del cine, que es como decir de su segunda potencia, ya que el cine como tal inauguró la era tecnológica del arte: el tiempo de la reproducción mecánica de la que hablaba Walter Benjamin (¿es demasiado traer a Benjamin a un comentario sobre una peli del verano boreal?). El arte de Nolan es el de la actual civilización: avasallador, contundente, frenético y sin tiempo para una verdadera reflexión; falso oro, pero de un dorado aún más precioso que el del original.
No es casual que la sociedad en que vivamos recupere la figura de Robert Oppenheimer, el “Prometeo americano”. No es extraño que su biógrafo cinematográfico sea el mismo que el mayor narrador existente de las aventuras de Batman.
Una sociedad al borde de la autodestrucción por culpa de los medios científicos que ha desarrollado para imponerse a la Necesidad y a la Naturaleza se refleja en personajes como estos que le interesan a Nolan: genios científicos, tecnólogos, hombres de acción, líderes natos y seres moralmente ambiguos que se proponen objetivos bondadosos por medios éticamente condenables o, quizá, que legitiman estos medios alineándolos retóricamente con unos objetivos ilusorios.
Al final, Nolan, “ingeniero de almas” –como llamaban a los artistas en una Unión Soviética que no escondía su desarrollismo salvaje–, redime a sus personajes torturados, arrepentidos de las consecuencias de las decisiones que, sin embargo, volverían a tomar una y otra vez, porque solo así el mundo libre podrá hacer frente a los que, sin ambigüedades, son malvados: los nazis, los comunistas, la Liga de las Sombras.
Véase la última parte de Oppenheimer, en la que la película se transfigura de biografía caleidoscópica en thriller político y espera que los espectadores nos pongamos del lado del constructor de la bomba que cayó dos veces sobre ciudades japonesas y mató a unas 150.000 personas (tres guerras del Chaco). Incluso se espera que estemos en contra de la bomba de hidrógeno y, al mismo tiempo, más o menos a favor de la bomba atómica. Redención, entonces, y fin silencioso de la ambigüedad moral.
Pero, pero, pero. En medio de los destellos de las bengalas emergiendo de los núcleos de uranio, el arte “a la antigua”, pre-reproducción mecánica, hace su aparición. Para seguir con Benjamin: revela su aura. Y el aura en esta ocasión rodea a Cillian Murphy, el extraordinario actor principal de la película. Ver su actuación compensa con creces los embarazosos parlamentos didácticos del guion, que se complace en ser difícil pero se asegura, eso sí, de que nadie se pierda. Ya lo dijimos. Se trata de volver inteligentes a las masas, no de ahuyentar a los que no quieran esforzarse más de la cuenta.
¿Otra vez el mundo está sobrevalorando a Nolan? Bueno, este es, sin duda, su mejor filme hasta ahora. En él hace del efectismo que es consustancial a su cine (y que la actual generación de “moviegoers” espera de todas las películas) una empresa seria. Igual que en Dunkerque, hay que decir, pero con más soltura. Nada de máscaras ni de capas ni… iba a decir “explosiones”, pero me contuve a tiempo. Para muchos el momento más memorable de Oppenheimer no es otro que el de la explosión de la bomba. Y, en efecto, es memorable. Además, ofrece la palabra que permite definir el cine de Nolan: “atronador”.
Fernando Molina es periodista y escritor.