"Ahora que lo pienso mejor fue entonces que algo se cerró dentro de mí. Como quien baja la cortina del almacén. Con candado o apaga la luz del dormitorio. A mí se me quitó el apetito. No tuve más hambre", es un fragmento del cuento de la periodista y escritora chilena, Odette Magnet.
Brújula Digital |09|06|21|
Odette Magnet
No recuerdo cuándo tomé la decisión. Ni siquiera sé si fue una decisión. Un día, simplemente, dejé de comer. Desperté, como siempre, a las ocho de la mañana, sin despertador. Era a comienzos de diciembre y ya se advertía que el día sería caluroso. Abrí el ventanal de mi dormitorio, me alisé el pelo revuelto. Caminé hacia la cocina. Sentí la baldosa fría bajo mis pies. Me preparé una tetera de té verde, bien cargado, recogí el diario afuera, lanzado al antejardín entre los arbustos. Era de las pocas personas en el país que aún leía el diario de papel. Me senté a tomar el té y a leer el diario en la terraza frente a mi patio, modesto, pero bien cuidado, gracias a mi fiel jardinero. El pasto bien cortado, un rosal, un par de gomeros y una bugambilia fucsia, desenfadada. Usualmente comía un par de tostadas con alguna mermelada o una fruta, un kiwi o una pera de agua. Pero a partir de ese día no volvería a comer.
Llevaba seis meses de luto, encerrado por la desolación y la pandemia. Mi única hija Elvira había muerto en pleno invierno por el Covid y, además, por un cáncer pulmonar que no la soltó durante dos años, sin compasión alguna. Tenía 40 y dejaba a su esposo con dos hijos pequeños, casi tan bellos como su madre. Nunca lloré una lágrima, como si no supiera que existía el llanto. Tampoco fue una decisión. Quedé seco. Vacío, como una pieza con eco. Se me cayó mucho pelo. Lo fui recogiendo por la noche, en el baño, los pasillos, sobre mi almohada, hebras muertas, patéticas, nidos de tristeza, como huella inequívoca del desamparo que me consumía. Ahora que lo pienso mejor fue entonces que algo se cerró dentro de mí. Como quien baja la cortina del almacén. Con candado. O apaga la luz del dormitorio. A mí se me quitó el apetito. No tuve más hambre. Tomaba mi té verde cargado al desayuno y varias otras tazas durante el día. No me lo propuse, ni siquiera tuve conciencia de ello al comienzo. Al cabo de dos semanas, me di cuenta de que había perdido varios kilos, la ropa me quedaba más holgada. En un principio me pareció una buena idea, estaba con sobrepeso. Me sentía débil y con un forado en el estómago, pero no podía tragar.
Mi esposa Amanda había muerto muchos años antes por una depresión severa. No sé cómo cayó en ella. He buscado pistas, he revisado sus días, los meses previos, pero no encuentros señales. No tengo respuestas al torbellino de preguntas que hasta hoy me quita el sueño. A falta de hambre bueno es el insomnio. Un día, por intentar precisar un momento, entró en un túnel oscuro, un pozo profundo, un estado de ensimismamiento que no dio espacio al aire, la luz, la compañía. Hablaba en monosílabas, en susurros. Lo más largo que me dijo fue que en ella habitaban voces. Afortunadamente, Elvira ya no estaba con nosotros. Vivía con unas amigas y estudiaba arquitectura en su primer año de universidad, lejos. Durante meses, al despertar, me dijo que quería partir, que la ayudara no a vivir sino a morir, que estaba cansada, que no la retuviera más. Me resistí mucho tiempo, pero, finalmente, cedí. Lo que tú quieras, le dije, y le di un beso en la frente. Recuerdo que tenía la piel seca, como un pedazo de cuero curtido. Los ojos apagados, los labios finos, dos líneas mal trazadas. Boté el contenido de los cinco frascos de remedios que tomaba, y todas las mañanas, durante tres meses, le di un largo baño de tina con sus sales y velas predilectas, la cubrí con una crema de almendras, la vestí según sus indicaciones, le serví el desayuno, el almuerzo y la cena, y la senté en su sillón, frente a la bugambilia que ella había criado y mimado. El médico que la trataba dejó de llamar. Y ella no preguntó más por su hija.
Hasta que una noche sentí que Amanda me remecía un hombro y me decía, en un hilo de voz, hay algo que te quiero decir antes de irme, y no me interrumpas. Todo está en orden, quiero un funeral sencillo y nada de obituarios, ninguna de esas cursilerías. Cuida a Elvira, ya sé que una mujer hecha y derecha, pero es nuestra única hija. No la abandones, dile que la quise mucho pero no supe cómo decírselo. Se incorporó en la cama, carraspeó suavemente y me dijo gracias por todo lo que me diste, por tus cuidados, tuvimos una vida interesante, pero aún te quedan muchos años por delante. Quise decirle que se callara, que descansara, pero me dijo tú me sermoneaste durante harto tiempo, ahora me toca a mí, quiero que te cases de nuevo si quieres, no tengo problema, pero no con una cualquiera, oíste. No tengas pena por mí, estaré bien, más feliz que acá. Hizo una mueca parecida a una sonrisa. Echó la cabeza hacia atrás, retiró el almohadón debajo de la nuca y se subió la ropa de cama hasta el cuello. Cerró los ojos. Minutos después su respiración regular indicaba que dormía.
Al día siguiente, cuando desperté, estaba muerta.
La gente podrá decir tanta tragedia, tanto
dolor. No es real, nunca tan mala suerte. Pero usted, doctor, sabe mejor que
nadie que estas cosas suceden y a la gente común y corriente como uno. Nadie persigue
o inventa la pena profunda, la pérdida irreparable. Más bien todos le hacemos
el quite. Yo soñaba con una vida feliz. Plenamente feliz. No fue así. Ya no
fue. La muerte, con su sombra larga y flaca, siguió mis pasos por años. Pero ahora
ni siquiera le temo, a los 80, solo, insomne, calvo, con la carne flácida que
me cuelga en capas como trapos tendidos al sol. Un viejo lastimoso y anoréxico,
que camina con bastón. Con el alma cargada de culpa porque yo debería estar
muerto y mi Elvira viva. Tenía una bella familia, una carrera brillante,
colmada de talentos, con el futuro a sus pies. El Covid fue la guinda de la
torta, se despachó en un par de días. No pude ni verla, clínica privada y todo,
no sirvió de nada. Esta semana estaría de cumpleaños. ¿Cómo te fuiste sin mi
permiso? ¡Cómo te atreves!, te grité,
pegado al vidrio que nos separaba en esa sala de la clínica. Le prometí a su madre que
la cuidaría, que no la dejaría sola. Le fallé. No sé cómo se contagió, y ya qué
importa. Por eso estoy aquí, doctor, para que me devuelva el apetito y la
esperanza, para que me libere de esta tremenda culpa, para que me absuelva de
mis pecados como si fuera un cura, y no voy a ver a uno porque los odio a todos,
pedófilos de mierda. Se me acaban las fuerzas, no me queda mucho tiempo. Ya no tengo
nada que perder. Hasta el miedo me quitaron. Sólo quiero sentarme de nuevo
frente a la bugambilia con mi taza de té verde bien cargado. Y con hambre.
Odette Magnet es periodista y escritora chilena.
@brjula.digital.bo