Antes de Osama bin Laden y sus franquicias, otro nombre dominaba el parnaso del terrorismo mundial: Carlos, el Chacal. Venezolano de origen, y criado en la militancia comunista, Ilich Ramírez Sánchez había adoptado, al iniciar su carrera de bombas y armas, el nombre de un presidente que admiraba.
Tres tristes críticos
Por Mauricio Souza Crespo
1. Hace unos días, la justicia francesa condenó por tercera vez a cadena perpetua a Carlos, el Chacal. A sus 71 años, ya lleva 27 en la cárcel y morirá en ella.
2. Antes de Osama bin Laden y sus franquicias, otro nombre dominaba el parnaso del terrorismo mundial: Carlos, el Chacal. Venezolano de origen, y criado en la militancia comunista, Ilich Ramírez Sánchez había adoptado, al iniciar su carrera de bombas y armas, el nombre de un presidente que admiraba: Carlos Andrés Pérez, que en 1975 nacionalizó el petróleo en su país. Este homenaje inicial de un venezolano a otro resultaría profético, una suerte de alegoría de la contundencia con que la época hace encallar nuestras vidas en el consumo: Carlos el Chacal acabó, a principios de los noventa, perdido en la megalomanía marginal, un exceso minucioso y caro que incluía preocupaciones tales como la urgencia de someterse a una liposucción (pues había engordado hasta adquirir la forma de un “cerdo fascista”). Su ídolo, Carlos Andrés Pérez, era la cabeza visible de algo parecido en esos años, los de su segunda presidencia (1989-1993): un gobierno corrupto e inerme (que Hugo Chávez intentó derrocar). Los dos, Carlos Andrés y, su admirador, Carlos el Chacal, terminaron su carrera en el mismo lugar: en la cárcel, el primero por corrupción, el segundo por asesinato.
3. Carlos el Chacal se inició en el terrorismo a fines de 1973. Ya para 1985 se podría decir que era un hombre acabado, que usufructuaba de glorias pasadas. Desde entonces hasta su aprensión en 1994, todo fue una lenta huida, de país en país, de padrino en padrino protector. Purga hoy, decíamos, tres cadenas perpetuas en Francia. Los buenos tiempos de Carlos, esa su década de oro (1974-1984), fueron en cambio otros: los rituales de la seguridad internacional eran, si los juzgamos desde nuestro mundo policial post-septiembre de 2001, un juego de niños y todavía existía la posibilidad, hoy impensable, de que la toma de rehenes en un avión o edificio produjera concesiones de los gobiernos. Acaso haya sido el éxito del Chacal el que desencadenara, por contraste, nuestra época, con sus terroristas suicidas, esos que, más que soldados, piensan en el martirio propio y ajeno como único modus operandi.
4. Carlos es el objeto de esta larga biografía de un buen director, el francés Olivier Assayas. Aunque filmada en celuloide, la película se puede ver en dos versiones (ambas disponibles en DVD y streaming): una extensa, de 5 horas y media (hecha para la televisión); y una reducida, de dos horas y 45 minutos.
5. Carlos es lo que los gringos llaman un relato “procedimental”. O sea: describe, con lujo de detalles y pericia narrativa, cómo funcionan las cosas, las minucias logísticas y la cotidianidad de un oficio de atentados y asesinatos. Aunque la reconstrucción de época es prominente (exactas canciones de la nueva trova, farras izquierdistas, discusiones políticas de simplicidad ebria), lo que vemos, mayormente, es a Carlos enamorado de su propia efectividad. No hay, en el filme, el deseo de psicologizar a su protagonista, esa desastrosa pretensión de “conmovernos” en una u otra dirección. Ese es un impulso del que ya conocemos sus discretos logros: el kitsch de El pianista de Polanski o La lista de Schindler de Spielberg, por ejemplo. En tal suerte de claudicación, la historia se figura a partir de la “humanización” de sus sujetos (víctimas o victimarios). Ya Milan Kundera resumió el vicio, llamándolo el de las “dos lagrimitas del kitsch”: una por lo que vemos en pantalla y otra porque nos conmueve que algo nos conmueva (“qué terrible, qué violencia sin sentido!, “el horror, el horror”, etc.). O, si se quiere, Carlos hace lo que Munich de Spielberg no puede: deja que el espectador piense.
6. Cercano a lo mejor del cine francés del la última década (e.g.: Un profeta de Jacques Audiard) o a glorias no muy recordadas del cine clásico galo (e.g.: El ejército de las sombras de Jean-Pierre Melville), Assayas se ocupa de imaginar, en su rutinaria concreción, una serie de operaciones pseudomilitares. Su narrativa, decíamos ya, está marcada menos por el efectismo espectacular-sentimentaloide que por la fascinación con la que reconstruye, sin apurarse, cómo se hacían las cosas. Prominente en esta serie de episodios, es el que hizo famoso a Carlos: la toma de rehenes, en 1975, en un cónclave de la opec. Hay más: bombas lanzadas casualmente al pasar, asesinatos fallidos, tersas reuniones organizativas, etc.
7. La película es impresionante en su producción: cubre dos décadas, una docena de países, casi 120 personajes y diálogos en media docena de idiomas (que el actor venezolano que interpreta a Carlos –y que se llama, coincidentemente, Edgar Ramírez– habla con fluidez). Este cuidado (con la ropa, los autos, los espacios) cumple una función que excede la nostalgia por una época: le da a la película una fisicalidad visceral, una sensación de inmersión completa. No hay, aparte de ello, mayores cercanías o moralejas: la historia es trazada desde una distancia, procedimental, que rehúye la especulación sobre las “motivaciones profundas” de Carlos.
8. A lo sumo, escuchamos a Carlos repitiendo frases ya mántricas: “esta es una guerra contra el imperialismo”, “somos soldados de una causa justa”, etc. En teoría, Carlos luchó por la causa palestina; en los hechos, ofrecía su fidelidad a todo aquel que lo financiara (Irán, Irak, Libia, Siria, Sudán, Hungría, etc.). Lo suyo era una violenta ong unipersonal de la Guerra Fría. Si alguna hipótesis sobre Carlos ensaya Assayas, es una más elaborada que la que prefiere, hasta hoy, la retórica (de izquierda o derecha): Carlos era un militante o militar con infundadas pretensiones intelectuales, enamorado de las armas, capaz de hacer de la violencia individual una lógica ya no de medios sino de fines. Este narcisismo fierrero (con tantos devotos hasta hoy en América Latina) se sugiere desde un principio: Carlos celebra un ataque contemplándose desnudo en el espejo, encandilado por su porte militar, por sus músculos de póster de la vanguardia revolucionaria. Hasta la boinita estilo Che no tarda en posarse en su cabeza. Este, claro, es un narcisismo de escasa o dudosa densidad política (habría que leer los recientes escritos de Carlos: sostienen que el fundamentalismo musulmán le puede dar al marxismo un fervor religioso que este último no tiene y necesita!).
9. Al final, y eso es lo cautivante de la película, a lo que asistimos es a una deriva o, si se quiere, a una perversión política conocida: las maneras en que la lógica instrumental del capital acaba siendo adoptada por la izquierda. En resumen: de cómo los medios (armados, violentos, bélicos) se transforman en fines, en satisfacciones elitistas que –de la mano de la histeria y del amor propio– proponen, frente a los desmanes del sistema, el mito del guerrero. Al final, ya poco importa a nombre de quién Carlos tire sus bombas: lo que importa es que estas estallen y se vean en la tele.
10. Sabemos que una lectura política ha degenerado cuando empieza a leer la historia en los términos de un melodrama burgués: culebrón hecho de héroes, traidores, “resentidos”, monstruos y víctimas emblemáticas. Una película como Carlos nos recuerda que la historia puede ser otra: acciones –harto azarosas e incompetentes– que encuentran su lugar y sentido en un juego político más vasto y tal vez irrepresentable.
Mauricio Souza Crespo es un crítico, ensayista y editor boliviano