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Cultura | 02/10/2022   06:00

Sobre Utama de Alejandro Loayza

Las preocupaciones de Utama se entrelazan –sin dificultades, sin forzar las cosas– a una historia personal y mínima: un matrimonio de ancianos, pastores de llamas en un paisaje semivacío y apocalíptico.

Mauricio Souza Crespo/ Brújula Digital |01|10|22|

Tres Tristes Críticos

1. Los hilos a la vista

En Utama, la ópera prima de Alejandro Loayza, los hilos principales están a la vista y provienen de la historia del cine boliviano. La película se detiene, entre otras preocupaciones, en las arquetípicas dificultades de una tierra árida y dura, en los turbios cantos de sirena de la migración, en el conflicto cultural entre generaciones. Regresamos, en suma, a temas no abandonados desde Vuelve Sebastiana (1953) de Jorge Ruiz, aunque, en esta versión, las cosas suceden como si Sebastiana ya se hubiera ido de su casa hace tiempo y los únicos que todavía perseveran en su sitio fueran los viejos.

2. Un triángulo amoroso

Las preocupaciones de Utama se entrelazan –sin dificultades,  sin forzar las cosas– a una historia personal y mínima: un matrimonio de ancianos, pastores de llamas en un paisaje semivacío y apocalíptico, Virginio (José Calcina) y Sisa (Luisa Quispe), afrontan juntos los daños de la sequía, las miserias del tiempo y de la enfermedad y, recientemente, las insistencias de Clever (Santos Choque), el nieto que llega de la ciudad convencido de que, llevándoselos, los salvará de ese lugar sin futuro.

3. Un gran espectáculo ecológico

Era previsible que la película fuera interpretada, pues la pereza nunca descansa, en los términos en que mucha crítica lo ha hecho en los últimos meses: Utama, se dice en por lo menos una docena de reseñas, es un arrobador espectáculo sobre los estragos del cambio climático. Planteada en tan definitivos términos universales, uno podría sumarse a la caravana y repetir lo que esos reseñistas repiten (sin saber mucho más qué decir): que aunque esta es otra película sobre un tema conocido y actual –las urgencias ambientalistas que nos quitan el sueño, más aún si las trasladamos a los confines pobres del mundo–, sus bellezas y excelencias visuales en el tratamiento de ese tema la hacen extraordinaria. Mad Max sin violencias motorizadas o árido spaguetti western sin pistoleros, Utama sería un efectivo ejercicio de estilo sobre las distopías de la debacle ecológica.

4. Pero generalicemos, porque se puede

Felizmente, Utama es más interesante que esas reducciones y lo que insinúa, por ejemplo, de un lugar azotado por la sequía se puede generalizar a ciudades o países enteros: ¿cuándo es el momento de irnos de ellos?, ¿por qué nos resistimos a huir ? O, mejor, ¿en qué medida nuestra obstinación militante –la de quedarnos en un lugar porque lo sentimos “nuestra casa”– no es sino una fidelidad a condiciones indeseables e insostenibles? ¿Y acaso no es cierto que una vida ahí perdida o malograda se ha perdido y malogrado en toda la tierra?

5. Tierra baldía

La película se abre con un ocaso: el protagonista, Virginio, camina de espaldas a nosotros y hacia el horizonte, sin destino o ruta aparente. Así es como Loayza entiende el paisaje andino, esa antigua obsesión de la cultura boliviana: ya no escenario misterioso o imponente o místico, y tampoco escenario de presencias tutelares, sino espacio un tanto hostil, hermoso pero ajeno, vacío y tierra seca tal vez, no contemplado desde lejos –cual cuadro– sino desde el piso –cual territorio que recorre un caminante–. En este espacio los cerros no son marcas o señas que nos orienten (apenas se ve uno a lo lejos) y los personajes caminan en él medio perdidos y algo ensimismados, entre un suelo invariablemente hecho de polvo y un cielo imperturbablemente azul, sin nubes o lluvias o tormentas que lo saquen de su impasibilidad. Vemos gente caminando, pero no sabemos bien hacia dónde, por dónde, para qué, según qué distancias y recorridos. Y esa desazón espacial se va haciendo mayor: el pueblo cercano al que van a buscar agua es un pueblo fantasma; las zonas de pastoreo, son campos sin vida; la casa de la pareja de ancianos es un refugio fronterizo en el desierto, como choza en una película de Béla Tarr (digamos El caballo de Turín) o de Hiroshi Teshigahara (La mujer de las dunas, digamos).

6. El llano en llamas

Uno de los procedimientos visuales de la película sugiere esa misma tensión: la de los espacios vacíos que adquieren sentido, como los planos de la película, cuando se llenan de repente de gente y animales que, agrupados, unos muy cerca de los otros, se protegen de la soledad. Esto funciona por ejemplo así: vemos un plano general vacante, a la espera de algo (cielo arriba, tierra abajo, la línea del horizonte en el medio); las llamas entran en el plano, a su propia velocidad y capricho, juntas; se mueven y, al hacerlo, nos dejan entrever a una que está tendida en el suelo, desmayada o muerta por falta de agua; el pastor aparece, como de la nada, y la trata de reanimar; el resto de la manada sale del plano.

7. El mundo es ancho y ajeno, pero no siempre

La película ensaya no una sino dos distancias dominantes: la de esos ya descritos planos generales y detenidos, desolados, que se animan cuando la gente y sus animales los van ocupando o los ocupan para darles sentido; pero también la de los planos cercanos a sus protagonistas, con frecuencia frontales, en los espacios cerrados y protegidos de su pequeña casa o en los de su ensimismamiento laboral. Estas variaciones de registro visual –en la memorable fotografía de Bárbara Álvarez– son un correlato de lo que la película quiere nombrar: las ambigüedades o impasses de la situación. Así como la película no se presta a resoluciones nítidas –escoger entre quedarse (heroicamente) o irse (inevitablemente)–, las imágenes mismas oscilan entre el retrato de personajes solos y expuestos a la inmensidad de un entorno poco menos que inhumano y los consuelos de la cercanía física, de la intimidad entre los esposos y de estos con sus animales (intimidad que es por añadidura sonora: Virginio y su respiración esforzada; las llamas y sus ruiditos de cariño o de alarma).

8. Y las llamas nos llaman

Porque a falta de nubes en el cielo, Utama nos ofrece llamas en la tierra. Juntas y cercanas, perfectas y hermosas, a veces como flotando sobre el suelo, a sus anchas en el mundo, sus t’inkas de color fosforescente en las orejas el único color vivo sobre la tierra, son una presencia, una proximidad, una suerte de plenitud que justifica, sin necesidad de otras explicaciones, las perseverancias protectoras de los que deciden quedarse.   

9. Lo que la película también dice

Hay, además, lo que Utama asume y no declara. Una posible lista es esta: a) que en su historia, el Estado está lejos, muy lejos, casi ausente; b) que la soledad de los personajes no encuentra alivios corporativos; c) que en la descripción de lo que separa a algunos de los personajes (al hijo, al nieto) del mundo que los rodea no se acude al socorrido principio explicativo de la “alienación”; d) que las fricciones generacionales descritas con algo de distracción por la película –el abuelo que le habla al nieto en quechua, a sabiendas de que no lo entiende; el nieto absorto en su celular– no auguran ni preparan quiebres que los afectos familiares no remedien luego (aquí, al final, hablando se entiende la gente); e) que el hecho de resistirse al cambio, de negarse al abandono de las maneras en que uno vive su vida, no conducen a la idea de que esos modos son por lo tanto alternativas políticas (aquello del “vivir bien”, etc.); f) que la vida retratada es dura pero no miserable y es una vida plena y suficiente en sí misma; g) y que el campo no es un lugar terapéutico al que hay que regresar para sanarse (como en La Chaskañawi de Medinaceli o La nación clandestina de Sanjinés), sino un lugar de viejos, destinado, como tantas cosas y nosotros mismos, a desaparecer. 

10. Utama, en su mejor definición

Cuando es una historia de amor entre dos viejos o cuando es una historia de ritos cotidianos y oficios amenazados, Utama es mejor que cuando coquetea con giros y explicaciones de aire oracular: “el tiempo está cansado”, se nos dice, por ejemplo, en una frase lista para ser citada. Y se verá –pero ya cuando volvamos a ella de aquí a unos años– si la resolución de la película –que opta por la pulcritud simbólica de un sacrificio final, preparado con didactismo– era la mejor. Pero creo que estos matices no nos deberían distraer de lo que importa por ahora: poco es lo que en esta película, la más premiada de la historia del cine boliviano, no alcanza su mejor definición. 

Mauricio Souza es crítico, ensayista y editor





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