Brújula Digital |28|11|20|
Mauricio
Souza Crespo / Tres Tristes Críticos
1. Tom Cruise vive en un iPhone gigante. Es decir, en una casita minimalista. Cumple así el sueño de tanta gente de buen gusto, que es dormir en instalaciones que emulen el aire de sus aparatos Apple: ángulos rectos, superficies blancas o cromadas, plástico o vidrio transparente, pocos muebles. Todo, hasta la ropa, se ve en esta casa muy hightech y muy limpio, fiel a la estética puritana de Steve Job.
2. Pese a sus coincidencias de estilo, lo que acabo de describir no sucede en Santa Cruz, en alguna nueva urbanización “exclusiva”: sucede en el futuro y, más que en la arena, allá por el noveno anillo, sucede sobre ella, pues la casita minimalista de Cruise flota, aleve y transparente, casi confundida con las nubes. Esto –el diseño de un “look”– es lo más interesante de la película Oblivion(Olvido), que acabo de ver en un servicio de streaming porque me la encontré en una lista de “clásicos de la ciencia ficción de la última década”. Como a media película, me di cuenta de que ya la había visto, hace años. Y que no me acordaba de nada, ni siquiera del hecho de que ya había escrito sobre ella un comentario. Oblivion indeed.
3. Oblivion trata al menos, sin mayor suerte, de pulsar los dos botones que hay que pulsar para producir una película de ciencia ficción digna: a) no sólo el diseño visual de los espacios que podríamos “habitar” en el futuro o en una realidad alternativa; b) sino también la sugerencia de que ese futuro –más allá de su diferencia en cuestión de vestuarios, muebles y estilos arquitectónicos– ha afectado cosas hasta importantes: nuestra relación con la memoria, el tiempo, la identidad o el cuerpo. En breve: que al redecorar la realidad también podemos decir que “ya no somos los mismos de antes”.
4. No es ningún secreto que, en el cine (y no en la literatura), la ciencia ficción anda hace tiempo de capa caída. O, más bien, de capa alzada: la de los superhéroes, esos que –levantando, muy coquetos, el borde de sus variados disfraces– han ocupado, con sus narrativas de mala historieta, el lugar de la especulación utópica. Porque sugerir o imaginarse que algo ha cambiado –en nosotros o la realidad– exige proponer “ideas”. No basta con diseñar el “look” de lo que vendrá (o podría ser) sino, además, hay que pensar las consecuencias. En Oblivion, decía, se hace por lo menos el intento: su futuro minimalista de superficies blancas y plásticos transparentes es, a ratos, hipnótico, cercano al que George Lucas pensó en 1971 para THX 1138, tal vez su única buena película. Y, además, Oblivion ofrece –cumpliendo el requisito dos de nuestra fórmula– el imprescindible repertorio de “ideas” copiadas de aquí y allá (La Matriz, Odisea 2001, Blade Runner, El vengador del futuro, etc.), aunque termina poniéndolas al servicio de lo que realmente le interesa: las escenas de acción. Tal vez exigirle ideas al cine hollywoodense actual es mucho pedir: como un robot desquiciado, es un cine que termina hecho un atado de cables y chispas que repite, melancólico, “I am afraid I cannot do that”.
5. Una revisión –de lo que los consensos críticos consideran las mejores películas de ciencia ficción de la historia– caería en cuenta de lo poco o nada que los últimos 20 años han contribuido al género. Lo cual, a su vez, ilustra lo ya dicho: el cine de ciencia ficción nunca ha sido una cuestión de exhibir tecnologías sino de especular –de manera “realista”– sobre sus consecuencias. El secreto del hombre invisible nunca fue andar mostrando su invisibilidad sino las reacciones que es invisibilidad provocaba: un personaje, por ejemplo, conjetura –en la novela de H.G. Wells de 1897– que quizá sea negro (“africano”, dice), pues al “verlo” en la oscuridad no ve sino más oscuridad. Importa entonces menos la pregunta de la que parte la ciencia ficción (“¿Qué pasaría si...?”) y mucho más la exploración de las respuestas posibles. “¿Qué pasaría si creamos androides con cierta capacidad para el recuerdo y la memoria?” es la pregunta que se hacen Frankenstein, Blade Runner (en sus dos capítulos), Oblivion, Ex Maquina y decenas de películas. Lo que interesa es cómo la responden.
6. Es claro que no considero que sean ciencia ficción –en su sentido pleno– esas películas de aventuras, “acción” o desastres que apelan a las coartadas del futuro. Basta hacer un test mental: ¿Podrían estas películas ser trasladadas a otras épocas y géneros? Si la respuesta es “sí”, entonces lo de ciencia ficción (y su futurismo tecnológico) es un mero pretexto: no pertenece al género ni la interminable franquicia de La guerra de las galaxias (que, de hecho, arrancó con la adaptación o copia de una película de samurais medievales, La fortaleza escondida [1958] de Kurosawa), ni tonterías como los Transformers (que podrían ser vaqueros, sin ningún pierde), ni la mayoría de los superhéroes (que podrían ser espadachines, boxeadores o soldados, sin otro cambio que el vestuario y las armas). Tampoco, por ello, Alien, el octado pasajero es ciencia ficción: es una de terror que usa una nave espacial en vez de una casa o un closet; o la última versión del El hombre invisible (2020), en la que la invisibilidad es un privilegio más de la violencia patriarcal.
7. Al revisar lo mejor de la ciencia ficción nos damos también cuenta de cuán poca tecnología se necesita para hacerla. Es más: habría que añadir que las computadoras cagaron la ciencia ficción: es con su aparición masiva a principios de los 90 que el género dejo caer la capa. De hecho, la época de oro corresponde a 25 años mágicos en los que no había esas computadoras: 1962-1987.
8. Son grandes películas (y aquí viene la lista) de esas dos décadas y media: Odisea 2001 (1968) y La naranja mecánica (1971) de Stanley Kubrick; Solaris (1972) y Stalker (1979) de Andrei Tarkovsky; la seminal La Jetée (1962) de Chris Marker y Alphaville (1965) de Jean-Luc Godard; o los perdurables entretenimientos comerciales El planeta de los simios (1968) de Franklin Schaffner, Silent running (1972) de Douglas Trumbull, la magnífica Soylent Green (1973) Richard Fleischer, Westworld (1973) de Michael Crichton. Y de esas décadas son tambiénLa muerte en directo (1980) de Bertrand Tavernier, Blade Runner (1982) de Ridley Scott y Brazil (1985) de Terry Gilliam. O las películas de David Cronenberg: Scanners (1980) y La mosca (1986). Hasta El dormilón (1973) de Woody Allen corresponde a este período.
9. Hubo, claro, otros períodos felices: entre 1927 y 1935 se produjeron Metropolis de Fritz Lang y dos de James Whale: Frankenstein y El hombre invisible. O en los años cincuenta: El día que paralizaron la tierra de Robert Wise, Quatermass II de Val Guest y la gran Planeta prohibido de Fred Mcleod Wilcox.
10. En este género, lo poco memorable del último cuarto de siglo, en plena fiebre de las imágenes generadas por computadora (CGI), ha sido increíblemente low-tech. Casi como si la tecnología fuera una distracción: tal vez cuanto menos se piensa en los efectos, se tiene más tiempo para pensar en el guion. Es low-tech el Eterno resplandor de una mente sin recuerdos (2004) de Michel Gondry y Charlie Kaufman, o 2046 de Wong Kar Wai, o Hijos de hombres (2006) de Alfonso Cuarón. Películas que casi no son ciencia ficción.